El gran tema es el trabajo
Ponencia impartida en las XXX Jornadas Generales de la Pastoral del Trabajo «El gran tema es el trabajo. A los 30 años de la aprobación del documento La pastoral obrera de toda la Iglesia», convocadas por la Conferencia Episcopal Española, los días 23 y 24 de noviembre de 2024 en Ávila.
Introducción
Queridos hermanos y hermanas,
en primer lugar, quisiera agradeceros esta invitación a compartir con vosotros algunas reflexiones sobre el trabajo pastoral. En esta charla intentaré responder a la pregunta: ¿por qué debemos preocuparnos por el trabajo? Veremos cómo ha evolucionado la pastoral obrera a lo largo de los años, y pasaremos a identificar los retos actuales y algunas propuestas para el futuro, aunque las respuestas para vuestro contexto las tendréis que pensar y dar vosotros. Pero, antes que nada, debemos decirnos qué es el trabajo. La forma en que respondamos a esta pregunta determinará también las propuestas.
El trabajo es una dimensión tan importante del ser humano que si no conseguimos expresarnos mediante el trabajo ‘de las propias manos’ sentimos que no pertenecemos a la sociedad en la que vivimos. De hecho, sí, el trabajo es un medio de vida, pero también es mucho más. A través del trabajo decimos al mundo quiénes somos, qué sabemos hacer: no conocemos realmente a una persona hasta que la vemos trabajar. El trabajo es expresión de nuestra dignidad, pero también es compromiso, esfuerzo, capacidad de colaborar con los demás, porque siempre es «con» o «para» alguien. Y, por tanto, nunca es un acto solitario. El trabajo es cooperación, es relación, es el lugar donde nos hacemos adultos de verdad, es nuestra contribución por hacer el mundo más bello: por eso impedir que un joven trabaje es un acto violento, es la violencia de impedirle participar en este gran proyecto. Lo mismo ocurre con las vidas truncadas por un trabajo inseguro. El trabajo también es dolor: nos cansamos más de lo que no podemos hacer bien, que de lo que sabemos hacer bien.
El trabajo, pues, es siempre una actividad espiritual, porque antes y detrás de cualquier actividad laboral –desde una conferencia universitaria hasta la limpieza de un cuarto de baño– hay un acto intencional de libertad, que es lo que marca la diferencia entre un trabajo bien hecho y un trabajo mal hecho. Y es, por tanto, una actividad humana muy elevada en todos los contextos en los que se realiza, incluso, y paradójicamente, en un campo de concentración y exterminio, como recordaba Primo Levi en una de sus conocidas memorias: «Pero en Auschwitz observé a menudo un fenómeno curioso: la necesidad del “trabajo bien hecho” está tan arraigada que impulsa a hacer bien incluso el trabajo impuesto, esclavo. El albañil italiano que me salvó la vida, trayéndome comida en secreto durante seis meses, odiaba a los nazis, su comida, su lengua, su guerra; pero cuando le pusieron a levantar muros, los hizo rectos y sólidos, no por obediencia sino por dignidad profesional» (Levi 1997, p. 85). El trabajo es satisfacer la vocación de las personas, que está en nosotros mismos, e incluso en los muros. Por otra parte, lo que más mina la dignidad de una persona es sentir que el trabajo que realiza es inútil:
«Por sí mismo, el trabajo, por ejemplo, no me parecía en absoluto tan pesado, tan carcelario, y solo bastante tiempo después me di cuenta de que la pesadez carcelaria de ese trabajo no residía tanto en su dificultad y continuidad como en el hecho de que era coercitivo, obligatorio, realizado bajo el bastón. El campesino en libertad trabaja quizá sin comparación más, a veces incluso de noche, sobre todo en verano; pero trabaja para sí mismo, trabaja con un propósito razonable, y se siente incomparablemente mejor que el trabajador forzado en su trabajo obligatorio y para él totalmente inútil. Una vez se me ocurrió que, si se quisiera aplastar y aniquilar totalmente a un hombre, castigarlo con la pena más horrenda, de modo que el asesino más atroz temblara y se aterrorizara de antemano, bastaría con dar al trabajo el carácter de perfecta y absoluta inutilidad y absurdo. (Fiódor Dostoievski).
Por qué la Iglesia se preocupa del trabajo
El fundamento teológico de la encarnación anima la pastoral de la Iglesia. Todo lo que es auténticamente humano es también cristiano, en virtud de la elección amorosa de Cristo de asumir nuestra humanidad. El Verbo que se hizo carne habita las experiencias de lo humano y las hace suyas. No las desdeña, sino que las comparte y desde dentro las transforma, dándoles un sentido renovado.
El trabajo es una de estas experiencias decisivas de la vida de Jesús en Nazaret. A través del trabajo Jesús aprende el oficio de su padre, José. Se le identifica como hijo del carpintero. En Mc 6, 3 se le llama incluso «el carpintero». Un trabajo le identifica. Y por las narraciones de las parábolas, sabemos que Jesús es un fino observador y conocedor del trabajo: encontramos referencias a pescadores, agricultores, viñadores, pastores, sembradores, panaderos, empresarios, jardineros, ganaderos… Todos los oficios de los que muestra competencia, y podemos imaginar que no de oídas. Los años de Nazaret son el periodo en el que aprende sobre la humanidad, también a través del trabajo. Sin esta época fecunda, no entenderíamos los años posteriores de predicación, el lenguaje que utilizó, la familiaridad con la vida ordinaria de la gente de Galilea.
En la Biblia también tenemos un antes y un después. El antes está en la creación continua de Dios Padre «que siempre trabaja» (Jn 5, 17), que nunca deja de dar forma a la vida y mantenerla viva. La imagen del alfarero vuelve a aparecer en los profetas y se subraya en la narración del hombre y la mujer en Gen 1-2. El trabajo de Dios, que desemboca en el descanso sabático, nos permite comprender el trabajo humano. Es una experiencia fundamental que, sin embargo, no puede abarcarlo todo. La pausa del trabajo en el séptimo día es un respiro para contemplar el trabajo realizado. Sin la pausa del trabajo, el propio trabajo se convertiría en esclavitud. Esto lo experimentó amargamente el pueblo de Israel bajo el dominio del Faraón de Egipto. Allí, el trabajo se contaba en números, como ocurre hoy con las pulseras electrónicas o en el pasado en las diversas formas de esclavitud. El trabajo en Gn 1,28 se define como una bendición. No podemos pasar por alto el buen aspecto que se expresa como cultivo y cuidado en Gn 2,15. Los libros sapienciales también tienen una visión positiva del trabajo manual. El artesano, el constructor, el herrero, el alfarero son importantes para la vida social: «sin ellos no se construye ninguna ciudad» (Eclo 38, 36). Los obreros no ocupan puestos de liderazgo, ni siquiera figuran entre los autores de proverbios, no se les alaba como sabios, «pero consolidan la edificación del mundo, y el oficio que desempeñan es su oración» (Eclo 38, 39). También se alaba a la mujer trabajadora (Pro 31, 10-31), un bien para la familia y para la sociedad en su conjunto.
Por otra parte, el Nuevo Testamento queda bien retratado por el apóstol Pablo, que no deja de subrayar su laboriosidad: se dedica al trabajo (fabricación de tiendas) para mostrar su autonomía económica. No quiere ser un mantenido. Pablo recuerda que «el que no quiera trabajar, que tampoco coma» (2 Tes 3, 7-12), recordando el estrecho vínculo entre el trabajo, la vida del misionero del Evangelio y la vida ordinaria. Sin trabajo, la humanidad corre el riesgo de degradarse y empobrecerse. El trabajo contribuye a pertenecer a una comunidad y a vivir en libertad. Contribuye a preservar la gratuidad del ministerio del evangelizador.
Si el mundo bíblico trata del trabajo, también lo hace la reflexión de los creyentes sobre las cuestiones sociales. No es casualidad que la historia de la doctrina social de la Iglesia (DSI), desde la Rerum novarum (RN) en adelante, haya conocido la presencia constante del trabajo. Es el tema que recorre toda la DSI: no hay documento social papal que olvide el tema. Desde la RN de León XIII hasta Fratelli tutti (FT) de Francisco, el trabajo vuelve a ser una preocupación constante. Sin embargo, no faltan importantes reflexiones sobre algunos pasajes cruciales y nuevas concepciones del trabajo. Desde la Revolución Industrial con la cuestión del trabajo hasta la revolución tecnológica con la inteligencia artificial, hay un largo camino por recorrer.
RN considera el trabajo como el principal medio de sustento de la vida: «puede afirmarse con verdad que el medio universal de sustento de la vida es el trabajo, empleado bien en el cultivo de la propia tierra, bien en el ejercicio de un arte, cuyo salario se obtiene en última instancia de los múltiples frutos de la tierra y se intercambia con ellos» (n. 7). A finales del siglo XIX, la Iglesia se preocupó de proteger la propiedad privada, cuestionada por la prédica socialista, pero no renunció a subrayar que existen derechos sacrosantos de los trabajadores que no deben ser pisoteados. La denuncia de la explotación del trabajo de los obreros es frecuente en el magisterio social de la época y posterior, preocupado de que los trabajadores reciban un salario justo y de que se les conceda el descanso semanal y otros derechos que poco a poco se fueron clarificando.
El Concilio Vaticano II, incorporando el pensamiento procedente de la teología del trabajo de Chenu y Congar, desarrolló una visión más amplia y profunda de la actividad humana. La GS 67 afirma: «El trabajo humano, mediante el cual se producen e intercambian bienes o se prestan servicios económicos, tiene mayor valor que los demás elementos de la vida económica, ya que estos solo tienen el valor de un instrumento. En efecto, este trabajo, ya sea realizado de forma independiente o por contrato con un empresario, procede directamente de la persona, que casi imprime su sello en la naturaleza y la somete a su voluntad. Mediante el trabajo, el hombre provee habitualmente a su propio sustento y al de los miembros de su familia, se comunica con los demás, presta servicio a sus semejantes y puede practicar la verdadera caridad y colaborar activamente en la realización de la creación divina».
Esta amplitud de perspectiva, que no limita el trabajo al sustento, sino que lo ve en relación con la sociedad, abre el camino a una reflexión más madura. En 1981, Juan Pablo II dedicó una encíclica social exclusivamente al tema: Laborem exercens. A partir de la cuestión del trabajo, éste se vincula cada vez más a la naturaleza del hombre: «El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el sustento de la vida, no puede llamarse trabajo; sólo el hombre es capaz de él y sólo el hombre lo realiza, llenando al mismo tiempo de trabajo su existencia sobre la tierra. Así pues, el trabajo lleva en sí mismo un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de una persona que trabaja en una comunidad de personas; y este signo determina su cualificación interior y constituye, en cierto sentido, su naturaleza misma» (LE, Introducción). No hay que olvidar que, por primera vez de manera muy eficaz y coherente, una encíclica dedica un capítulo a la espiritualidad del trabajo. Esto significa que no se percibe como una carga o una fatiga, sino como un lugar de santificación.
El camino de la DSI ha dado otros pasos significativos en las tres últimas encíclicas sociales. Caritas in veritate (CV) de Benedicto XVI relee el trabajo en relación con la economía y utiliza la expresión «trabajo digno» para expresar el fuerte vínculo entre la actividad humana y la persona: «¿Qué significa la palabra “digno” aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en toda sociedad, es expresión de la dignidad esencial de todo hombre y toda mujer: un trabajo libremente elegido que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, permita a los trabajadores ser respetados más allá de toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y educar a los niños, sin que ellos mismos se vean obligados a trabajar; un trabajo que permita a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio suficiente para reencontrar sus raíces a nivel personal, familiar y espiritual; un trabajo que garantice a los trabajadores que han llegado a la jubilación una condición digna» (CV 63). El trabajo digno aparece como un diamante de múltiples caras: todo importante, necesario y maravilloso.
El papa Francisco hizo explícita la conexión entre trabajo y cuidado de la creación en su primera encíclica social, Laudato si ‘ (LS): «En cualquier planteamiento de ecología integral, que no excluya al ser humano, es indispensable integrar el valor del trabajo» (LS 124). El trabajo presupone siempre una idea de relación y la hace explícita: si el hombre destruye el mundo o contamina, las relaciones están enfermas; si, por el contrario, se preocupa, significa que el planeta sale embellecido. La reciente FT también se mantiene en este horizonte al anunciar que «el gran tema es el trabajo» (n.162). La fraternidad, corazón del mensaje de la encíclica, sólo puede realizarse en una justa comprensión y valoración del trabajo, que permita a cada persona hacer germinar las semillas que Dios ha puesto en ella. Por eso, Francisco insiste en la necesidad de sustituir la limosna asistencial por el acceso al trabajo para todos. La asistencia es un remedio temporal, el trabajo da dignidad y pone en pie a las personas.
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Historia de la pastoral del trabajo y su desarrollo
Si no parece extraño que la Iglesia se ocupe del trabajo, es igualmente evidente que las intuiciones de la DSI han influido en el trabajo pastoral. Al igual que la DSI ha conocido diferentes épocas capaces de responder a diferentes necesidades históricas, lo mismo ha sucedido con la pastoral. Se pueden destacar algunos pasos fundamentales a lo largo del tiempo.
El primero, es el paso de una lógica reivindicativa a un método de acompañamiento. La explotación de los trabajadores en la era industrial fomentó la reivindicación de derechos, especialmente salariales, para los trabajos más humildes y menos reconocidos. Fue una importante medida, que más tarde evolucionó hacia la voluntad de intervenir siempre que hubiera peligro de cierre de alguna fábrica o industria que hubiera entrado en crisis. Podríamos llamarla la pastoral de las «urgencias», que entra en juego cuando el enfermo está grave o agoniza (cierre de fábricas). El tema es más actual que nunca, sobre todo si tenemos en cuenta que las multinacionales actuales, propiedad de fondos financieros, deciden trasladar una industria basándose únicamente en el criterio del beneficio y en los intereses particulares de los inversionistas, descuidando el impacto sobre las familias y los territorios. Esto da lugar a cierres injustificados desde el punto de vista económico, si no es por la clara voluntad de maximizar los beneficios.
En el pasado, la pastoral ha corrido el riesgo de prestar a estas legítimas demandas su atención exclusiva, pero hoy ya no basta. Nos damos cuenta de lo importante que es acompañar a los empresarios y a los trabajadores para que se consideren parte de una comunidad y de un proyecto. El trabajo, por tanto, no sólo puede ser enfocado cuando entra en crisis o corre el riesgo de generar desempleo, sino que es visto en su cotidianidad. La pastoral acompaña a los trabajadores hasta la responsabilidad. Junto al derecho al trabajo, que lo recoge como hecho social, está la proximidad a la persona trabajadora. Como escribe Gianni Manzone: «El poder económico impone su paradigma de racionalidad instrumental y tiende a extender el cálculo de costes y beneficios a toda experiencia personal y colectiva para determinar el valor y la legitimidad de todo comportamiento. En este contexto, uno se pregunta cómo salvar de la extinción el amor al trabajo bien hecho, la solidaridad, la gratuidad».[1]
El segundo peldaño es pasar de los temas individuales a las interconexiones. La pastoral actual no puede contentarse con separar el trabajo del resto de la vida social, como ocurría en el pasado. Hoy, la cuestión laboral está constitutivamente conectada con las cuestiones medioambientales y sociales. El trabajo repercute en la protección de la biodiversidad y el cambio climático. Las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial pueden reducir los empleos tradicionales, pero también darán lugar a nuevos empleos que actualmente no existen. El propio trabajo está interconectado con las inversiones financieras y las fluctuaciones de la economía. Verdaderamente todo está conectado (LS 92. 220). La pastoral debe alejarse de la lógica de grupos separados que no se comunican entre sí ni con los demás y favorecer una lógica relacional que mantenga a la humanidad en el centro.
El tercer paso es el que va más allá del nivel de competencia de la DSI para tocar la vida de las personas. En el centro debe estar la persona humana en su dimensión vocacional-laboral. La pastoral se ocupa de las condiciones vitales en las que se encuentran el hombre y la mujer que trabajan. El trabajo no es sólo para ganarse la vida, sino que imagina y construye un mundo renovado, atento a la centralidad de la persona: «el trabajo es una dimensión indispensable de la vida social, porque no es sólo un modo de ganarse el pan, sino también un medio para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse, para compartir dones, para sentirse corresponsable en la mejora del mundo y, en definitiva, para vivir como pueblo» (FT 162). Todas estas dimensiones se ven reforzadas por el trabajo. Esta perspectiva ilumina también una visión cualitativa y no cuantitativa del trabajo. Nunca como en esta época, frente al fenómeno de la dimisión del trabajo, la cuestión del sentido ha pasado a primer plano. Curiosamente, la famosa frase que tradicionalmente estaba en boca del empresario al final de una entrevista de trabajo, «ya le avisaré», está ahora en boca de los jóvenes al final de la misma entrevista. Las cosas han cambiado. La pastoral debe ayudar a los trabajadores a mirar en su interior y reconocer en el trabajo la vocación profunda de su vida. La propia flexibilidad y las formas de «smart working» («trabajo inteligente o trabajo ágil» ) están transformando los tiempos de trabajo. Si no caen en la precariedad y la explotación, pueden convertirse en una oportunidad de desarrollo social para la empresa y para quienes trabajan, si valoran la toma de decisiones personalizadas y la responsabilidad de los individuos. En el centro está una trayectoria vital en la que las múltiples experiencias laborales pueden contribuir a la maduración personal.
Un último paso pastoral se debe al cambio de paradigma en la vida laboral de las personas. Mientras que en el pasado se reconocían dos temporadas bien definidas y separadas (la del estudio y la formación y luego la del trabajo), esto ya no es así. La formación es continua, sobre todo por los cambios constantes en el trabajo. De la formación profesional hemos pasado a la formación de profesionalización. Así lo exigen los cambios tecnológicos, los nuevos modelos de vivienda («smart housing») y otros muchos elementos nuevos que han aparecido en la sociedad.
Retos para el trabajo: obstáculos y propuestas
Hay dos obstáculos en particular que limitan la dignidad del trabajo, su sostenibilidad y seguridad: el paradigma tecnocrático y, sobre todo, los límites de la meritocracia.
El paradigma tecnocrático, citando al Santo Padre en Laudato si’, es un modo de entender la vida y la acción humana «que se desvía y contradice la realidad hasta arruinarla» (LS 101). En otras palabras, consiste en pensar «como si la realidad, el bien y la verdad florecieran espontáneamente del poder mismo de la técnica y de la economía» (LS 105). En Laudate Deum leemos que: «En los últimos años hemos podido confirmar este diagnóstico, al tiempo que hemos asistido a un nuevo avance del mencionado paradigma. La inteligencia artificial y las últimas innovaciones tecnológicas parten de la noción de un ser humano sin límites, cuyas capacidades y posibilidades pueden ampliarse infinitamente gracias a la tecnología. De este modo, el paradigma tecnocrático se alimenta monstruosamente de sí mismo». (LD 21).
Una de las consecuencias más visibles del paradigma tecnocrático es el afán de ir cada vez más rápido, de producir cada vez más y de querer cada vez más para aumentar el propio bienestar. Pero este deseo de «más» nos empuja a un círculo vicioso en el que el tiempo y la vida se sacrifican en aras de una supuesta mejora del bienestar material, cuando en realidad, al final, este impulso insaciable produce malestar e insostenibilidad.
Este es el punto principal, en mi opinión, sobre el que hay que reflexionar al tratar el tema de las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial. Podemos preguntarnos cómo cambiará el trabajo, cuál será el efecto de desplazamiento del trabajo humano, pero ante todo tenemos que preguntarnos a dónde queremos ir como sociedad y si queremos renunciar al dios dinero. Parece una lucha contra molinos de viento, pero en realidad es un proceso cultural que hay que iniciar y acompañar. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?
El otro factor que vulnera la dignidad y la sostenibilidad del trabajo es la narrativa de la meritocracia. Una de las razones por las que hoy en día los trabajos más serviles son también los más degradantes y no se consideran dignos es la falsa narrativa del mérito y la meritocracia, que se han convertido en la unidad de medida con la que juzgamos y diferenciamos a las personas en función de lo que hacen para ganarse la vida. Mérito siempre ha sido una palabra ambigua porque está profundamente ligada a la fascinación que el merecer ejerce sobre todos nosotros. A todos nos gustaría ser merecedores de nuestros éxitos (¡menos aún de nuestros fracasos!); a nadie le gusta pensar que su carrera se debe únicamente a la suerte y a las recomendaciones. Pero si observamos cómo se ha utilizado el concepto de mérito, ayer y hoy, en las opciones concretas de la economía y la sociedad, nos damos cuenta de que casi nunca ha estado del lado de los pobres, a los que en cambio se descarta y luego se culpa porque se considera que no lo merecen. La meritocracia es la ideología del mérito. Como todas las ideologías, toma una palabra que nos gusta y nos fascina, y luego la manipula y la pervierte. Y así, en nombre de la asignación de un valor diferente a los que lo merecen y a los pobres, la ideología meritocrática “se ha convertido en la legitimación ética de la desigualdad”.
Ahí radica la paradoja de la meritocracia, pues bastó con cambiarle el nombre para que la desigualdad pasara de ser un mal a ser un bien. Esta paradoja puede explicarse en tres pasos: 1. considerar el talento de las personas como un mérito y no como un don; 2. reducir los numerosos méritos de las personas a los que son más fáciles de medir (hoy en día, ¿quién ve el «mérito» de la compasión, la mansedumbre, la humildad?); 3. considerar el talento como un mérito lleva a recompensar los méritos de forma diferente y, por tanto, a ampliar la brecha entre las personas.
Centrarse en méritos tangibles con resultados medibles entraña el riesgo de dar cada vez menos peso a los méritos intangibles: ¿cuánto se valora en una organización la amabilidad de una persona? Se puede decir que: «el mérito no es sólo talento, es una combinación de talento y compromiso, así que lo que se premia es el compromiso personal». Pero aquí se olvida el elemento crucial: a veces, estar comprometido no es un mérito, es sobre todo un don.
Un sistema social que recompensa a los individuos ya capaces sólo deja cada vez más atrás a los menos capaces, que generalmente no lo son por demérito, sino por sus condiciones de vida.
Permítanme añadir una nota al margen: ¿qué méritos tengo con respecto a mis talentos? Muchos de los que creemos que son méritos son capacidades intelectuales o cognitivas. Como la vida misma, ser superdotado me ha sido dado como un don. La lógica del aprovechamiento de los talentos reitera que todos nacemos diferentes y que se pedirá más a quien más ha recibido, en la búsqueda constante del bien común y no de la exaltación individual del éxito.
El Papa continúa diciendo sobre esta distorsión: «Una segunda consecuencia de la llamada “meritocracia” es el cambio en la cultura de la pobreza. Los pobres son considerados indignos y, por tanto, culpables. Y si la pobreza es culpa de los pobres, los ricos están exentos.
Y añade: «Las ideologías deshumanizadas promueven una cultura muy fea, la “cultura del ganador”, que es un aspecto de la “cultura del rechazo”. Algunos la llaman ‘meritocracia’, otros no la mencionan, pero la practican. Se trata de personas que, centradas en determinados éxitos mundanos, se sienten con derecho a despreciar; desprecian con altanería a los «perdedores». Resulta paradójico que muy a menudo las grandes fortunas tengan poco que ver con el mérito: son rentas, son herencias, son fruto de la explotación de las personas y del despojo de la naturaleza, son producto de la especulación financiera o de la evasión fiscal, derivan de la corrupción o del crimen organizado. En general, muchas fortunas se acumulan de esta manera».[2]
Para remediar estas distorsiones que obstaculizan la dignidad del trabajo, es necesario comprender que el trabajo no debe entenderse únicamente como tener un empleo o «hacer cosas», sino que todas las formas de trabajo tienen que ver con las relaciones con los demás. Y puesto que el trabajo es una relación, debe incluir el concepto de cuidado, porque ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado. Por lo tanto, el trabajo es necesariamente respeto y cuidado de la creación, teniendo en cuenta a las generaciones futuras y a todos los afectados por este trabajo. El trabajo como cuidado es la promoción del bien común. El cuidado es un componente integral del trabajo, que le permite ser transformador. Así lo demuestra el hecho de que Dios creara a Adán y Eva para que se cuidaran mutuamente y cuidaran de la creación.
En la relación entre trabajo y cuidado es necesario subrayar dos puntos de intersección: el trabajo del cuidado y el cuidado que hace posible el trabajo, la dimensión del cuidado inherente a todo trabajo. En la encíclica Fratelli tutti, en el párrafo 64, el papa Francisco escribe: «Admitimos que, a pesar de todos los progresos realizados, seguimos siendo “analfabetos” cuando se trata de acompañar, cuidar y apoyar a los miembros más frágiles y vulnerables de nuestras sociedades desarrolladas.
¿Cómo es posible que hayamos sido capaces de progresar y lograr enormes avances a través del trabajo y, sin embargo, estemos muy rezagados en lo que se refiere a la capacidad de cuidar? Permítanme ofrecer una interpretación bastante radical. No hemos logrado dominar una verdadera semántica del cuidado porque siempre hemos relegado el cuidado a la esfera privada, en particular a las mujeres, y al don y la gratuidad. Esto nos ha llevado a considerar el cuidado menos relevante socialmente que otras funciones. Todos estamos de acuerdo en que el trabajo nos dignifica, en la medida en que la incapacidad laboral provoca malestar social, por no hablar del aspecto económico. Entendemos el trabajo como realización y florecimiento humano. Pero esto no se extiende al trabajo de asistencia.
¿Estamos convencidos personal y socialmente de que cuidar de los demás, no sólo de la familia, es algo que nos hace dignos de vivir en esta tierra? ¿Qué significa cuidar? Son gestos de atención, de ocuparse de quien necesita cuidados en un momento dado: ayudar a un anciano a comer o a vestirse, leer cuentos a un niño, limpiar el entorno en el que viven quienes no pueden hacerlo, etc. ¿Es esto trabajo o no? En la perspectiva bíblica, es trabajo por excelencia. Normalmente, cuando conocemos a alguien por primera vez, nos presentamos (de ahí la primera pregunta: ¿cómo te llamas?), y luego preguntamos: ¿Qué cosa haces? ¿Cuál es tu trabajo? ¿Qué estudias? No les preguntamos: ¿a qué te dedicas? El cuidado suele considerarse una distracción de un trabajo más importante, «subcontratado», normalmente a mujeres; y las personas que tienen que vivir de esta ocupación suelen estar mal pagadas. El mero hecho de que su salario esté por debajo de la media sugiere que el cuidado no goza de una alta consideración social. Debemos llevar la dimensión de los cuidados al ámbito público.
El camino para dar un vuelco al mundo del trabajo en términos de derechos, deberes y seguridad pasa también por considerar la cuestión del cuidado y la atención como un compromiso de toda la comunidad y no de individuos o familias individuales. Esto cambiaría la percepción que tenemos de todo tipo de trabajo. Para ello, tenemos que cambiar las normas sociales del trabajo y los cuidados: el trabajo y los cuidados están interconectados y no podremos valorar los cuidados si no reestructuramos nuestra forma de entender el trabajo.
Insisto: sólo si logramos dar valor social y jurídico al cuidado, podremos conseguir que los deberes, los derechos, la seguridad se conviertan en una dimensión esencial de todo trabajo. El cuidado va más allá, debe ser una dimensión de todo trabajo. «Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en peligro la supervivencia de las generaciones futuras, que no respeta la dignidad de los trabajadores no puede considerarse decente. Por el contrario, el trabajo que cuida contribuye a restaurar la plena dignidad humana, ayudará a garantizar un futuro sostenible para las generaciones venideras. Y esta dimensión del cuidado incluye, en primer lugar, a los trabajadores»[3].
Para promover una cultura que elimine los obstáculos a la dignidad y a la sostenibilidad del trabajo, es necesario, en primer lugar, salir de la lógica del lucro y del bienestar que impone el paradigma tecnocrático es comprender que muchas veces lo que es recompensado por la lógica del mercado no es lo que la sociedad más valora. La lógica del paradigma tecnocrático y la paradoja de la meritocracia no tienen nada que ver con el valor de un trabajador que genera trabajo, con el sentido de lo que hace y con su contribución al avance del bien común y al florecimiento de la humanidad.
Para salir de esta lógica, el Papa Francisco nos insta a elegir la fraternidad frente al individualismo y a escuchar la voz de los marginados de la sociedad, para llevarlos al centro del proceso de cambio.
Si los descartados son reconocidos no como culpables, sino como excluidos de un sistema que valora la competencia y la acumulación, pueden enseñarnos cómo cambiar este sistema. El Santo Padre nos guía en este camino: «Hermanas y hermanos, estoy convencido de que el mundo se ve más claramente desde las periferias. Debemos escuchar a las periferias, abrirles las puertas y permitirles participar. El sufrimiento del mundo se comprende mejor junto a los que sufren. En mi experiencia, cuando las personas, hombres y mujeres, que han sufrido en su propia carne la injusticia, la desigualdad, el abuso de poder, las privaciones, la xenofobia, veo que comprenden mejor lo que viven los demás y son capaces de ayudarles a abrir, con realismo, vías de esperanza. ¡Qué importante es que su voz sea escuchada, representada en todos los lugares donde se toman decisiones! Ofrecedla como colaboración, ofrecedla como certeza moral de lo que debe hacerse. Esforzaos por hacer oír vuestra voz, e incluso en esos lugares, por favor, no os dejéis corromper»[4].
Entonces, ¿cómo podemos cambiar la ruta?
Para quienes se ocupan del trabajo y los trabajadores, la prioridad está clara: empezar de nuevo centrándose en los «trabajadores descartados». Se trata de una categoría amplia y heterogénea: trabajadores con escasa cualificación profesional o competencias obsoletas (pensemos en los trabajadores de más edad y en los empleos transformados por los procesos de digitalización y automatización); trabajadores intermitentes, temporales y de guardia; trabajadores empleados en sectores informales y no regulados; trabajadores de origen inmigrante; trabajadores empleados en actividades extenuantes y peligrosas; trabajadores que sufren condiciones de trabajo injustas y degradantes. Está claro que una sociedad no puede «progresar descartando». Un bien no puede ser bueno para mí si no lo es también para el otro.
Por eso, en palabras del Santo Padre, «debemos encontrar nuevas formas para que los descartados actúen, para que se conviertan en artífices de un nuevo futuro. Debemos implicar a la gente en un proyecto común que no beneficie sólo a los pocos que gobiernan y toman las decisiones. Debemos cambiar el funcionamiento de la propia sociedad a partir del Covid. Cuando hablo de cambio, no me refiero sólo a que tengamos que atender mejor a tal o cual grupo de personas. Me refiero a que esas personas que ahora están en los márgenes se conviertan en protagonistas del cambio social. Esto es lo que hay en mi corazón»[5].
Por tanto, el deseo es que, como Iglesia, podamos seguir denunciando, vislumbrando nuevas perspectivas, acompañando procesos.
Muchas gracias por su atención y ¡ánimo con su trabajo!
Notas
[1] G. Manzone, Teologia morale economica, Queriniana, Brescia 2016, 235.
[2] Encuentro de Movimientos Populares promovido por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, Discurso del Santo Padre Francisco, Palazzo San Calixto, 20 de septiembre de 2024.
[3] Audiencia a los participantes del XXVII Congreso Mundial de UNIAPAC, 21.10.2022
[4] Videomensaje del Santo Padre Francisco con ocasión del IV Encuentro Mundial de Movimientos Populares, 16 de octubre de 2021.
[5] Papa Francisco, Soñemos de nuevo.
Secretaria del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral (Santa Sede)
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