Un Papa, tres nombres: Francisco, León, Agustín

Un Papa, tres nombres: Francisco, León, Agustín
FOTO | Vatican media

Roberto Prevost es un ser de frontera y un cristiano de periferia. Es un ser de frontera por su origen migrante que lleva en la mente y la piel. Es un cristiano de periferias por su vocación misionera entre las poblaciones más pobres del Perú, encarnación que ha asumido hasta pedir la nacionalización. Al elegir al papa León XIV, han puesto al timón de la Iglesia universal a una persona de encrucijadas: entre el Norte y el Sur, entre la profecía y la institucionalización, entre Roma y los confines. Los tres nombres que en este momento rodean a Roberto Prevost definen bien su perfil.

Primero, Francisco. León XIV ha señalado la exhortación apostólica Evangelii gaudium como el texto que sintetiza y actualiza el Concilio Vaticano II en el siglo XXI y ha pedido plena adhesión a él a todos los cardenales y el episcopado del mundo. Esa plena adhesión al Vaticano II implica, según León XIV, plena adhesión al crecimiento de la colegialidad y sinodalidad, la atención al sentir de los fieles, el cuidado de los pobres, el diálogo con el mundo contemporáneo y la conversión misionera. León XIV hace suyo el legado completo de Francisco, aunque con su propia personalidad y lenguaje, y por sus dones en la gobernanza y la institucionalización canónica, consolidará los procesos que su predecesor abrió.

Segundo, León XIV. Prevost ha querido identificarse con el papado más social de la historia moderna, en las circunstancias de desigualdad y desafíos económicos y tecnológicos del siglo XXI. Eso significa un compromiso mayor, más hondo y profético de los católicos en la transformación de las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales, para hacerlas más conformes al Reino de Dios. El compromiso en la vida pública no puede no recordar la llamada de san Agustín a construir la Ciudad de Dios.

San Agustín es el tercer nombre con que Prevost inicia su pontificado. Nuestro mundo atraviesa una transición convulsa a un nuevo modo de producción económica, y se extiende una crisis ontológica sobre qué son las cosas, a la vez que el ser humano parece desconectarse cada vez más de la naturaleza y la propia realidad. Hay muchos signos de esta crisis del ser: la posverdad y el poder de fabricar noticias e imágenes falsas, la realidad virtual y la vida absorbida por las pantallas, la capacidad tecnológica de alteración del ADN y el cuerpo, el poder de impactar masivamente en el clima y la vida del planeta, el relativismo y construccionismo de la realidad, la soledad, los problemas de salud mental y adicciones, la progresiva lejanía respecto a los descartados y periferias, la mercantilización dela educación y el arte, la superficialidad de la cultura y la comunicación, la expulsión de la cuestión de Dios de las academias y el pensamiento, la ignorancia de la vida y la muerte, etc. No es un cambio de época, sino un cambio de edad. La modernidad muta hacia una nueva edad ―todavía sin nombre― que plantea un problema más hondo: qué es real. Y además estos cambios se ven desafiados por un ataque a la Civilización de los Derechos Humanos, se expande el autoritarismo, la democracia se debilita en todo el planeta y se violan impunemente la dignidad y derechos de las personas.

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Quizás estamos en un momento comparable a las transformaciones a las que tuvo que responder san Agustín en el hundimiento del Imperio romano. Y san Agustín es el mejor compañero de viaje en estos tiempos de cambio tan incierto y amenazante, pero a la vez apasionante y cargado también de posibilidades y esperanzas. Lo que principalmente nos impide aprovechar las oportunidades y dones de nuestro tiempo es la crisis de racionalidad y corazón. Razón y corazón forman el binomio que marcó el pensamiento y fe de san Agustín, y estamos no solamente ante el primer papa agustino de la historia, sino ante una persona cuyo ser ha sido forjado de raíz por la espiritualidad de san Agustín. El nombre de León no solamente lo escogió por el carácter social, sino porque cuando era niño, León XIII vivió íntimamente unido al convento de agustinos que había en su pequeño pueblo.

Francisco, León y Agustín forman un triángulo que nos pone en las mejores condiciones para poder navegar estos tiempos oscuros e inciertos, con una marejada de dones y peligros, pero, como siempre atravesados por la luz de la Resurrección, una luz que no se puede romper.