«Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón»

«Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón»

Lectura del Evangelio según san Marcos (12, 28b-34)

Un maestro de la ley que había oído la discusión y había observado lo bien que les había respondido se acercó y le preguntó: – ¿Cuál es el primer mandamiento de todos?

Jesús contestó: –El primero de todos es este: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que estos.

El maestro de la ley le dijo: –Muy bien, Maestro. Tienes razón al afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

Jesús, viendo que había hablado acertadamente, le dijo: –No estás lejos del reino de Dios.

Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Comentario

Del final del capítulo 10 de Marcos saltamos al 12, Jesús y sus discípulos ya en Jerusalén y en polémica con la ortodoxia judía.

Los escribas o maestros de la ley eran personas muy respetadas, eran los teólogos del judaísmo, era gente muy preparada, tenían que saber de memoria todo el Pentateuco y todas sus interpretaciones, y, para poder ejercer, ya tenían que ser hombres maduros por encima de los 40 años. Eran, también, los encargados de escribir, copiar los libros sagrados. Y es un escriba el que se dirige a Jesús para hacer una pregunta después de haber observado cómo, en la explanada del templo, Jesús se desenvolvía en debate con sacerdotes, fariseos, saduceos…

Cuando lo central para un judío piadoso era cumplir la ley a rajatabla y la ley tenía 613 preceptos de los cuales 248 eran mandatos y los 365 restantes eran prohibiciones, más la cantidad de prescripciones, la pregunta era lógica y de interés.

Era normal, y hay registros históricos muy antiguos, donde se intenta dilucidar que preceptos eran los más importantes. El escriba, que se dirige a Jesús buscaba una respuesta también a esa pregunta. Estaba asombrado con la sabiduría de Jesús, cómo se desenvolvía en las confrontaciones con las autoridades religiosas de su pueblo. Seguro que buscaba lo importante y simplificar la relación con Dios, simplificar la experiencia de encuentro con Dios… simplificar la vida intentando hacer la voluntad de Dios, pero con esa sospecha de que la voluntad de Dios no podía ser tan complicada que le agobiara y le llenara de escrúpulos.

Jesús le contesta y tiene dos elementos la contestación, por una parte, solo habla de amor y por otra parte no contesta solo con la Shemá, que para un judío sería suficiente, sino que le responde con un segundo mandamiento que saca del libro del Levítico (19,18): el amor al prójimo. No es solo amar a Dios como bellamente lo recitan los judíos, sino que, tan importante como ese, es amar al prójimo como a uno mismo. Y no es uno primero y el otro después, son los dos complementarios y necesarios. Este planteamiento es radical, su profundidad se nos hace patente cuando escuchamos la parábola del buen samaritano. Y las primeras comunidades sabían que estaba en el ADN de quien siguiera a Jesús: «Si alguien dice: “Yo amo a Dios” y odia a su hermano o hermana es una persona mentirosa; pues quien no ama a su hermano o hermana a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios, ame también a su hermano o hermana» (1Jn 4, 20-21).

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La persona creyente cristiana sabe que su fe tiene implicaciones sociales y políticas. Que su espiritualidad está atravesada por el otro, por la otra. Es una espiritualidad «con carne»[1], «una mística de la proximidad»[2]. La realidad, la historia, la vida, las personas empobrecidas, explotadas… son lugares de encuentro con el Dios de Jesús. «Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber…» (Mt 25, 35ss).

Y debe ser, tiene que ser, un amor eficaz capaz de cambiar las estructuras generadoras de desigualdades en la fraternidad humana y cristiana.

«Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos», decía el obispo de Hipona, san Agustín. Cuando el amor es como el que Jesús nos enseña, todos los mandamientos sobran porque el amor da frutos de amor, no daña, no se aprovecha de los demás y es capaz de dar la vida por los otros.

Los cristianos aportamos un criterio hermenéutico importante en las relaciones personales, en la política, en la economía, en la vida social que constantemente revisa las decisiones que se toman, las leyes que se dictan, las relaciones entre capital y trabajo, entre el capital y la naturaleza. Porque el amor y, sobre todo, el amor al prójimo y al prójimo de Jesús, que son las personas últimas y empobrecidas, es capaz de hacer toda una revolución en la sociedad donde las personas son lo más importante, lo primero.

Pero hay un elemento importante a tener en cuenta, quienes seguimos a Jesús lo hacemos desde un «nosotros-nosotras» que vive la fraternidad como modo de ser y signo del reino, somos comunidad samaritana, no somos solo hombres y mujeres buenos que amamos al prójimo en un buenismo angelical individualista, somos comunidad fraterna con pretensión de ser referentes de una propuesta de reino que intentamos hacer visible y real ese amor al prójimo y, por lo tanto, podemos decir «¡vengan y vean!» (Jn 1, 38-41) es posible amar al prójimo como a ti mismo, es posible otro mundo, es posible la fraternidad.

[1] Jesús Martínez Gordo. Entre el tabor y el calvario. Una espiritualidad «con carne». Ediciones HOAC 2021.
[2] Mariola López Villanueva. Madeleine Delbrêl. Una mística de la proximidad. Sal Terrae 2019.

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