“Rearme”, el nuevo nombre de la barbarie

“Rearme”, el nuevo nombre de la barbarie
FOTO | Recorte del "Guernica" de Pablo Picasso. Lienzo expuesto en el Museo Reina Sofia. Vía museoreinasofia.es

El caballo herido. La madre con el hijo muerto en brazos. El grito congelado. Así empieza esta historia. O, mejor dicho, así se repite. El Guernica de Picasso no es solo una obra de arte. Es un espejo de lo que fuimos, lo que somos y —si no reaccionamos— lo que volveremos a ser. Fue pintado en 1937 como un acto de denuncia ante el bombardeo de un pequeño pueblo vasco. Hoy, ese mismo lienzo debería estar en portada de cada periódico, en cada discurso parlamentario, colgado en cada despacho de quienes tienen en sus manos el destino de la humanidad.

En ese mural de 3,5 metros por 7,8, no hay épica ni victoria. Hay horror. Dolor. Silencio roto. Es el testimonio de un crimen sin juicio: la guerra como espectáculo de muerte. Picasso entendió que no bastaba con indignarse. Había que gritarlo con pinceles. Hoy, esa pintura es más actual que nunca. Porque el “rearme” que algunos celebran no es otra cosa que el prólogo de nuevos guernicas por venir.

Nos lo presentan con lenguaje técnico: gasto en defensa, aumento de la capacidad disuasoria, fortalecimiento de alianzas estratégicas. Palabras frías para ocultar una realidad ardiente: el mundo se prepara para otra matanza global. En los parlamentos se aplaude el aumento de los presupuestos militares mientras se recortan fondos para educación, sanidad o cooperación. La OTAN y sus rivales multiplican sus arsenales. Y nadie se pregunta: ¿cuándo y dónde se van a usar todas esas armas?

Guernica no fue un accidente. Fue un experimento. Y hoy se repite a escala global. Gaza arde bajo un bombardeo sin pausa. En Ucrania, la línea del frente es una fábrica de viudas. En Sudán, miles huyen a ninguna parte. En Yemen, los niños no conocen otra cosa que el sonido de los drones. En tantos y tantos lugares del mundo, conflictos olvidados, que se han convertido en cementerios de cuerpos sin nombre y de derechos sin fuerza.

Detrás de cada guerra hay intereses. No abstractos: concretos. Empresas que ganan contratos. Bancos que financian conflictos. Gobiernos que se escudan en el miedo para legitimar el poder. El rearme no nace del peligro, sino del cálculo. Los nuevos guernicas no son errores diplomáticos: son negocios. Y el negocio es tan rentable como cruel.

La industria armamentística factura más de 2 billones de dólares al año. Esa cifra no cae del cielo. Se sostiene con sangre. Con cadáveres. Con ciudades arrasadas. Cada misil tiene un precio. Pero el coste humano no entra en la contabilidad. Lo pagan las familias que nunca volverán a serlo. Lo pagan los niños y las niñas que no vivirán lo suficiente para olvidar lo que vieron.

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Mientras tanto, los grandes líderes del mundo dan ruedas de prensa hablando de paz con una mano, mientras firman acuerdos de armas con la otra. Es una hipocresía perfectamente organizada. Nos venden el rearme como seguro de vida, pero es pólvora para la muerte. La paradoja es brutal: se invierte más en matar que en evitar que la gente muera.

Y lo más grave: nos han convencido de que no hay alternativa. Como si la paz fuera una utopía, y la guerra, una ley natural. Como si cuestionar el rearme fuera cosa de ingenuos, cuando en realidad es el último acto de cordura en un mundo enloquecido. Nos han robado incluso la imaginación: ya no sabemos soñar un planeta sin ejércitos.

Las instituciones internacionales, nacidas para evitar una nueva guerra mundial, hoy solo ofrecen declaraciones vacías. La ONU no frena. La UE no media. La diplomacia está secuestrada por los intereses de quienes lucran con la violencia. Y mientras tanto, las voces que denuncian esta lógica de muerte son silenciadas, difamadas o ignoradas.

Pero no todo está perdido. A lo largo del mundo, miles de personas se organizan, resisten, levantan la voz. Desde comunidades de fe hasta movimientos juveniles, desde activistas desarmados hasta periodistas comprometidos, la paz se defiende con valentía. No desde los palacios de gobierno, sino desde las calles, las aulas, los campos de refugiados y refugiadas.

La política, si quiere tener sentido, debe recuperar el lenguaje de la vida. No puede seguir siendo rehén del complejo militar-industrial. Necesitamos líderes que se atrevan a recortar en armas para invertir en pan. Que entiendan que la seguridad no se mide en tanques, sino en justicia, dignidad y oportunidades para todos.

El mensaje del Guernica debe salir del museo. Debe convertirse en manifiesto, en bandera, en programa de gobierno. Porque si no frenamos el rearme hoy, mañana solo quedará escribir nuevos poemas de duelo sobre nuevas ciudades calcinadas.

Y cuando eso ocurra, no bastará con decir “nadie lo vio venir”. Picasso lo gritó. La historia lo escribió. Nosotros y nosotras, ¿qué haremos?