Corrupción ¿inevitable?

Corrupción ¿inevitable?

A propósito de los recientes casos de corrupción en el Partido Socialista, vendrá bien recordar lo que su fundador, Pablo Iglesias, afirmaba en sus inicios: “Por mucho que valgan las ideas, no pueden prosperar en el grado que deben si sus sostenedores, y principalmente los que ocupan las primeras filas, no son enteros, serios y morales. No solo hacen adeptos los partidos con sus doctrinas sino con los buenos ejemplos y la recta conducta de sus hombres”.

Los partidos políticos actuales tienen poco que ver con las agrupaciones militantes originales. De grupos de trabajadores motivados por la justicia y con un horizonte de transformación social, se ha ido pasando a gigantescas maquinarias burocráticas donde los ideales escasean y gana terreno lo posibilista. No es de extrañar, pues, que a la izquierda del socialismo oficial surjan alternativas que proponen renovación, principios y, en alguna manera, vuelta a los orígenes en los que “otro mundo posible” constituye una razón para continuar.

En un contexto materialista y burocrático no extraña tanto que se arrimen personas para medrar y obtener beneficios. Sin valores, sin idealismo –término a veces ridiculizado– hay campo para comportamientos y negocios de diversa catadura. Los hemos visto en (casi) todos los partidos, por lo que sorprende que algunos se presenten como adalides de la transparencia cuando han tenido sus filas infectadas.

La corrupción muestra las peores pasiones del ser humano, concretamente la codicia. Normaliza malas prácticas, malversa fondos públicos y desarma la nobleza de la política. Suscita indignación, por sus actos y por la pasividad del entorno donde acontecen, y generan desilusión y retraimiento, especialmente en el electorado progresista donde se cree que el interés colectivo está sobre el individual que el hombre público debe ser más virtuoso, se dijo desde Aristóteles y se traduce en que un buen comportamiento personal y profesional es un excelente referente para elevar el nivel de las sociedades que los eligen.

Sorprende, a este respecto, la admiración que suscitan hombres como Pepe Mújica o Julio Anguita por su coherencia y honestidad, cuando debería ser lo común y no la excepción. Que lo valoremos tanto da una idea del nivel de la clase política, de la que vamos normalizando bandazos y mentiras, acostumbrada a su impunidad incluso cuando desde la calle se piden responsabilidades. Todo se supedita al tablero político y la servidumbre del poder.

Y hablando de personajes intachables, cómo no recordar a Salvador Seguí, Juan Peiró, Melchor Rodríguez o Ángel Pestaña, políticos españoles que por pertenecer a la tradición anarquista han sido silenciados por unos y por otros. De extracción humilde, han estado a la cabeza de los movimientos sociales, buscando la justicia por métodos pacíficos y ayudando al adversario en situaciones críticas. Ojalá los jóvenes trabajadores (los jóvenes en general) los conocieran como modelo de valores, honestidad y principios morales. La sociedad está en deuda con ellos.

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La corrupción no es inevitable. Aun admitiendo las flaquezas humanas, algunas medidas pueden controlarla. Además de podar las ramas infectadas, debe perseguirse al corrompedor, al poderoso que incita o se presta a las odiosas mordidas. Debe establecerse un pacto para que el descubrimiento de un caso de corrupción no suponga un balón de oxígeno para las otras formaciones que, frotándose las manos, vean una fácil oportunidad de ataque, ganando puntos no por sus méritos sino por las desgracias del otro. Más bien, ese pacto debería unir a todos frente a las prácticas corruptas sea cual fuere su origen, pues no solo suponen un daño para el partido afectado, sino para la ciudadanía y la democracia, que se desilusionan y debilitan cuando los parásitos aparecen.

Antes de entrar a la vida pública, es decir, a algo tan noble como servir al pueblo, el aspirante debería haber realizado una transformación personal que lo situara en unos parámetros éticos de los que nunca deberá alejarse. Y en cuanto a los partidos, además de los mecanismos de control que tendrán que intensificar, mantener unos horizontes de ilusión, transformación y esperanza, ayudará a no perder los ideales que se irán plasmando en la vida cotidiana. El capitalismo, con las desigualdades que genera, es finalmente el gran corruptor, pero se puede mantener una posición crítica a través de valores como la sencillez, honestidad, servicio y coherencia. Sin olvidar que la soberanía reside en el pueblo, que deberá afirmar o cuestionar a sus representantes según los resultados de su gestión.