El Evangelio de los pobres y la herejía de la indiferencia

El Evangelio de los pobres y la herejía de la indiferencia

El siglo XXI se ha acostumbrado a mirar la pobreza con indiferencia. Las ciudades conviven con la miseria como quien convive con el ruido: molesta, pero se tolera. Hemos hecho del sufrimiento un dato, del dolor un paisaje, de la desigualdad un precio aceptable. Y, sin embargo, el papa León XIV, en su exhortación apostólica Dilexi te, irrumpe en este desierto moral con una claridad que no concede evasivas, haciéndonos ver que los pobres no son un problema que deba resolverse; son una llamada que debe ser escuchada. Sus palabras desnudan la hipocresía de una humanidad que ha aprendido a justificar lo injustificable, que ha domesticado la conciencia con discursos de mérito y eficiencia, mientras millones de hombres y mujeres siguen viviendo al margen de los derechos más elementales.

En un mundo que presume de progreso, la pobreza se ha vuelto el gran escándalo silenciado. No porque no existan recursos, sino porque faltan justicia y voluntad política. No porque los pobres no trabajen, sino porque el trabajo ha sido degradado hasta convertirse en un instrumento de sometimiento. El Evangelio de los pobres, que León XIV rescata con vigor, no es una metáfora espiritual, sino un programa de vida. Es la memoria viva de Jesús que eligió el camino de los últimos para revelar que en ellos –en los descartados, en los explotados, en los invisibles– habita la verdad más alta del ser humano. Allí donde la sociedad ve fracaso, Dios ve promesa. Allí donde el sistema produce despojo, el Evangelio proclama dignidad.

Pero esta verdad choca con la gran herejía moderna: la idolatría del mérito. Como advierte el sociólogo Máximo E. Jaramillo Molina en su obra Pobres porque quieren, la meritocracia es el mito fundacional del capitalismo tardío. Una fábula cruel que convierte la desigualdad en justicia y el privilegio en recompensa. Nos han hecho creer que cada persona ocupa el lugar que merece, que los ricos son el fruto de su talento y los pobres el resultado de su flojera. Esa narrativa, tan simple y tan devastadora, cumple una función política precisa: anestesiar la compasión, culpar a los oprimidos, blindar la conciencia de los privilegiados. Si el pobre es pobre “porque quiere”, entonces nadie debe nada a nadie. La injusticia deja de ser problema colectivo y se convierte en destino individual.

León XIV desmantela esa lógica desde sus cimientos. La pobreza, insiste, no es fruto del pecado individual, sino de estructuras injustas que perpetúan la exclusión. No basta con contabilizar a los pobres: hay que escuchar su grito, reconocer su lucha, comprender su historia. El Papa denuncia que la humanidad vive bajo una “cultura del descarte”, donde el valor de las personas se mide por su productividad y su capacidad de consumo. En ese mundo, el pobre es el espejo incómodo que todos evitan mirar. Por eso la sociedad contemporánea ha inventado una nueva forma de odio: la aporofobia, el rechazo al que no tiene, el desprecio al que incomoda.

La aporofobia no es solo miedo; es defensa del privilegio. Es el gesto que aparta la mirada del mendigo en la esquina. Es el comentario que dice “algo habrá hecho”. Es la política que criminaliza la pobreza, que encierra la miseria tras muros, que convierte la necesidad en delito. La aporofobia se viste de civismo, de meritocracia, de neutralidad, pero en realidad es el rostro más frío del egoísmo colectivo. Es la violencia que no pega, pero hiere; que no mata, pero condena. Es la raíz invisible de la exclusión social y del fracaso democrático.

El Evangelio no se queda en la denuncia: exige presencia. “Estar con los pobres”, nos muestra León XIV, no significa administrarlos ni representarlos, sino caminar con ellos, compartir su destino, defender su causa. Es un verbo que desborda la beneficencia pasiva y convoca a la acción política y moral. La beneficencia, por sí sola, puede aliviar el hambre; pero solo la justicia transforma la estructura que la causa. Por eso el Papa no contrapone amor y justicia: los funde en un mismo acto. Amar al pobre es exigir justicia para él, es reclamar pan, techo, trabajo y dignidad. Es reconocer que no hay verdadera caridad sin transformación del mundo.

La aporofobia se infiltra también en el ámbito del trabajo. Allí donde el obrero es tratado como cifra y el empleo como mercancía, florece el desprecio a la pobreza. Se impone la lógica del rendimiento sobre la del bien común, la competencia sobre la cooperación. El trabajador deja de ser persona para convertirse en “recurso humano”. Y cuando el mercado lo descarta, la sociedad lo acusa de no haberse adaptado, de no haberse esforzado lo suficiente. Así, el sistema logra su obra maestra: explota al trabajador y lo hace responsable de su propia explotación. Esa es la aporofobia laboral, la más extendida y silenciosa, la que reduce la vida a productividad y el dolor a falta de mérito.

Frente a eso, León XIV rescata el sentido sagrado del trabajo. El trabajo no es castigo, sino vocación. No es servidumbre, sino colaboración en la creación. Cada trabajador y trabajadora, en su esfuerzo diario, prolonga el acto divino de hacer el mundo. Por eso la injusticia laboral no es solo un problema económico: es una profanación. Despojar al obrero de un salario justo es robarle su dignidad. Convertir el empleo en precariedad es negar la humanidad del trabajador. El Evangelio de los pobres reivindica el trabajo como derecho y como camino de liberación, no como instrumento de acumulación.

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El problema es que el mundo moderno ha olvidado esa visión. El trabajo ha sido absorbido por la lógica del mercado, y el trabajador se ha convertido en variable de ajuste. Los beneficios se privatizan, las pérdidas se socializan, y la productividad se impone como nueva moral. Mientras tanto, millones de personas trabajan sin seguridad, sin derechos, sin descanso, sin voz. La pobreza laboral, esa paradoja que convierte el trabajo en miseria, es el signo más elocuente de un sistema que ha perdido toda legitimidad moral. Debemos decirlo con claridad: un salario insuficiente, una jornada inhumana, una vida sin estabilidad, son heridas al alma del pueblo trabajador.

Jaramillo lo corrobora desde otro lenguaje: la desigualdad no se sostiene solo con leyes injustas, sino con relatos que la justifican. El mito del esfuerzo individual sustituye al reconocimiento de las causas estructurales. La meritocracia convierte la desigualdad en virtud, la precariedad en normalidad, el privilegio en mérito. Y cuando todo el mundo cree que está donde merece estar, el poder se perpetúa sin necesidad de violencia. Por eso es tan urgente romper esos relatos, desmontar sus trampas, construir una narrativa nueva donde la justicia y la igualdad sean posibles, donde la pobreza no sea sinónimo de culpa, sino de una deuda colectiva aún impaga.

El Evangelio de los pobres no es una metáfora piadosa. Nos recuerda que el mundo no cambiará mientras la pobreza se trate como objeto de gestión y no como clamor de justicia. Que la lucha contra la miseria no puede reducirse a campañas, sino que debe convertirse en proceso de transformación de las estructuras económicas, fiscales y laborales. Que no hay neutralidad posible ante la desigualdad. Que el cristiano, el ciudadano, el trabajador, la trabajadora, están llamados a tomar partido. Y el único lado decente es el de los pobres.

Estar con los pobres significa también estar contra las causas de su pobreza. Significa cuestionar un modelo económico que sacrifica vidas en nombre de la rentabilidad. Significa oponerse a las políticas que privatizan lo común y convierten los derechos en mercancías. Significa luchar por una fiscalidad justa, por salarios dignos, por seguridad laboral, por una economía al servicio de la vida. Significa defender que el trabajo sea fuente de plenitud, no de agotamiento. Significa hacer política desde la compasión y la inteligencia, desde un amor que comprende a los pobres, desde el Evangelio y desde la lucha organizada.

Porque la aporofobia no se derrota solo con ternura: se derrota con estructuras de justicia. Se derrota con leyes que protejan a los vulnerables, con sindicatos que defiendan la dignidad obrera, con comunidades que no toleren la exclusión, con una Iglesia que viva realmente la opción preferencial por los pobres. No basta con consolar; hay que liberar. No basta con incluir; hay que transformar. No basta con dar; hay que compartir.

El mensaje de Dilexi te no es solo una llamada religiosa, es un manifiesto moral para el siglo XXI. Frente al cinismo del mercado, el Papa propone la ternura como fuerza política. Frente a la aporofobia, propone la fraternidad. Frente a la meritocracia, propone el bien común. Frente al individualismo, propone comunidad. Y lo hace recordando que el amor, cuando es verdadero, no se contenta con aliviar: busca justicia. Esa es la caridad cristiana en su forma más alta, la que no se resigna al orden establecido, la que se encarna en la lucha, la que se traduce en derechos.

En este tiempo, donde las crisis se multiplican y las certezas se derrumban, el Evangelio de los pobres sigue siendo la única brújula digna. Porque solo los pobres, los que resisten, los que trabajan, los que esperan, saben lo que significa la esperanza. La historia entera del cristianismo se resume en esa paradoja: los últimos serán los primeros. No como consuelo, sino como profecía. No como promesa distante, sino como tarea urgente.

La humanidad se juega su destino en esa frontera. O seguimos adorando la falsa religión del mérito, que convierte el dolor en culpa y la pobreza en condena, o asumimos el Evangelio de los pobres como el principio de una nueva civilización del trabajo y de la justicia. O seguimos construyendo muros de miedo, o levantamos puentes de fraternidad. O seguimos mirando hacia otro lado, o aprendemos, al fin, a mirar hacia abajo, hacia donde la vida sigue brotando a pesar de todo.

León XIV nos invita a elegir, y su elección es la del propio Cristo: la de ponerse del lado de los pobres, no por estrategia, sino por verdad. Porque solo ahí, en el polvo, en el sudor, en la lucha, se conserva lo humano. Porque solo ahí, donde la dignidad se defiende con las manos, el Evangelio vuelve a ser buena noticia. Porque estar con los pobres no es un deber moral: es la única forma de seguir siendo pueblo.