Un papa al servicio de la Iglesia y la humanidad

Un papa al servicio de la Iglesia y la humanidad
La elección del sucesor de Pedro y obispo de Roma trasciende su papel como referente espiritual. Al sumo pontífice se le atribuye una influencia y poder decisivo en el destino de la humanidad. Sin embargo, su misión no es comportarse como los demás jefes de las naciones.

A la fascinación por lo que ocurre estos días en el Vaticano contribuye sin duda el alambicado ritual, la curiosa liturgia, las dos veces milenaria historia y la particular manera de actuar de la Iglesia católica para cumplir su misión fiel a sus principios y valores,  así como su presencia y extensión, desigual, por todo el mundo.

Sin embargo, la Iglesia del siglo XXI no posee ejércitos, no quita ni pone emperadores, ni determina las leyes de los pueblos. Es más, la institución que orienta la estrategia global de la Iglesia y gestiona el patrimonio vaticano cuenta con un presupuesto deficitario.

Por supuesto, conserva una gran capacidad para determinar el destino de muchas instituciones y la vida de las gentes a su cargo o bajo su radio de acción y goza todavía de una autoridad moral entre una parte de la población mundial y algunos poderes de este mundo le prestan atención.

Pero, en realidad, carece de capacidad coercitiva para imponer su visión, de determinar la política o de marcar los comportamientos de las personas, al menos, unívocamente, es decir, sin el consentimiento y la adhesión libre a sus planteamientos de la otra parte. Y está bien que así sea.

Fraternidad y justicia

Cuando a lo largo de la historia se ha erigido en un poder terrenal más o se ha confundido con él, no solo ha provocado grandes conflictos, sino que ha dejado de ser fiel a sus orígenes y ha ocultado la verdadera esencia del mensaje cristiano, su verdadero e imperecedero tesoro, afortunadamente inmune a las coyunturas mundanas.

La misión de la Iglesia, madre y maestra según el Concilio Vaticano II, experta en humanidad y depositaria de una sabiduría espiritual muy concreta y en el fondo muy original, no es otra que anunciar la verdad de Dios revelada en Jesucristo, proclamar su Evangelio y colaborar en la promoción de su reino de fraternidad y justicia universal.

No es más, ni tampoco menos, que favorecer el encuentro de cada persona con el amor infinito para que cada cual pueda desarrollarse en plenitud y armoniosamente con los demás y el mundo que habita, tomando como referencia el ejemplo del Galileo.

Esa vivencia profundamente espiritual que alienta e inspira la Iglesia, evidentemente, acaba por tener repercusión en la biografía personal, en la vida social y hasta en la comunidad política internacional. A veces, puede despertar admiración por sus valores, coherencia y logros; otras genera incomprensión, persecución y marginación.

La dinámica religiosa, por eso resulta siempre polémica. Porque puede llevar a enfrentamientos y conflictos entre grupos humanos y ámbitos sociales, con su propia visión y sus modos de funcionamiento particular, como también merecer el respaldo, recibir apoyo y colaboración.

La evolución de la Iglesia desde las primeras comunidades apostólicas hasta el presente contiene suficientes ejemplos de una u otra situación. Cada época ha tenido sus razones y sus circunstancias que conviene atender, sin renunciar a extraer las debidas enseñanzas para el presente y el futuro, dada la experiencia, el desarrollo y el conocimiento alcanzados.

Un papa a la escucha

Así que en este segundo cuarto de siglo XXI que estamos recorriendo, la elección de un nuevo papa suscita gran expectación en el mundo occidental y despierta mucha curiosidad, aunque no se trata de elegir a un presidente de Gobierno, a un CEO de una gran multinacional, ni de sustituir a un monarca autoritario y absolutista.

Por eso, se busca para la sede petrina a un gobernador justo y un fiel administrador  –ámbitos ligados al primado romano–, que escuche el clamor de los pobres y de la Tierra, capaz de caminar sinodalmente con el Pueblo de Dios, con una mirada universal preñada de ternura, pero, sobre todo, enamorado del legado de Jesucristo e incansable servidor de la comunidad. Al fin y al cabo, una Iglesia que no sirve, no sirve para nada.