Esperanza en la precariedad

Esperanza en la precariedad
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Las Jornadas de la Asociación de Teólogas Españolas «Pobrezas, precariedades y mujeres. Miradas teológicas» han sido una oportunidad de compartir y buscar juntas, teniendo en cuenta las precarizaciones de las mujeres, esa espiritualidad que contribuye a descubrir el fondo de nosotras mismas y la fortaleza que nos habita.

Ya lo decía, a su manera, santa Teresa: «Por muchos caminos nos atrae el Señor». Son muchas las expresiones del Espíritu que nos habita, especialmente presente en las mujeres precarizadas.

Para empezar, conviene nombrar, con el mayor realismo, las situaciones de las «mujeres precarizadas». Así, al igual que hablamos de países empobrecidos, ponemos de relieve el sujeto e identificamos la acción que históricamente han desarrollado las estructuras legales, culturales, religiosas y políticas.

Cómo partícipes que somos, podemos ayudar a mantenerlas y alimentarlas o desmantelarlas, aunque sea muy lentamente. Si no, al menos, limitarlas. Para ello, hemos de tener la suficiente lucidez y encontrar las fuentes de nuestra esperanza, cómo alimentar, cómo buscar y cómo aprender, en especial, de la vida de las mujeres precarizadas y de sus saberes que, en muchos casos no son para nada tenidos en cuenta.

La precarización todavía hoy, en pleno siglo XXI, incluso en países llamados desarrollados, significa que hay personas que no tienen suficiente para comer, no ganan lo suficiente para vivir con la dignidad que se merecen, porque tienen trabajos que empobrecen o carecen de empleo, como trabajadores pobres.

La brecha digital es un nuevo muro para acceder a los derechos: dificulta el acceso a la educación, a la sanidad o al ingreso mínimo vital, está ampliando la desigualdad.

Las estructuras legales, también incrementan la desigualdad, especialmente de las personas migrantes, a las que se les niegan derechos, se obstaculiza su integración por la acción de una administración que no los reconoce, son víctimas precarizadas.

Vemos cómo los poderes públicos no favorecen el acceso a los derechos o no hacen posible el acceso a los derechos de las personas, pero también pertenecemos a una cultura llena de prejuicios que fomenta los estereotipos, que se forma y nos dicta lo que hay que valorar y lo que hay que menospreciar.

La Iglesia no es inocente tampoco, cuesta que lleve el reconocimiento de todas las personas a la práctica y hacer de la igualdad una costumbre. No solo la jerarquía, también quienes la formamos. Rápidamente damos por hecho cuál debe ser el destino de cada persona, más si parece ignorante, si nos parece que carece de lo básico, cuando deberíamos apreciar mucho más la aportación y la vivencia cristiana de las mujeres precarizadas o, por lo menos, considerarlas.

Falta también reconocer otras experiencias religiosas, sabiendo, por supuesto, que puede haber elementos que no nos parecen admisibles desde ciertos puntos de vista. Pero no tiene sentido tacharlo todo por completo, sin aprender lo que pueden enseñarnos las otras culturas y las emociones de otros grupos.

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Todavía hay derechos básicos sistemáticamente negados, que se añaden a las discriminaciones que tradicionalmente soportan las mujeres precarizadas, muchas de las cuales, sin embargo, tienen una gran experiencia de Dios, una fuerza interior, una capacidad de resiliencia, e incluso de descubrir las necesidades de otros, en definitiva, todo eso que llamamos espiritualidad.

Hemos puesto en el primer plano,
y casi el único plano, los saberes
vinculados a la racionalidad
occidental, tan patriarcales

Esa sabiduría del conjunto de pueblos y personas que viven el sufrimiento causado por la injusticia y la desigualdad, la epistemología del Sur existencial que se resiste a desaparecer ante el «epistemicidio» que trata de ignorar otras culturas y otras formas de pensar y ver el mundo. Son los saberes despreciados, porque hemos puesto en el primer plano, y casi el único plano, los saberes vinculados a la racionalidad occidental tan patriarcales.

Para acrecentar, cultivar y cuidar esta sabiduría necesitamos limpiar nuestros sentidos y afinar la mirada para cambiar nuestra percepción y poder descubrir la habilidad de algunas personas, de mujeres concretas, de construir vínculos y desarrollar compromisos, de disfrutar y de comunicar el disfrute, a pesar de la inestabilidad existencial. De conjugar la indignación con el agradecimiento.

Desde la hondura, desde los vínculos, desde la esperanza mantenida, podemos dejar de ver solo lo que queremos ver, de sentir más allá de lo que nos permitimos sentir y de superar la racionalidad utilitarista que tantas veces nos hace perdernos la mitad de la película y nos impide descubrir lo mejor de las demás personas.

Para adentrarse en este terreno sagrado, con toda la humildad, no basta el conocimiento intelectual, por importante que sea estar atentas a las fuentes y expresiones culturales. Hace falta hablar, conversar, conocer y conocerse, entrar en relaciones de igualdad, más allá de las relaciones de prestado, agradeciendo cada avance en territorios que no habíamos transitado antes, reconociendo la dignidad de las personas que ya lo habitan, permaneciendo, a veces, en silencio, para encontrar nuestra fuente de esperanza compartida.

No se trata de escapar de la realidad, ni de huir de la tristeza, sino de alimentar la confianza, porque cuando tenemos eso, vamos con ella, encontramos el sentido que buscamos y entonces entendemos que el amor de Dios está en todo y en cada criatura. Indignación y confianza son dos caras de la misma moneda.