La imagen de la compasión

La imagen de la compasión
FOTO | Iñigo Porto

De mis visitas a la Basílica de San Pedro guardo el recuerdo de una Pietà esculpida por el gran Miguel Ángel ante la que es imposible no detenerse y callar durante algunos minutos. Ante ella, admiración y compasión se confunden.

Algo parecido, aunque a distancia en valor artístico y en marco, creo poder decir de la figura solitaria de La Dolorosa que cierra la procesión de Viernes Santo de Pamplona. Un paso que está en la memoria de todos los que hemos esperado, las más veces con frío o bajo unas gotas de agua que amenazan deslucirlo, el cortejo que sale de los aledaños de la Catedral y baja por la calle de la Curia hasta la Plaza Consistorial.

Una procesión que recorre cada año –si el tiempo no lo impide– las calles de los que fueron burgos medievales y siguen manteniendo el atractivo del casco viejo de la ciudad. Ese día, por la calle Mayor, se dirige hasta la avenida de las Navas de Tolosa, deja a un lado los jardines de la Taconera con sus espléndidos castaños y sus aireadas barandillas y, por San Antón, Zapatería, Calceteros, Mercaderes y Calderería vuelve a subir a la también medieval Dormitalería.

Cuando la ciudad reza

La figura solitaria de la Virgen de la Soledad es la última. Cuando llega, al tiempo que la tarde cae, se agranda el silencio. Un silencio al que solo pone algunos sostenidos la marcha que deja sonar la banda municipal que acompaña al paso.

La imagen se guarda en una capilla de la iglesia parroquial de San Lorenzo, en buena vecindad con el busto de san Fermín, que sale de la misma iglesia en días de fiesta redoblada. Es una talla de vestir que data de 1883, obra de un discípulo de los Vallmijana: Rosendo Nobés y Balbé y luce desde 1960 un magnífico manto de terciopelo negro bordado por las Adoratrices: “Manto bordado / negro como azabache / para una Reina que llora en las calles…” suena la rondalla que canta a su paso por la antigua fachada de San Cernin [iglesia de San Saturnino].

En un primer traslado, acompañada de unos cuantos cofrades que portan cirios, La Dolorosa sube hacia la Catedral para sumarse a la procesión. Cuando esta termina –es el segundo traslado– vuelve discretamente, otra vez entre candelas, a su capilla de san Lorenzo.

De su paso al final del cortejo en los atardeceres del Viernes Santo guardo el recuerdo de una palidez que la luz de la cera se encarga de hacer notar. De unos ojos que brillan como recién lavados por el llanto, que desde unas ojeras profundas miran hacia arriba y hacia adelante. Y de unas manos que parecen refugiarse la una en la otra, solo capaces de implorar. Un rostro y unas manos finas que deja asomar el gran manto de terciopelo que la recubre.

Y en el mismo rincón de la memoria se han ido agolpando otros pensamientos que tienen que ver con esa conmovedora Soledad. La que muchos han venido contemplando en silencio desde las hileras de balcones o apretujados en las aceras, “En silencio, porque hasta callan las estrellas / Pamplona viste de luto por la Virgen del dolor”, sigue la rondalla.

En muy posible que pensara en esa imagen José María Cabodevilla, que años atrás hablaba de “Santa María de los terciopelos negros” y escribió páginas muy bellas ante la figura de la Madre sin el Hijo:

“El ya descansa. Tu Séptimo Dolor es su Día Séptimo, su gran reposo sabático. La Pasión ha terminado, pero la Compasión continúa.

Es el gran sábado de Dios, consumada ya esta segunda creación tan laboriosa. Para nosotros es, nada más, Sábado Santo. Nada menos. Porque Sábado Santo quiere decir esperanza. Esperanza contra toda esperanza, contra toda humana evidencia, contra todo razonamiento lógico. Esta soledad rumorosa en presagios –esta soledad nuestra que tú te allanas a compartir, Virgen de la Soledad– hállase traspasada y curada por un maravilloso presentimiento” (Santa María de cada día, Marfil, Alcoy 1968, 65).

La compasión continúa

Alrededor de la imagen de la Madre de los Dolores podemos invocar una tradición “compasiva” que pasa por más de mil años, pues ante el sufrir de la Madre de un Crucificado los creyentes de todos los siglos –y los no creyentes– han experimentado ese sentimiento. Ya en el siglo VI, un compositor de himnos de la región de Siria pone en estrofas un diálogo entablado por Jesús:

“¿Por qué lloras, oh Madre?…
No está bien que llores tú que eres llamada la llena de gracia;
no empañes con el llanto ese nombre tuyo…
Ten confianza, oh Madre, tú serás la primera que me contemplarás
cuando salga del sepulcro.
Yo vendré a mostrarte de cuántos dolores a Adán liberé…
Y entonces, oh Madre, exclamarás con gozo:
Ha salvado a mis padres, mi hijo y mi Dios” (Romano el Melodio)

También por aquellos siglos, Epifanio, el monje bizantino autor de la primera Vida de María, se conmueve ante la majestad de la Theotokos “postrada por la tristeza”. Y en los iconos de la Virgen de la Pasión –como en el de la Eleusa— se reúnen ternura y compasión, puesto que en ellos se deja entrever que la Madre presiente un futuro sombrío para el hijo todavía niño. Y la piedad medieval del occidente latino nos ha legado la rima y la música del Stabat Mater: “Quis est homo qui non fleret / Matrem Christi si videret / In tanto supplicio? / Quis non potest contristari / Christi Matrem comtemplari / Dolentem cum Filio?”

La compasión ha seguido rodeando a las bellísimas tallas de retablos y pasos de nuestras procesiones. Porque el dolor es una realidad, tan oscura como real, siempre presente. Una experiencia tan común que aceptamos pensarla como “un universal” al que le es debida la mayor atención por parte de los humanos. Y a la vista del dolor, ante los rostros de quienes sufren, se ponen en pie en nuestro interior la atención y el respeto. Y sentimos el estremecimiento de la compasión.

No es extraño que una profunda “simpatía” y un silencio respetuoso hayan acompañado siempre a la figura de la Madre del Crucificado. Porque ella parece condensar todo el dolor: el que sobreviene como un golpe que derriba, que desarma y hace enmudecer. En ella vemos, como reflejado en un espejo, el sufrimiento que alcanza a todos en algún momento: “Nada se asemeja más a la desesperación de la muerte que la desolación de la madre afligida”, ha dicho alguien.

Sabernos vulnerables y un natural sensible ante el sufrimiento de los demás, explican ese caudal de “simpatía” que brota en nosotros ante la figura doliente de la Madre de Jesús: La Dolorosa, que expresa como pocas el desgarro y la desolación.

“Una palabra que sosiega”

Pero la piedad cristiana no deja de advertir que la tristeza, que se prolonga en las horas del Sábado Santo, no equivale al repliegue y desesperanza. La Virgen de la Soledad, que arranca sentimientos profundos al mostrar su pena y extiende nuestra compasión hacia todas las soledades, es también la Virgen de la Esperanza.

Vivimos –venía a decir Pablo VI en una exhortación apostólica que es todo un hito en la historia de la devoción cristiana– entre el sentimiento de los límites y las aspiraciones sin fin, conociendo la soledad a pesar de soñar con la comunión, y María en su dolor sigue siendo una señal que apunta hacia un horizonte abierto, y una ayuda en el camino: “Ella… ofrece una visión serena y una palabra que sosiega: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación” (Marialis cultus, 57).

Son palabras que asocio espontáneamente a la Pietà y a La Dolorosa de las calles de mi infancia, a la Virgen de la Soledad de mi recuerdo primero. Al fin y al cabo, cuando ella pasa al lado de las gentes, cuando la ciudad calla y reza, del negro sin fondo de su manto escapan unos reflejos dorados.