Integrando ser humano y naturaleza

Sabida es la situación de crisis ambiental por la que atraviesa nuestro planeta, manifestada en tantos aspectos como alteraciones en el clima, pérdida de biodiversidad, contaminación del medio, etc. Ha sido el resultado de años tratando con desconsideración a nuestro entorno, teniéndolo solo como fuente de recursos a extraer y vertedero al que emitir los desechos. Afortunadamente, las peores actitudes se han ido corrigiendo, más la batalla no está ni mucho menos concluida. La degradación del medio continúa poniendo en riesgo muchas formas de vida, incluida la humana.
Para actuar con sentido constructivo encontramos tres vías, no excluyentes. La primera, la política, a través de Acuerdos y Protocolos a diferente nivel (de internacional a local) que alcancen objetivos vinculantes; la segunda, parte de la sociedad civil a través de acciones y denuncias de las organizaciones ambientales; y, finalmente, la que fomenta la conciencia y la cultura ambiental cuyo propósito es el cambio de nuestro estilo de vida haciéndolo más responsable y sostenible.
Centrándonos en la última, la educación aparece como un instrumento destacado (y así se reconoció ya en la Cumbre de Río, la segunda Cumbre de la Tierra) por cuanto los daños no vienen solo de una actividad externa, sino que en las sociedades occidentales el ciudadano se ha convertido en víctima y verdugo, por cuanto gran parte de los impactos que sufrimos los han generado nuestros hábitos de vida.
La educación ambiental, término que viene definido por su sustantivo, se fundamenta en valores que se trasmiten a través de la palabra y el ejemplo, tanto a la población infantil y juvenil como adulta, pues, aunque se insiste que aquellos son el futuro, somos los mayores los que realizamos los daños y de los que los niños aprenden. Los valores ambientales comienzan con la responsabilidad –nada de lo vivo me es ajeno– y continúan con el respeto hacia todas las formas de vida, para las que éste es también su único planeta. Siguen la sencillez, la cooperación, el asombro o el compromiso, además de la solidaridad con las poblaciones más vulnerables y con las generaciones venideras.
Cambiar hacia un modo de vida sostenible no debe suponer sacrificios ni privaciones, sino sustitución de hábitos, eligiendo los más razonables y gozosos, lo que además de hacernos mejores repercutirán favorablemente en nuestra salud, economía y bienestar, disfrutando con lo que no se compra y estableciendo lazos de fraternidad con el mundo.
Promover hábitos de ahorro y eficiencia, evitando el despilfarro; elegir formas de movilidad sostenible que prime el transporte colectivo sobre el individual; apoyar a las compañías eléctricas que invierten en renovables, incorporándolas en lo posible a nuestras viviendas; introducir dietas saludables en las que primen los alimentos vegetales, preferentemente ecológicos, de temporada y cercanía; reducir el consumismo irresponsable, recordando que detrás de cada producto no solo se encuentra una materia prima sino agua (por cierto, recurso escaso) y energía.
He aquí algunas recomendaciones que surgen fácilmente según se eleva la conciencia, a través de la que comprendemos la necesidad de una vida más sencilla, serena y agradecida para que los 8.000 millones de personas que pueblan actualmente el planeta puedan vivir satisfactoriamente y en armonía con el entorno.
Porque el medio se ha visto, en el mejor de los casos, como un decorado hermoso, y ahora se trata de adentrarnos en él, observarlo, escucharlo, conocerlo…, lo que nos llevará a la contemplación y el asombro, punto de partida para su valoración y cuidado. Debemos fomentar una nueva cultura, que no solo recoja los logros humanos sino también los valores naturales. Nos aportará una nueva visión, más integradora, alegre y esperanzada, que nos llevará a reconciliarnos con un entorno del que nunca debimos separarnos.

Doctor en Química.
Presidente de la Asociación Española de Educación Ambiental