El trabajo en el pontificado de Francisco
Ponencia impartida en las XXX Jornadas Generales de la Pastoral del Trabajo «El gran tema es el trabajo. A los 30 años de la aprobación del documento La pastoral obrera de toda la Iglesia», convocadas por la Conferencia Episcopal Española, los días 23 y 24 de noviembre de 2024 en Ávila.
Queridos amigos, queridas amigas:
Al comenzar esta conferencia, quiero agradecerles por la generosidad de invitarme a estas Jornadas tan trascendentes. Es un gran honor para mí estar compartiendo este encuentro con ustedes, puesto que, efectivamente, como dice proféticamente el papa Francisco en Fratelli tutti, “el gran tema es el trabajo” (FT, 162).
Seguramente este señalamiento del Santo Padre, en su segunda encíclica social, resuena de manera especial en quienes, desde nuestros distintos ámbitos de actuación, tratamos de aportar de alguna manera a la pastoral del trabajo, para que esté acorde a los desafíos que se presentan en el ámbito laboral no solo aquí en España o en toda Europa, sino en el mundo entero.
Así, a los efectos de que mi exposición resulte, tal vez, más sistemática, ordenada y pedagógica, en esta presentación propongo que nos hagamos distintos interrogantes, a los cuales trataré de responder desde mi área de estudio, como es la teología moral social. Se trata de un campo disciplinar puesto al servicio del monumental magisterio social de la Iglesia, en general, y del papa Francisco, en particular, según esta etapa de la historia que vivimos.
¿Es lícito que la teología se ocupe del trabajo?
Debemos tener en cuenta que el discurso teológico debe distinguirse del discurso religioso, del ético y del político. Del religioso por dos motivos, para evitar el riesgo de relativizarse, hasta quedar a la altura de un discurso políticamente correcto para ser aceptado por un mundo secularizado, y por correr el riesgo de ser desplazado al plano de lo privado como mera práctica ritualista invalidando cualquier expresión social; del ético, porque corre el riesgo de quedarse en el plano de juzgar efectos sin cuestionar sus causas; del político porque termina reivindicando el discurso de personas particulares si este coincide con los principios cristianos, pero despojado –para ser tolerado en un contexto liberal–, de todo carácter teológico, es decir salvífico/escatológico.
La teología, en el campo de una economía de la salvación, se ocupa de Dios y de su creación, es decir de la obra de Dios, que es el mundo y el ser humano, imago Dei. En consecuencia es lícito que se ocupe de las causas que originan un modelo cultural que, luego de ser sacralizadas, legitiman un sistema social injusto. En la teología, a diferencia de la filosofía o la política, los principios son revelados de una vez y para siempre.
A partir de esos principios de fe, cada generación reflexiona, en su contexto, si las condiciones culturales son suficientes para que todas las personas creadas por Dios vivan de acuerdo a su dignidad de libres e iguales. Esa reflexión es la de un pueblo pobre –ochlos/pobre– (de ochlos en griego, que significa plebe, gente sencilla), que a partir de la confrontación (agonismo) deviene en sujeto –laos/sujeto– (de laos que significa pueblo elegido, pueblo unido y reunido) de la historia consciente de serlo, y se constituye por ese acto de consciencia en Iglesia, Pueblo de Dios (según la expresión bíblica que recuperó el sacrosanto Concilio Vaticano II), no como momento político del conflicto sino como asamblea permanente que peregrina en la historia defendiendo el origen divino del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con una dignidad conseguida por Jesús, el Cristo, quien con su muerte y resurrección venció al enemigo y consiguió para todos la victoria.
Ese principio revelado es el fundamento desde el cual la teología cristiana discierne, es decir, mira, juzga y actúa en el mundo, en diálogo con las religiones, la ética y la política, para que el pueblo-pobre-trabajador tenga vida, y la tenga en abundancia (Cf. Juan 10, 10).
Cuándo el papa Francisco se ocupa del trabajador, ¿su discurso es político o pastoral?
Sin duda el discurso del Santo Padre es pastoral. La noción de trabajo como garantía de dignidad humana está presente en su mensaje, y no es desacertado especular con la idea de que el contexto cultural argentino en el cual se formó, sumado al discurso episcopal latinoamericano a favor de los más pobres y de la salvación hic et nunc (aquí y ahora), influyen en su pastoral, pero no por eso deja de ser teológica.
Acaso: «¿No es este el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6, 3). Sí, Jesús de Nazaret, el Cristo, era un trabajador pobre, hijo de trabajadores, quien trabajó hasta los 30 años. Sin embargo, muchos cristianos hoy no admiten que una persona de origen humilde en una familia de trabajadores tenga voz pública y se organice en defensa de sus derechos; su condición de trabajador lo desacredita.
Seguidamente, intentaré presentar brevemente el argumento teológico que –en el discurso del papa Francisco– justifica al trabajador como sujeto teológico, histórico y político que lucha por el reconocimiento de una vida buena para él y su familia.[1]
Como el mismo Dios «se hizo pobre» (2 Co 8, 9), entonces, tal y como lo plantea el Papa en su documento “programático”, la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, el camino de la salvación está signado por los pobres. Además, ese camino fue abierto por el sí de María, una humilde muchacha en un pequeño pueblo perdido en la periferia del gran Imperio romano, que llamaba a estas tierras como Hispania. El salvador que el cristianismo profesa «nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2, 24; Lv 5, 7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan» (EG, 197).
Sin embargo «lo seguían multitudes de desposeídos porque había sido ‘enviado para anunciar el Evangelio a los pobres’» (Lc 4, 18) (EG, 197). Pero quiénes eran los pobres: «los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza», dice el Papa, a ellos les dijo: «‘¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!’ (Lc 6, 20), con ellos se identificó porque ‘Tuve hambre y me disteis de comer’, y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25, 35s)» (EG, 197). Entonces, sin lugar a dudas, ocuparse de los pobres también es teológico, y los pobres siempre son trabajadores, aunque estén desocupados, porque para sobrevivir hasta el día siguiente no dependen de una renta.
¿La denuncia pontificia de las estructuras injustas son proféticas?
La teología de Francisco critica el ascetismo religioso y exhorta a involucrarse en el mundo imitando a un hombre-pobre-trabajador, que comió y bebió con sus amigos (lo cual le valió la crítica fariseísta), un hombre singular, el Dios-Hombre (Mt 11, 19).
Cuando se rechaza una teología «involucrada» se asume una posición dualista –no cristiana– que desvaloriza los cuerpos y facilita el trabajo en condiciones de explotación (EG, 24). La teología de Francisco denuncia una cultura que mata (EG, 53), y promueve una teología soteriológica (de sotería, salvación) que comienza aquí y ahora, porque la encarnación «santificó el trabajo y le otorgó un peculiar valor para nuestra maduración» (Laudato si’, 18).
Dios encarga a todos los hombres preservar lo creado y producir frutos, que es creación eterna y constante de los trabajadores como colaboradores de Dios (LS, 124), y relación con lo otro de sí (LS, 125). En el trabajo se ponen en juego muchas dimensiones de la vida: creatividad, futuro, capacidades, valores, comunicación con los demás: «Por eso –dice Francisco–, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que ‘se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos’» (LS, 126).
No se trata solo de salario, dice el Papa, sino también de educación, salud y todo aquello que permite al ser humano expresar su dignidad, pero es el salario justo el que permite el acceso a todos esos bienes en su destino común (EG, 192). Para comprender mejor por qué el Santo Padre considera que una vida digna para los trabajadores es posible aquí y ahora, invito a conocer la condiciones que pueden lograr cuando se organizaron sindical y políticamente, como en el caso de Argentina, contexto que dio origen a la Teología del Pueblo, también conocida como Teología de la Cultura, una de las cuatro corriente de la Teología de la Liberación, según la respetada clasificación del jesuita Juan Carlos Scannone, presente en el magisterio de Francisco.
¿La lucha por la dignidad del trabajador es solo lucha por el salario?
Por un lado están los trabajadores asalariados activos –en el contexto latinoamericano, principalmente de Brasil y Argentina–, que tienen mucho para contar: derecho a huelga, jornada laboral de ocho horas, indemnización por despido, seguro por discapacidad, vacaciones pagadas, salario mínimo y móvil, cobertura de salud para ellos y su familia, horas de refrigerio diario, horas de descanso semanal, feriados pagos (festivos remunerados), jubilación a los 60 y 65 años para la mujer y el hombre respectivamente, centros deportivos y complejos vacacionales familiares, condiciones dignas en el medio ambiente de trabajo, educación pública primaria, secundaria y universitaria libre y gratuita para ellos y sus hijos –y en consecuencia títulos de grado y posgrado profesionales habilitantes dentro y fuera de sus países–, tres meses de licencia por maternidad, días por duelo y por estudió pagos, jardines maternales a partir de los 45 días de edad, seguro de vida y de sepelio, fondos previsionales para primera vivienda, aguinaldo (pagas extras), derecho universal a voto y derecho a formar sus propios partidos políticos.
Pero por otro lado están los trabajadores desocupados que no tienen nada para contar –del resto de los países de América Latina y el Caribe, y también, en los últimos años, Brasil y Argentina–. Esos que no tienen trabajo digno, ni guardería maternal, ni escuela, ni universidad para sus hijos. Esos que no tienen cobertura de salud, que no tienen ni la vida, ni la muerte asegurada. Esos que no tienen ni vacaciones, ni días libres, ni feriados (días festivos), ni días de estudio ni de duelo. Esos que no tienen casa, ni primera, ni segunda. Esos que no tienen deuda porque no tienen crédito. Esos que no tiene ni deporte, ni jubilación. Esos que solo cuentan una larga y acreditable tradición familiar de pobreza porque son hijos, nietos y bisnietos de trabajadores desocupados; lo que se dice una no-clase sin fisura porque la buena vida no pudo filtrarse.
El papa Francisco, como argentino, sabe lo que pueden lograr los trabajadores si se organizan sindicalmente si sus representantes no son corrompidos por el enemigo: el dios dinero. Pero también sabe que en los países donde el sindicalismo no existe o en momentos donde el trabajo tiende a desaparecer, son los movimientos populares los que cumplen esa función.
¿Los derechos sociales de los trabajadores son naturales o culturales?
A los primeros trabajadores descritos en el párrafo anterior los griegos los llamaban demos (pueblo) por ser la parte del pueblo incluida que tiene derechos políticos ya que tienen algo para contar; a los segundos los llamaban ochlos, la parte excluida de todo derecho, político y social, justamente porque no tiene nada para contar.
Pero los derechos políticos y sociales no son naturales sino culturales. Todo derecho social tiene su origen en una lucha por el reconocimiento de una necesidad por parte del Estado. Todo derecho social adquirido es el resultado exitoso de una necesidad manifestada públicamente como demanda por los trabajadores organizados. Cada derecho de los trabajadores es una conquista.
Sin embargo, después de unas generaciones, las conquistas que se originaron en una lucha se naturalizan, sin que los años dejen ver la lucha y el brillo que les dio origen. Tanto se naturalizaron las condiciones de vida dignas para un sector de los trabajadores –conseguida gracias a sus organizaciones sindicales y a sus agrupaciones políticas durante el siglo XX–, que hoy esos mismos trabajadores piensan que trabajador es el otro.
Cuando los trabajadores ya tienen algo para contar piensan que no necesitan organizarse. Incluso, los movimiento populares son percibidos por ellos mismos como instituciones amenazadoras que, con un relato del pasado por la vida buena, quieren impedir la parusía (del griego parousía que significa presencia y se aplicó a «venida», «aparición») consumista de la buena vida, que «ya está presente pero todavía no se ha consumado», según la célebre expresión del teólogo protestante Oscar Cullmann, muy conocida en la teología católica.
Como broche de oro, y a modo de defensa de su interés –y no ya de sus necesidades–, interés que consiste en mantener un status social absolutamente débil como lo es la estabilidad económica y social de un trabajador en actividad –aunque este sea un profesional con título universitario–, eligen democráticamente como representante al enemigo social, un rentista o quien trabaja para rentistas, quien finalmente los traiciona eliminando mediante Decretos de Necesidad y Urgencia (conocidos como DNU, son normas que fija el Gobierno para momentos excepcionales cuya vigencia debe resolver el Congreso) sus derechos sociales conquistados.
¿El Papa es el líder global de los trabajadores en el siglo XXI?
Cuando el discurso sobre el trabajo parecía cosa del pasado siglo XX, un hombre vuelve a instalarlo en el siglo XXI. Ese hombre es el Pontífice romano, cuya palabra es incuestionablemente auctoritas global, es decir autoridad moral dentro y fuera del catolicismo, pero siempre del lado del pueblo-pobre-trabajador. Que su discurso representa a millones de personas trabajadoras en el mundo interpela a la revista Time a reconocerlo, al asumir al pontificado, entre las cien personas más influyentes del mundo.
También Marx y Engels en el Manifiesto de 1848 reconocieron la influencia social y política de un pontífice, lo que no pudieron imaginar que ahora una Papa estaría del lado de los trabajadores y no aliado en su contra. Ciertamente muchas de las categorías usadas por el papa Francisco tienen su origen en la cultura popular trabajadora argentina, por ejemplo la noción de que el «trabajo dignifica».
Esa conciencia de dignidad que tienen los trabajadores en ese país es una señal visible de lo que hizo entre ellos el sindicalismo y el partido político popular por ellos impulsado, pero también de la influencia de católicos comprometidos con el movimiento de los trabajadores organizados.
La lista de derechos enumerada anteriormente no es otra cosa que una muestra de conquistas sociales alcanzadas en el siglo XX en dos países claves de América Latina como Argentina y Brasil. Algo que parece una utopía para trabajadores de otros países, incluso del mismo continente, donde ni siquiera tienen regulado su salario mínimo. Invito al público a revisar al menos un Convenio Colectivo de Trabajo.[2]
¿Es necesaria la mediación sindical para garantizar la dignidad de los trabajadores?
Puede objetarse que en países de condiciones industriales avanzadas, donde se dio el llamado Estado de bienestar o los años dorados del capitalismo, con larga tradición de gobiernos democráticos ininterrumpidos, como Estados Unidos, los salarios justos son suficientes para garantizar condiciones de vida digna sin necesidad de mediación sindical, aunque aquí la historia de parte de Europa ha sido diferente a la de Norteamérica.
Sin embargo, también en ese caso se naturaliza una situación que se consiguió por luchas sociales de los trabajadores. Durante el siglo XIX, en Estados Unidos la mano de obra barata y calificada era proporcionada por los migrantes irlandeses en condiciones de esclavitud, sin derechos civiles ni sociales, ya que la condición de ciudadanos se les negaba bajo la excusa de doble obediencia por ser estos católicos.
Organizados por los obispos jesuitas de origen irlandés, lograron el derecho a la organización laboral y política y con ello el voto universal que hace de la primera república moderna una democracia. Esos trabajadores, que un siglo atrás fundaron el Partido Demócrata y lograron poner un presidente católico en la década de los años 60’ gracias a la creación de universidades para sus hijos, hoy se manifiestan en contra de políticas públicas asistenciales y votan candidatos de derecha[3].
En línea con lo que les compartía, una tradición de lucha política en Argentina hace que, ante la desocupación, los trabajadores no migren sino que se organicen para garantizar el trabajo como reconocimiento efectivo de su dignidad y en esto tuvo mucho que ver el catolicismo, mediante la JOC (Juventud Obrera Cristiana) y el MSTM (Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo).
Ahora, todo lo que un día comienza puede desaparecer. Esa es la diferencia filosófica entre lo contingente y lo necesario. Los derechos sociales y políticos son contingentes, puesto que gobiernos con legitimidad de origen pero que no demuestran legitimidad de ejercicio, pueden desandar el camino de las conquistas de los trabajadores. Y en estos últimos tiempos se ha visto mucho de esto, tanto en América como en Europa.
¿Es la negociación colectiva de trabajo un modo de diálogo social que facilita la unión en la distinción?
El diálogo social, en el Estado constitucional y social de derecho, es la ley como reconocimiento efectivo de una necesidad. El sindicalismo surge en el siglo XIX como modo de organización política de los trabajadores ante la concentración del capital. El modelo sindical brasilero y argentino en el siglo XX es el sindicato único, organizados a nivel nacional por rama de actividad, y no por empresa local donde cada boca es un sindicato. Su organización obliga a la patronal a organizarse bajo la forma de Cámaras.
Ambas partes se sientan a negociar con el aval del Estado. Ese proceso de comunicación recibe el nombre de diálogo tripartito que cierra en un acuerdo que procede de ambos y se denomina convenio colectivo de trabajo (CCT). Sin la mediación del Estado bajo la forma de un código de derecho laboral que reconozca el CCT no hay diálogo real y efectivo en las relaciones de trabajo; es muy difícil que las demandas de los trabajadores por sus necesidades sean reconocidas por la patronal como un derecho sin la mediación del Estado.
Podemos pensar en ejemplos concretos donde el diálogo social fracasa. Por eso, cuando Francisco, en su discurso ante las autoridades de la Unión Europea el 24 de marzo de 2017, dice que el diálogo es la forma de encuentro para garantizar la dignidad de su trabajo, condiciones de vida adecuadas, acceso a la enseñanza y a los necesarios cuidados médicos, habría que aclara que en el campo de lo social el diálogo asume la forma de ley si se trata partes antagónicas, ya que no hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario digno.
Ese mismo día –aniversario del golpe de Estado cívico-militar de 1976 en Argentina–, el Papa puso el acento en la memoria como acto de discernimiento que hace presente el pasado y posibilita un futuro. Una dictadura, precisamente es lo contrario del diálogo, porque suspende la política como espacio de encuentro entre capital y trabajo e instala en su lugar la violencia. Francisco, como argentino, sabe que sin esa estructura en la conciencia de los pueblos «la realidad pierde su unidad». Lo que defiende el Papa no es un conjunto de derechos, sino la dignidad de la vida humana.
¿Crisis institucional o cultura de la muerte?
La idea de «crisis de las instituciones» esconde la necesidad de una nueva hermenéutica –así lo expresa Francisco en su discurso ante la Unión Europea ya mencionado–, por lo cual el tiempo de crisis no es para temer sino para discernir.
Las instituciones políticas tradicionales –como se viene viendo en varios países occidentales–, pierden credibilidad cuando no pueden generar la unión en la diferencia. En su lugar emergen nuevos estilos democráticos, algunos demagógicos que apelan al miedo a la diferencia para ganar consenso general en defensa de intereses particulares y no de necesidades colectivas.
Sin embargo, la fórmula trinitaria de unión en la diferencia, conocida como fórmula calcedónica, es el fundamento de una cultura de la vida según la Teología Latinoamericana de Liberación expresada en el Documento de Aparecida,[4] y la clave hermenéutica para la constitución de nuevas identidades populares.
Ante el fracaso de los estilos políticos democráticos representativos del siglo XX, la parte trabajadora del pueblo promovió durante la primera parte del siglo XXI como alternativa una democracia participativa, a la que la oposición denominó peyorativamente populismo, un término equívoco que el Papa se encarga de instar a dejar de lado en Fratelli tutti, al reponer el sustantivo “pueblo” y el adjetivo “popular” (FT, 157-158).
Así y todo, ciertamente el populismo no es una nueva forma de gobierno, ya que emerge en el mismo marco constitucional y con los mismos mecanismos democráticos de legalización. En todo caso, fue un modo de acceder al gobierno articulando discursivamente demandas insatisfechas en torno a un significante vacío que pudo representar la totalidad inconexa de reclamos (exigencias) pero no pudo frenar la corrupción institucional.
Cuando articuló intereses individuales de los de «arriba» se llamó populismo de derecha, cuando articuló necesidades colectivas de los de «abajo», populismo de izquierda. Sin embargo, ni siquiera los populismos de izquierda pudieron impedir que la corrupción infecte los poderes republicanos y los sindicatos, donde los representantes y delegados del pueblo terminan votando en contra de sus representados. Esto genera una incertidumbre social donde nadie sabe quién gobierna o legisla mañana, independientemente del partido, movimiento o agrupación que lo haya puesto en el cargo.
¿Puede la cultura del trabajo ser una tarea teológica?
A esta pregunta respondo afirmativamente porque, según Francisco, la cultura del relativismo legitima la explotación, como refiere en Laudato si’ (LS, 123) y la perpetua con la idea de autorregulación del mercado, y «si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos?», y agrega «no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes (…) cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva (…), las leyes solo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar» (LS, 123).
El estado de abandono y olvido que sufren muchos trabajadores privados de los recursos necesarios, siendo «reducidos a situaciones de esclavitud, sin derechos ni expectativas de una vida más digna» (LS, 154) es pecado. Porque «una libertad económica solo declamada (…) donde se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio que deshonra a la política. (…) la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (LS, 129).
Según Francisco, «así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata» (EG, 53). El papa latinoamericano pone en evidencia que «ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’». (EG, 53)
¿Qué ocurre con la técnica?
La técnica es la causa de la crisis socioambiental denunciada en Laudato si’ y la ética la salida de esta situación, según mi modo de verlo. La técnica puede ser la causa de la eliminación de puestos de trabajo, pero el desempleo tiene causa ética. La tecnología no necesariamente pone fin al trabajo; por el contrario es una oportunidad para la actividad creativa remunerada. Pero si las horas de trabajo perdidas no se recuperan en otra modalidad laboral, la caída de la democracia representativa es la crónica de una muerte anunciada, ya que sin relaciones sociales generadas por la labor como trabajo, no hay organización; y sin organización no hay representación real. Por consiguiente, el problema no es la técnica sino la tecnocracia, es decir, cuando el discurso tecnológico es la única verdad. Cuando eso ocurre ni siquiera hay ideología; en su lugar solo queda una ética primaria e individualista.
La técnica, devenida tecnocracia –es decir, una amalgama entre ciencia y poder, donde el poder orienta el rumbo de la ciencia y determina los criterios de validez–, no une sino divide. Por eso Francisco no dice que la causa de la crisis ecológica es ética, sino tecnocrática. La tecnocracia es la causa de los cambios sociales cuando el salto tecnológico cualitativo –producto de la suma de saltos tecnológicos cuantitativos acumulado–, produce cambios radicales en los modos de producción, dejando obsoletas las estructuras políticas, económicas y culturales que garantizaban el orden social. Eso produce un caos en el cual, quienes están en una posición aventajada, no generan ventajas para los que menos tienen –como esperaría John Rawls en su mundo ideal de justicia, acompañado de las teorías económicas ortodoxas que le proveen elementos de validez seleccionados parcialmente–, sino concentración de poder a causa de una acumulación desmedida y obscena de la productividad –como lo señala Thomas Pieketty, entre otros tantos economistas heterodoxos cuyo punto de partida para la selección de datos no es la idea de bien sino la experiencia de injusticia–. Cuando eso ocurre –es decir, un cambio tecnológico acaparado por unos pocos en detrimento de la mayoría, a partir de lo cual se determinan las supuestas “leyes” de los mercados–, es cuando la tecnología deviene tecnocracia. Sin embargo, hay dos cosas que permanecen en el cambio: lengua y religión. Ahí está la posibilidad de un cambio de época por causas tecnológicas pero sin costos vitales.
Si una cultura desarrolló la capacidad estética, consistente en escuchar en el lenguaje simbólico el clamor de ayuda de las víctimas hasta sentir su sufrimiento, toma posición con los pobres y discierne con ellos –punto de partida de las religiones–, la transición justa no solo es posible, sino también una oportunidad para mejorar la calidad de vida. La tecnología elimina puestos de trabajo humanos –que se realizaban en condiciones de explotación–, para reemplazarlos por máquinas. Esto no es malo ya que libera a los trabajadores de la explotación y genera más rentabilidad. El problema está en que ese excedente se acumula y concentra solo en unos pocos y no genera oportunidades de labores creativas remuneradas y con garantías sociales para todos. Plata hay, nunca hubo más productividad.
No es mala la tecnología si se busca el modo de prevenir la tecnocracia, porque en la actualidad, por ejemplo, un salto tecnológico genera un desempleo estructural al eliminar puestos de trabajo humano reemplazándolo por robots. Esa misma tecnología genera una productividad de crecimiento exponencial sin precedentes, pero aún no se han diseñado nuevos modos económicos, políticos, y culturales que aseguren una redistribución de la renta acorde a estos nuevos modelos. Por ejemplo, la forma política liberal partidaria, era eficaz en situaciones de -más o menos- pleno empleo, porque el modelo fábrica favoreció la asociación sindical de los trabajadores y la asociación cameral de los patrones, haciendo posible los acuerdos colectivos de trabajo con reconocimiento estatal para asegurar trabajo decente para unos y rentabilidad para otros. Al desaparecer esa modalidad productiva de trabajo, la del empleado asalariado en un espacio físico compartido regularmente, se impide la capacidad de asociación sindical que garantiza el partido como representación de las partes. La falta de representación desacredita la democracia, genera una ética individualista primaria, produce condiciones económicas, culturales y políticas para la corrupción y, en consecuencia, adviene el caos.
¿Partidos políticos o movimientos populares?
De acuerdo a los fundamentos teológicos presentados hasta aquí, el trabajo y el bien común «son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen solo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral» (EG, 203). Pero tampoco, según Francisco «podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado» (EG, 204), porque aun siendo «la política, tan denigrada, es una altísima vocación» (EG, 205).
Ante un escenario de crisis de representatividad, el Papa impulsa la organización de movimientos populares quienes –según mi modo de ver, siguiendo la lógica de la articulación discursiva de los denominados populismos de izquierda–, han articulado sus demandas por necesidad bajo el significante «Tierra, Techo y Trabajo para Todos».
En su discurso[5] pronunciado durante el III Encuentro de los Movimientos Populares en Roma en noviembre de 2016, Francisco señala que el cambio estructural consiste en un proceso de encadenamiento creativo de las acciones de los movimientos populares. Pero esas acciones, según el Papa, «tienen que ser fruto de un discernimiento colectivo que madure en los territorios junto a los hermanos, un discernimiento que se convierte en acción transformadora». No está hablando de una inteligencia partidaria que instituye la conciencia de una clase trabajadora, sino de cada pueblo trabajador, ahora desocupado, constituyéndose como movimiento por fuera de una mediación que, infectada de corrupción, ya no puede representar sus demandas.
Dicho de otro modo, apela a la constitución de identidades populares que sean al mismo tiempo locales y universales –locales por situadas y universales por el carácter último de sus necesidades: la vida misma–, actuando como núcleos de resistencia frente a las estrategias colonialistas. No hay que temer a la unión en la diferencia, dice Francisco, sino a la uniformidad que significa el control global del dinero como «verdadero terrorismo de base» del que se alimentan todos los demás. No teman, dice Francisco, a la articulación discursiva de las demandas populares colectivas por necesidades. Esto aparece en el discurso pontificio bajo la metáfora de construcción de puentes: «todos los muros caen (…) sigamos trabajando para construir puentes entre los pueblos».
Si las instituciones políticas de los trabajadores han sido infectadas con la corrupción, el Papa impulsa en su lugar los movimientos populares para defender el trabajo como garantía de la vida dignidad entre los más pobres: «Cuántas manos atrofiadas, cuántas personas privadas de la dignidad del trabajo (…) cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan su propio trabajo (…) están imitando a Jesús porque buscan sanar, aunque sea un poquito, aunque sea precariamente, esa atrofia del sistema socioeconómico imperante que es el desempleo».
Los de pueblos organizados en movimiento populares aparecen como alternativa al fracaso de la representación partidaria y sindical que se ha vendido al dios-dinero. Los movimientos populares son para el Papa «un proyecto-puente de los pueblos frente al proyecto-muro del dinero» porque, según había expresado Francisco un año antes en su discurso del II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares en Santa Cruz de la Sierra, el 9 de julio de 2015, «el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio».
A modo de conclusión
Si el trabajo es el principal organizador social, el desempleo es el principal desestabilizador. Hoy, más de la mitad de la población mundial activa trabaja desorganizadamente. Sin embargo, hay futuro, pero solo si se reconoce que “el trabajo es cuidado y el cuidado es trabajo”. Esta consigna es impulsada a partir del magisterio social del papa Francisco.
Luchar por la justicia sentados a la mesa de pares –como señala el Papa en Querida Amazonia–, es algo muy distinto a reclamar solo una renta por comida. Para poder sentarse a la mesa del diálogo social, deben ser primero reconocidos como trabajadores; y el reconocimiento institucional es una consecuencia de la organización gremial y sindical.
El síntoma más agudo de la cara social de la crisis ecológica es la desigualdad entre trabajadores formales e informales; entre los que tienen empleo asalariado protegido con derechos laborales y sociales, y los que practican actividades laborales no reconocidas institucionalmente por el Estado. La nueva guerra es por el trabajo: guerra de pobres contra pobres.
El primer paso, para iniciar el proceso de transición justa que impulsa la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Santa Sede, consiste en eliminar la desigualdad entre trabajadores, reconociendo toda actividad humana creativa laboral como trabajo. Esa actividad hoy se ve reducida a tareas de cuidado. De eso se ocupa hoy más de la mitad de la población mundial.
La solución a la desigualdad social entre trabajadores pasa por percibir culturalmente que “cuidado es trabajo-trabajo es cuidado”, y reconocerlo como tal desde el Estado constitucional y social de derecho para equiparar en protección social a todos los trabajadores, según consta en las Recomendaciones 202 y 204 de la OIT.
Hermanos y hermanas:
Quiero concluir remarcando que hay futuro para el trabajo y, agrego, hay futuro entonces para la pastoral del trabajo. No estamos asistiendo al fin del trabajo, sino al fin de un modo de trabajo como empleo asalariado, en condiciones más o menos decentes y con garantías sociales, gracias a la organización de los trabajadores durante el siglo XIX y XX. Hay futuro porque las personas desempleadas siguen trabajando. Por eso, el futuro del trabajo, después de Laudato si’ y del reimpulso dado en Fratelli tutti 162, es reconocer como tal toda labor creativa.
Las categorías tradicionales como empleo formal e informal deben ser revisadas. También nuestra labor pastoral hacia el mundo del trabajo.
Los trabajos domésticos y los trabajos de la economía popular no son reconocidos, pero existen, y hasta se los llamó “esenciales” durante la pandemia de la Covid-19. De ese modo, no solo quedan fuera de los beneficios sociales, sino que el capital acumulado que ellos producen, al no ser remunerado, tampoco es contabilizado en la cadena de valor que conforma el PBI nacional. En consecuencia, el presupuesto estatal destinado a su cuidado sanitario y educativo, no es percibido como inversión sino como gasto público.
La desestabilización de la que ya he hablado tiene dos causas directas. La primera es la atomización del mundo del trabajo, es decir un aislamiento de los trabajadores –a causa del desempleo y el teletrabajo–, que impide la organización que lleva a tomar la decisión de unirse para convertir sus necesidades en derechos y realizar sus sueños sociales. En consecuencia, las organizaciones sindicales y políticas que surgían de esa experiencia de salvación comunitaria durante el siglo XX, pierden representatividad en el siglo XXI. Sin organización laboral el caos social es una amenaza cada vez más cercana, como también la de un nuevo orden político desequilibrado que ocupe el vacío que deja el movimiento obrero si éste no reconoce nuevas formas de organizaciones inclusivas. Pienso que desde la pastoral del trabajo tenemos entonces un gran desafío pero lo debemos enfrentar con esperanza. ¡Muchas gracias!
Notas
[1] Cf. CUDA, Emilce. Para leer a Francisco, Teología, Ética y Política. Manantial. Buenos Aires, 2016.
[2] Cf. CCT de FATERYH: http://www.suterh.org.ar/pagina/convenio-colectivo-trabajo-37804
[3] Cf. CUDA, Emilce. Catolicismo y democracia en Estados Unidos. Ágape. Buenos Aires, 2010.
[4] Cf. CUDA, Emilce. Para leer a Francisco. Op. Cit. Parte IV.
[5] Cf. www.movimientospopulares.org
Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Argentina. Secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina (Santa Sede). Miembro de la Pontifica Academia de Ciencias Sociales y de la Pontificia Academia para la Vida.
Profesora investigadora en la Universidad Católica Argentina (UCA), en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Consultora del CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) para el área de política y trabajo. Miembro del equipo de especialistas internacionales del Programa de la OIT: El futuro del Trabajo, y desarrolla su actividad en el CERAS de París.