Francisco propone el “amor de Cristo” como base para construir “un mundo justo, solidario y fraterno”

Francisco propone el “amor de Cristo” como base para construir “un mundo justo, solidario y fraterno”
Dilexit nos, (Nos amó), la cuarta encíclica del papa Francisco, ofrece una meditación sobre “el amor del Señor” que pueda inspirar los esfuerzos de la renovación eclesial, pero también propone un diálogo con el mundo sobre la necesidad de recuperar el “corazón”.

El documento está dedicado al misterio del amor humano y divino, con motivo del 350 aniversario de la primera manifestación del Sagrado Corazón de Jesús en 1673.

En el punto 9 de esta encíclica queda ya de manifiesto la intención de Francisco. “En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones”.

El Papa ha escrito un bello texto para recuperar “la importancia del corazón” en la vida eclesial y social en medio de un mundo desgarrado por las guerras, la injusticia, la desigualdad y el desprecio a la casa común. Después de todo, el amor de Cristo es “revelación de la misericordia del Padre” (77).

“La devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana en la medida en que significa nuestra apertura, llena de fe y de adoración, ante el misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto que podemos sostener una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio”, especifica Bergoglio.

“El racionalismo griego y precristiano”, “el idealismo postcristiano” o “el materialismo en sus diversas formas” han ido socavando el papel del corazón, metáfora del amor gratuito y de la pasión por lo más profundamente humano, explica el Papa, hasta el punto de que “el corazón ha tenido poco lugar en la antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña”, provocando que el pensamiento acabe en un “un individualismo enfermizo” (10).

El corazón, entendido más allá de su definición por “la biología, por la psicología, por la antropología o por cualquier ciencia”, resulta “una de esas palabras originarias “que significan realidades que competen al hombre precisamente en cuanto totalidad (en cuanto persona corpóreo- espiritual)” (15). La reivindicación del Papa parece de lo más oportuna, dado que “en el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor”.

Precisamente, “lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta (20).

El corazón aparece como “ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo” que todo lo unifica. “Si allí reina el amor, una persona alcanza su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado” (21), plantea Francisco.


También puedes leer — Carta encíclica Dilexit nos del papa Francisco


De hecho, apunta que “nuestras comunidades sólo desde el corazón lograrán unir sus inteligencias y voluntades diversas y pacificarlas” (28). Pero para que pueda ser así, hace falta “el auxilio del amor divino”, el “Corazón de Cristo”, “horno ardiente de amor divino y humano”, “la mayor plenitud que puede alcanzar lo humano”, “donde nos reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar” (30).

A continuación, Francisco hace un recorrido teológico por las implicaciones para el Pueblo de Dios del misterio del amor de Cristo, volviendo a tradición, la devoción y las propias Escrituras, así como subrayando la incorporación del magisterio reciente, en línea con sus anteriores encíclicas sobre la fraternidad y el amor civil.

También se detiene en señalar algunas experiencias históricas muy concretas en que se manifiesta en toda su plenitud el impacto del amor de Jesucristo a la humanidad, como las vividas por santa Margarita María de Alacoque, san Claudio de la Comlombière, san Carlos de Foucauld, santa Teresita del Niño Jesús o san Vicente de Paul.

“En las experiencias espirituales de santa Margarita María, junto a la ardiente declaración de amor de Jesucristo, encontramos también una resonancia interior que interpela a dar la vida”, afirma Francisco, quien matiza que “sabernos amados y depositar toda la confianza en ese amor no significa anular todas nuestras capacidades de entrega, no implica renunciar al imparable deseo de dar alguna respuesta desde nuestras pequeñas y limitadas capacidades” (164).

El amor en la vida social

Si hasta aquí, el Papa ha reflexionado sobre misterio del amor divino, para hacer un llamamiento a la comunidad cristiana a impulsar una nueva devoción y comprensión de lo que supone para la vida de fe, en el capítulo V entra de lleno en su impacto en la vida social y en la Iglesia en la que se inserta.

“Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor” (167).

En este capítulo, cita a Carlos de Foucauld para establecer que “la caridad ha de irradiar de las fraternidades, como irradia del corazón de Jesús” y explicar que el deseo de identificación de este santo francés con Jesucristo lo convirtió en “un hermano universal” que “dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quería albergar a la totalidad de la humanidad doliente en su corazón fraterno. “Nuestro corazón, como el de la Iglesia, como el de Jesús, ha de abrazar a todos los hombres” (179).

Bergoglio alude a la promesa de “reparación” y reconstrucción del bien y la belleza” de la propuesta cristiana, capaz de construir “la tan deseada civilización del amor, reino del Corazón de Cristo”, en expresión de Juan Pablo II (182).

Sintetiza de algún modo su planteamiento al dejar escrito que “la reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística, un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable. Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo” (184).

Aunque, señala Francisco, “tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa” (185).

En este llamamiento a restaurar este mundo herido, Francisco indica la necesidad de pedir perdón. “La reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón […]” (187)

Pero también “el compromiso concreto con los hermanos” (191), una vez más, alentado por “el amor misericordioso”, para lo cual “no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y transforme el mundo” (198).

La propuesta de Bergoglio, al fin y al cabo, no es otra que desarrollar “esta forma de reparación que entiende como “ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura”, siendo capaces de “ir más allá del mero “consuelo” a Cristo” para que se convierta “en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo” (200).

El papa Francisco defiende en esta encíclica una espiritualidad enraizada en la vida y comprometida con la dignidad de las personas. “¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales?”

Por ello pide leer “la Palabra de Dios en toda su integralidad” teniendo en cuenta que “tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle”. Antes de terminar este último capítulo, recupera “la dimensión misionera de nuestro amor al Corazón de Cristo” (205), dentro de la vida en comunión del Pueblo de Dios, “porque “si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús” (212).

Ya en las conclusiones finales, el papa Francisco aclara que “este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común” (217).

Así, frente a un mundo que “sólo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas”, el Papa insiste en que “el amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y sólo él puede liberarnos de esa fiebre donde ya no hay lugar para un amor gratuito”.

“Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente” (218), nos dice antes de reconocer que “la Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades” (219).

“Sólo su amor hará posible una humanidad nueva”, afirma el papa Francisco que se despide pidiendo al Señor Jesucristo que “de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno”.

“Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea”, finaliza Bergoglio.