Feminización de la pobreza: cuando el sistema abandona, la lucha popular responde

Cada 8 de marzo, el mundo recuerda la deuda histórica con las mujeres: una deuda que se traduce en violencia, desigualdad y pobreza. El Día Internacional de la Mujer no es una celebración, sino una jornada de lucha en la que millones de mujeres alzan la voz contra un sistema que las margina. Entre los reclamos, hay uno que se repite año tras año: la feminización de la pobreza. Este fenómeno, que atraviesa continentes y culturas, refleja una realidad innegable: las mujeres son las primeras en sostener la vida cuando todo se derrumba, pero también las más golpeadas por la crisis económica, la precarización laboral y la falta de políticas públicas efectivas.
Cada 8M, la historia nos recuerda que los derechos de las mujeres nunca fueron una concesión del poder, sino una conquista forjada en las calles, en los lugares de trabajo, en los hogares, en los cuerpos y en la resistencia cotidiana. Desde la huelga de las trabajadoras textiles de Nueva York en 1908 hasta las masivas movilizaciones feministas en América Latina, la lucha de las mujeres ha sido una constante contra la explotación, la discriminación y la invisibilización. Hoy, la consigna sigue siendo la misma: basta de precarización, basta de desigualdad, basta de que la pobreza tenga rostro de mujer. El 8M no es un día de flores y discursos vacíos; es un grito de justicia que atraviesa generaciones.
Pero el poder sigue resistiendo, sigue oprimiendo, sigue negando. A pesar de los avances en derechos laborales y sociales, las mujeres continúan siendo las más empobrecidas, las más precarizadas y las más expuestas a la violencia económica. La brecha salarial, la sobrecarga del trabajo de cuidados, la discriminación laboral y la falta de acceso a recursos y oportunidades son solo algunas de las heridas abiertas que el sistema se niega a cerrar. Frente a esto, la respuesta de las mujeres no ha sido el silencio ni la resignación, sino la organización y la lucha. La historia ha demostrado que cuando las mujeres se levantan, el mundo tiembla. Y este 8M, volverá a hacerlo.
Porque el feminismo no es una moda ni un eslogan vacío. Es una revolución en marcha que interpela y desafía el orden establecido. Es la respuesta colectiva de quienes se niegan a aceptar la miseria como destino y la exclusión como norma. Es la rabia convertida en resistencia, en solidaridad, en construcción de nuevas formas de vivir y trabajar. Cada vez que una mujer levanta la voz contra la injusticia, cada vez que una comunidad se organiza para defender sus derechos, cada vez que el sistema se tambalea ante la fuerza de un movimiento imparable, el 8M cobra un nuevo significado: el de la lucha que no se detiene hasta que la igualdad sea una realidad tangible.
En cada barrio popular, en cada fábrica precarizada, en cada comedor comunitario, hay una verdad innegable: las mujeres son las primeras en sostener la vida cuando todo se derrumba. No es casualidad, es resistencia organizada. Mientras el poder político y económico sigue fallando, los movimientos populares, la pastoral del trabajo y las redes comunitarias construyen, desde abajo, una alternativa real a la feminización de la pobreza y la exclusión social. Porque la lucha por la justicia y la igualdad no es una promesa vacía: es una batalla diaria que ya está en marcha. Y no se detendrá.
Los informes de la CEPAL, la OIT y el Banco Mundial lo confirman: la pobreza sigue teniendo rostro de mujer. Pero más allá de las estadísticas, la realidad es aún más cruda. En América Latina, el 70% de las trabajadoras y trabajadores en sectores informales carecen de derechos y seguridad social, siendo las mujeres quienes más sufren esta precariedad. En España, el 42% de las familias monoparentales, en su mayoría lideradas por mujeres, viven bajo el umbral de la pobreza. Y mientras las políticas públicas siguen siendo insuficientes, son las propias mujeres y comunidades quienes, desde los movimientos populares y la economía del cuidado, han comenzado a cambiarlo todo. Porque la miseria no es casualidad: es una estrategia del poder. Y combatirla es un deber innegociable.
El trabajo no reconocido: el primer frente de batalla
El sistema económico global se sostiene sobre una injusticia silenciada: el trabajo no remunerado de millones de mujeres que garantizan el funcionamiento de la sociedad. El cuidado de hijas e hijos, de personas mayores y enfermas; la organización de la vida comunitaria; el soporte emocional y social: todas estas tareas recaen mayoritariamente en las mujeres, sin salario, sin derechos, sin reconocimiento. Esta es la base oculta sobre la que se construye el capitalismo despiadado. Sin ellas, el mundo se detendría.
La pastoral del trabajo y las organizaciones de base han sido clave en visibilizar esta injusticia y exigir cambios concretos. La renta básica, los subsidios al cuidado, la revalorización del empleo doméstico y la economía popular no son utopías: son soluciones urgentes que ya han demostrado su eficacia en países que se atreven a poner la vida en el centro de la política económica. Pero los cambios no vendrán por sí solos. Se necesitan luchas firmes, sin concesiones, sin dilaciones.
Comunidades en movimiento: de la exclusión a la organización
Donde el mercado expulsa, las mujeres crean alternativas. Desde las cooperativas textiles en Argentina hasta las redes de microcréditos solidarios en la India, la organización popular ha demostrado que es posible romper con la exclusión económica y laboral. La clave está en la autogestión, la economía social y la redistribución justa de los recursos.
En Bolivia, las trabajadoras del hogar organizadas han logrado conquistas laborales impensadas hace solo una década. En Brasil, el Movimiento de los Trabajadores y Trabajadoras Rurales Sin Tierra ha integrado a miles de mujeres en proyectos agroecológicos que garantizan autonomía y soberanía alimentaria. En España, las redes feministas han impulsado leyes contra la brecha salarial y la precarización. La lucha no es simbólica: es concreta, efectiva y transformadora. Y es imparable.
La pastoral del trabajo: fe y justicia social en acción
La Iglesia, a través de la pastoral del trabajo, ha sido un pilar fundamental en la organización de las trabajadoras. No desde la beneficencia, sino desde la dignidad. En los barrios más empobrecidos, las comunidades eclesiales han abierto espacios de formación, capacitación y acompañamiento para que las mujeres no solo subsistan, sino que se empoderen y lideren procesos de cambio. Fe y justicia social son inseparables cuando la vida de millones está en juego.
Se ha dicho con claridad: “No hay justicia social sin justicia de la mujer”. La Doctrina Social de la Iglesia ha sido un motor en la defensa de los derechos laborales, en la denuncia del neoliberalismo salvaje y en la construcción de una economía que ponga en el centro a quienes históricamente han sido marginadas. El Evangelio no es neutral: exige compromiso, denuncia, transformación radical.
Ellas y ellos, juntas y juntos, han decidido cambiar la historia. No preguntarán si el mundo está listo. Simplemente, lo harán. ¿Nos atrevemos a seguirlas y seguirlos?

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales