En cada migrante rechazado, rechazamos nuestra propia humanidad

En cada migrante rechazado, rechazamos nuestra propia humanidad

El siglo XXI será recordado por muchas cosas, pero una de sus mayores vergüenzas será, sin duda, la forma en que tratamos a los migrantes. En una era de avances tecnológicos, en un mundo que presume de interconexión, seguimos condenando a miles de personas a morir en mares convertidos en fosas comunes, en desiertos que devoran cuerpos, en fronteras que segregan y despojan. Los migrantes, los desplazados, los perseguidos son, cada día más, los mártires de una sociedad que ha perdido el rumbo, que ha elegido el miedo en lugar de la empatía, el egoísmo en lugar de la solidaridad, la muerte en lugar de la vida.

Miles de cuerpos flotan en las aguas del Mediterráneo y en el Atlántico, en mares y ríos que deberían ser caminos de esperanza pero que se han transformado en sepulturas anónimas. Miles más quedan atrapados en alambradas, detenidos en centros de reclusión que disimulan su crueldad bajo eufemismos como “centros de internamiento” o “albergues temporales”. Otros simplemente desaparecen, devorados por el desierto, el hambre, las mafias que se lucran de su desesperación, o la indiferencia de un mundo que ha decidido mirar hacia otro lado.

Es imposible hablar de este tema sin rabia. Porque la rabia es, en este caso, una forma de justicia. No se puede analizar con distancia lo que sucede en las fronteras del mundo, en las leyes que criminalizan a quienes buscan refugio, en los discursos que convierten a los más vulnerables en chivos expiatorios de los problemas estructurales que nuestras propias sociedades han creado. Hablar de migrantes implica tomar partido, y quien no lo hace ya ha elegido el lado de los opresores.

Vivimos en un tiempo en el que los discursos xenófobos no solo se han normalizado, sino que se han sofisticado. No se trata ya de un racismo burdo, de pancartas explícitas o insultos abiertos (aunque estos aún persisten). Ahora el odio viene disfrazado de “razonabilidad”, de supuestas preocupaciones legítimas por la “seguridad nacional” o la “estabilidad económica”. Los partidos políticos que abogan por cerrar fronteras, endurecer leyes migratorias y convertir la hospitalidad en delito no hablan abiertamente de odio, pero eso es exactamente lo que promueven. Y su éxito se basa en apelar al miedo de una sociedad cada vez más desconectada de su propia humanidad.

Porque no se trata de rechazar a todo migrante, claro está. Ese sería un mensaje demasiado fácil de desenmascarar. No, lo que hacen estos discursos es fomentar una aporofobia solapada: se rechaza al migrante pobre, al que llega con las manos vacías, al que necesita ayuda. El migrante rico, el que trae inversiones o cualificaciones útiles para el mercado, siempre será bienvenido. Esa es la gran hipocresía de nuestro tiempo: no es la migración lo que incomoda, sino la pobreza. Se teme al migrante porque es un espejo que refleja nuestras propias desigualdades, nuestras injusticias, nuestras contradicciones.

Y frente a este panorama desolador, hay quienes insisten en que “todas las opiniones son respetables”. Pero no, no lo son. Como bien afirmó el filósofo José Antonio Marina: “No todas las opiniones son respetables. Depende del contenido de las mismas. Lo que es respetable es el derecho a expresarla”. Respetar el derecho de alguien a decir que los migrantes son una amenaza, que deberían ser expulsados, que no merecen derechos, no significa respetar la opinión en sí misma. Porque esas opiniones son, sencillamente, indefendibles. Son opiniones que fomentan el odio, el racismo, la desigualdad. Opiniones que deshumanizan al otro y, al hacerlo, nos deshumanizan a todos y todas.

Aceptar discursos xenófobos como una postura legítima es normalizar el desprecio al extranjero. Es validar políticas que llevan a la muerte y el sufrimiento de miles de personas. Es convertirse en cómplice de una maquinaria de exclusión que beneficia a unos pocos a costa de las vidas de los más vulnerables. Porque la xenofobia no es solo un problema moral; es un problema político, económico y estructural. Alimenta el nacionalismo extremo, perpetúa la pobreza y refuerza sistemas que priorizan el capital sobre la vida humana.

La historia nos ha mostrado una y otra vez que los migrantes no son una amenaza, sino una fuerza transformadora. Han reconstruido ciudades devastadas, revitalizado economías, enriquecido culturas. Negarles su derecho a existir, a moverse, a buscar una vida mejor, no es solo una traición a ellos, sino una traición a nosotros mismos. Porque en cada migrante que rechazamos, rechazamos nuestra propia humanidad.

Y no basta con la empatía superficial, con los gestos simbólicos o las palabras bonitas. Este es un llamado a la acción, a un compromiso real y radical. No podemos quedarnos en la denuncia pasiva. Es necesario enfrentarse directamente a los partidos políticos que promueven el odio, desenmascarar sus mentiras, contrarrestar su influencia. Es necesario exigir políticas que no solo garanticen los derechos básicos de los migrantes, sino que reconozcan su valor intrínseco como seres humanos. Es necesario transformar nuestras ciudades y pueblos para que sean espacios de acogida, no de exclusión.

Pero, sobre todo, es necesario recordar que el silencio es complicidad. Cada vez que callamos ante una ley injusta, un discurso xenófobo o una política de exclusión, estamos siendo cómplices de un sistema que mata. No podemos esperar a que otros actúen. Esta es una llamada personal, urgente, ineludible.

Porque no se trata solo del destino de las y los migrantes. Se trata del destino de nuestra sociedad, de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para construir un mundo en el que la vida sea más importante que el miedo, la justicia más fuerte que el odio, y la dignidad más valiosa que las fronteras. Y el tiempo para actuar es ahora. No después. No mañana. Ahora.