Memoria agradecida y mirada esperanzada a los 10 años de Iglesia por el Trabajo Decente

Memoria agradecida y mirada esperanzada a los 10 años de Iglesia por el Trabajo Decente

A finales del siglo XX (1999), el abogado, diplomático y político democratacristiano colaborador del Gobierno de Allende, Juan Somavía, entonces director de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), presentó el programa de esta organización, que reúne a Gobiernos, empresarios y sindicatos que promueve la justicia social en el trabajo.

Por aquel entonces, la desregulación de las relaciones laborales estaba en pleno auge de la mano de la globalización económica.

La OIT vio la necesidad de defender una concepción del trabajo íntimamente ligada a la justicia y la dignidad de la persona. Así fue cómo se añadió el adjetivo de «decente» al concepto trabajo (decent work, en inglés), aunque los hispanohablantes estaban más familiarizados con el término «trabajo digno».

Somavía entendía que la calidad de una sociedad se mide por la calidad del trabajo que ofrece a sus ciudadanos y planteaba la necesidad de que gobiernos, empresarios y trabajadores unieran esfuerzos para que las personas de todo el mundo puedan disponer de «trabajo decente».

El trabajo decente, el empleo digno, como concepto, traía al primer plano las aspiraciones de las personas y familias durante su vida laboral y reenfocaba la mirada de las entidades comprometidas por la justicia social.

De un modo casi intuitivo, el término se asociaba al empleo productivo, remunerado justamente, en condiciones de seguridad, con acceso a la debida protección social, así como al desarrollo en igualdad de las personas y familias y al ejercicio de derechos fundamentales, como la libertad de expresión, de organización y participación.

Esta noción de trabajo no era en absoluto ajena para la Iglesia. En 1891 el papa León XIII en la encíclica Rerum novarum decía: «No considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de las personas».


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Posteriormente, en 1959, Juan XXIII, habló del «salario justo» y de «la prioridad» del trabajador y de la trabajadora sobre los beneficios, en Gaudium et spes, mientras que Juan Pablo II en Laborem exercens de 1981 reflexionaba sobre la espiritualidad del trabajo.

Pero es que, además de palabras, la Iglesia, de la mano de Juan Pablo II, respaldó el llamamiento de la OIT a promover una coalición mundial por el trabajo decente, en la celebración del jubileo de los trabajadores del 1º de Mayo del año 2000.

Fue Benedicto XVI, el Papa que en su encíclica Caritas in veritate de 2009, incorporó el propio concepto de trabajo decente, que definió como «un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer».

Tales declaraciones encontraron la debida acogida en el ámbito eclesial. El 13 de junio de 2013 varias organizaciones de inspiración católica e instituciones del vaticano acudieron a una reunión de la OIT para incluir en la agenda de desarrollo 2030 el trabajo decente para todas las personas en todos los lugares y empezaron a pensar en la conveniencia de unir esfuerzos para involucrar a la comunidad cristiana en esta tarea.

Finalmente, el 5 de mayo de 2015, seis organizaciones españolas: Cáritas, la Conferencia Española de Religiosos (CONFER), Justicia y Paz, la Juventud Obrera Católica (JOC), la Juventud Estudiante Católica (JEC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) presentaron la Declaración Iglesia unida por el trabajo decente (ITD) en nuestro país.

Desde entonces, en prácticamente todas las diócesis hay presencia de personas, entidades y organizaciones que juntos y juntas recorren un camino reclamando que el trabajo no sea una pesada carga, sino un espacio de realización personal, donde el trabajo sea para la vida y una vida digna. Es una voz de la Iglesia y para la Iglesia que mira la realidad del trabajo con los ojos del Evangelio.

La tarea de las mesas diocesanas es visibilizar la realidad de las personas trabajadoras de su entorno y mostrar que los cristianos y cristianas no somos indiferentes a estas situaciones de injusticia, explotación e inhumanidad.

La vivencia de la fe en el obrero de Nazaret es siempre impulso para restañar las heridas que la organización social infringe a las personas y comunidades, para construir un reino de justicia y fraternidad que permita a todas las personas responder a su vocación más íntima, también en la esfera fundamental del trabajo.

Para ello, se hace imprescindible llevar las situaciones más precarias de trabajo al interior de la Iglesia para que la comunidades y pastores acompañen el dolor, la pena y la desesperación de tantas mujeres y hombres. Muchos de ellos han sabido escuchar y responder con cariño, decisión y entrega.

También sigue siendo necesario denunciar públicamente que el desempleo, la vulneración de los derechos, la siniestralidad, el trabajo indecente… conducen al aumento de la desigualdad y a que las personas sientan que no son tratadas, respetadas y valoradas como seres humanos con derechos y deberes.

Pero el compromiso también es el de unir esfuerzos con otras organizaciones sociales, sindicales y políticas para propiciar un cambio de mentalidades y así contribuir a un cambio de estructuras y a construir alternativas de trabajo digno, de modo que acompañando la vida de las personas en precariedad contribuyamos a que el bien común no sea un sueño sino una realidad.

En esa tarea lleva la ITD ya 10 años, caminando con dificultades, pero también con esperanza, porque el trabajo decente nos hace mejores a todos y a todas. Sabiendo y proclamando que el trabajo que no cuida a las personas trabajadoras tampoco cuida la casa común y, por ello, no es un trabajo decente.

 

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Artículo publicado originalmente en la revista ¡Tú!