El Papa que hizo nuevo lo viejo

El papa Francisco se ha hecho merecedor del cariño de mucha gente humilde y olvidada a la que siempre ha tenido muy presente, además de la simpatía de parte de la progresía y la animadversión de los ideólogos de la reacción.
Seguramente, el enfrentamiento ideológico exacerbado confunde más que aclara el peso del pontificado de Jorge María Bergoglio, por lo que habrá que esperar el paso del tiempo para que la historiografía y la memoria de las gentes aquilate adecuadamente su importancia.
Resulta imposible, en estos tiempos de escrutinio constante y agitación propagandística, abstraerse de la ideologización de la conversación pública, más aún, en un mundo globalizado y desorientado que se enfrenta a encrucijadas cruciales.
Evidentemente, la vida de la Iglesia, ni ahora ni nunca, ha logrado sobreponerse a las disputas políticas y culturales, pues su misión, aunque fundamentalmente moral, se desarrolla siempre aquí y ahora, a ras de tierra y dentro de cada época. La fe desencarnada, el espiritualismo abstracto y la práctica religiosa inocua no casan bien con la experiencia de fe en el Jesús de los Evangelio.
Más que intentar clasificar al papa Francisco en algún punto del espectro ideológico o instrumentalizarle para ganar influencia o sacar ventaja, sería más provechoso fijarse en las prioridades que marcó, a quienes quiso rescatar de la invisibilidad y del descarte y cuáles son los hechos que mejor le definieron.
Como referente espiritual ha sabido erigirse en un líder global con reconocida autoridad moral, tanto por sus discursos como por sus gestos, así como por sus insobornables principios y valores, y su exigente coherencia en el ejercicio del ministerio pretino y la jefatura vaticana a ello asociado.
Como hombre de fe, como seguidor de Jesucristo resalta su experiencia de fe, a la que en un principio asoció a la alegría y al final a la esperanza y cómo trato de coherencia, y su vocación de humilde servicio a la Iglesia y la humanidad.
Acierta Ana Iris Simón, en un muy recomendable artículo en El País, al decir que “el caso es que el papa Francisco no era ni progresista ni conservador sino un hombre que se tomó en serio a Cristo”. De él, dice, “hasta los que no tienen fe intuyen la verdad en sus palabras. El gran mérito de Francisco ha sido saber encontrarlas. Hacer, a través de ellas, nuevo lo viejo”.
El papa Francisco propuso el camino sinodal y el método de la escucha (del Espíritu y del clamor de quienes más sufren, primero) para poder interpretar adecuadamente los signos de los tiempos, fortalecer la unidad en la diversidad, –también la ideológica– y avanzar en verdad en la construcción del reino de fraternidad universal y misericordia.
Sin embargo, serán sus sucesores en el ministerio petrino quienes acaben de dar forma a su legado y el Pueblo de Dios el que ratifique sus apuestas e intuiciones. El fallecido sumo pontífice ha tratado de acentuar el mensaje misericordioso del Evangelio, el carácter pastoral de la acción de la Iglesia, y la coherencia en la administración eclesial y el gobierno vaticano.
No podría ser de otra manera, teniendo en cuenta su apuesta por abrir procesos, más que conquistar espacios, y su empeño por enraizar la experiencia de fe cristiana en el aquí y ahora, atenta a los padecimientos de la humanidad, en vez de cultivar una espiritualidad lenitiva, complaciente con los poderosos, y acomodaticia a las corrientes dominantes.
Con su propia personalidad y mentalidad, ha querido implantar en una institución milenaria, plural y siempre en tensión –empezando por la que genera su alto ideal y sus limitados logros– un modo de avanzar, puede que despacio pero juntos, y de abordar , lo más fielmente al Evangelio, los conflictos del Pueblo de Dios y los grandes retos de la humanidad. Ha abierto sendas nuevas para la comunidad de creyentes y la sociedad mundial del siglo XXI.

Redactor jefe de Noticias Obreras