Yo vengo a entregar mi corazón

Yo vengo a entregar mi corazón

Acabo de terminar una rápida primera lectura de Dilexit nos, casi con carácter de urgencia, y siento la necesidad de hacer una lectura mucho más pausada de esta encíclica, porque, de entrada, podría dar la falsa impresión de que Francisco pretende recuperar una devoción a las imágenes del Sagrado Corazón que nos devuelva a una piedad intimista, –que a lo sumo se expresaba en las imágenes de nuestros hogares, o en las chapas que clavadas en la puerta de casa, o en las jaculatorias que repetíamos mecánicamente– alejándose de todo lo que ha sido el eje de su pontificado, expresado nítidamente desde Evangelii gaudium, su exhortación primera y programática. Pero nada más lejos de esta impresión apresurada.

No hay que olvidar que esa imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano (58).

Francisco nos invita a purificar la devoción al sagrado Corazón de Jesús. Quienes quieran encontrar en esta encíclica un retorno a piedades intimistas alejadas del seguimiento de Jesucristo, y del inexcusable contenido social del kerigma, pueden desistir de ese empeño.

Porque si en Evangelii gaudium Francisco ya insistía en que para llevar a cabo la misión evangelizadora hacía falta evangelizadores con espíritu y en su magisterio ha ido definiendo el contenido social concreto que supone anunciar la buena noticia de Jesucristo en el momento histórico actual en que como humanidad nos encontramos, en esta encíclica vuelve a recalcar que no es posible la misión evangelizadora, si no es animada por el Espíritu que nos habita desde el encuentro con Jesucristo, y que mueve nuestra manera de pensar, de sentir, y de vivir al modo del corazón misericordioso de Dios que Jesús de Nazaret encarna y anuncia.

No hay vida cristiana que no nazca de la experiencia creyente de sentirnos y sabernos amados por Dios de manera infinita, y es la conciencia cotidiana de ese amor la fuente de la que surge nuestra capacidad de amar y servir. Es esa experiencia de amor la que nos impulsa a ser misión con nuestra vida, y la que impide que la misión evangelizadora, que la experiencia creyente del seguimiento, se reduzcan a un mero activismo social, porque del mismo modo que en el corazón de Cristo encontramos el afecto divino, solo desde él podemos vivir el mismo amor divino a nuestras hermanas y hermanos.

Y es que bastan pocas palabras en nuestro lenguaje para anidar en ella cuanto de más humano y divino hay en nuestra vida personal y social. Una relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo (17). Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive (23).

Sin que estemos ante una encíclica estrictamente “social”, creo que lo que Francisco nos descubre es que el amor solo es amor que nace del corazón de Jesús, cuando en nuestra vida se transforma también en amor social, en fraternidad, en cuidado y compasión. Así nos dice que lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común (217).

“Porque el Corazón de Cristo es éxtasis, es salida, es donación, es encuentro. En él nos volvemos capaces de relacionarnos de un modo sano y feliz, y de construir en este mundo el Reino de amor y de justicia (28). Nuestro corazón unido al de Cristo es capaz de este milagro social, porque tomar en serio el corazón tiene consecuencias sociales (29). Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor” (167).

Baste fijarnos en la extensa parte de la encíclica que fundamenta bíblica, patrística, y teológicamente la devoción al Sagrado Corazón, recorriendo también la experiencia de los santos y el magisterio de la Iglesia.


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O la que dedica a reflexionar sobre la “reparación”. Un concepto que hasta hoy todavía se relacionaba exclusivamente en el ámbito litúrgico y cúltico de las “ofensas a Dios”, y que el Papa recupera en su sentido más teologal, que es el de reparar y sanar las relaciones heridas y rotas por el pecado, sobre todo estructural, con Dios, con mis hermanas y hermanos, especialmente los más empobrecidos, y con la creación.

Reparar y sanar solo puede hacerse restaurando la fraternidad y el cuidado con aquello que Dios ama, con quienes Dios ha creado a su imagen y son los amados de Dios. Igual que amamos a Dios en los hermanos, reparamos la imagen de Dios en la imagen herida de la humanidad. Hay todo un dinamismo social y político en la devoción al Sagrado Corazón que hemos de recuperar. “Necesitamos que todas las acciones se pongan bajo el ‘dominio político’ del corazón”, dice en el número 13.

Pero, por eso mismo, la reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística, un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo (184). Reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa (185). Necesita la experiencia del perdón.

“Entregándonos junto al Corazón de Cristo, ‘sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo’; esto ciertamente implica que seamos capaces de ‘unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo’; pues bien, ‘esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador’. Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza (182)”.

“Esto nos invita ahora a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre”. (163)

El corazón es en nuestro lenguaje el motor de la vida, el lugar de los afectos, el de los dolores y las alegrías, también el del amor, el consuelo, la compasión. Es lo que anida en nuestro corazón –nuestro tesoro– lo que puede suscitar y avivar la esperanza.

Lo cantábamos no hace mucho, y aún tiene sentido cantarlo: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a entregar mi corazón”. El de Cristo nos lo devuelve Francisco purificado y latiendo con fuerza en esta encíclica.