La sombra del duelo migratorio: el sufrimiento invisible de los asentamientos en la periferia
Cada día, miles de personas viven en la sombra de nuestra sociedad, en la periferia de pueblos agrícolas. Son vidas marcadas, en numerosas ocasiones, por un sufrimiento silencioso derivado de la migración. Migrar no es solo cambiar el lugar de residencia. También implica enfrentar numerosas pérdidas y desafíos y adaptarse al entorno cultural del país receptor. Este conjunto de reacciones ante las pérdidas y eventos traumáticos es conocido como duelo migratorio que, en situaciones extremas, se define como “síndrome de Ulises”.
Con el deseo de buscar una vida mejor, muchas personas abandonan sus hogares. Sin embargo, a menudo se enfrentan a una realidad que no cumple sus expectativas, precaria y sin oportunidades. Ser mujer enfatiza esta vulnerabilidad, pues con frecuencia el motivo por el que huyen se reproduce en el asentamiento que habitan en el país de destino: violencia y persecución sexual o de género.
En medio de esta desilusión, los asentamientos migrantes, como los que se encuentran en diferentes regiones de España, se convierten en un símbolo del fracaso de un sistema que no cumple sus promesas. También reflejan una sociedad que ignora la realidad de aquellos que viven a su lado, pero en las sombras. Este ciclo continúa, alimentado por historias de éxito distorsionadas y expectativas poco realistas.
En los asentamientos las condiciones de vida son muy precarias. Los migrantes tienen que enfrentarse a la falta de acceso a servicios básicos como agua potable, saneamiento e infraestructuras adecuadas. Viven en condiciones de hacinamiento, con viviendas de plástico que, más que protección, suponen un riesgo ante los incendios. El acceso a atención médica es limitado y el riesgo de enfermedades y lesiones es constante.
Pero más allá de las condiciones físicas, aquellos que residen en estos lugares hacen frente a un sufrimiento invisible.
Angustia emocional e incertidumbre
El sufrimiento percibido en los asentamientos migrantes es multifacético y omnipresente. Los residentes enfrentan la angustia emocional del proceso migratorio vivido, teniendo que hacer frente a una realidad muy distinta a la esperada, en la que predomina la lucha diaria por satisfacer sus necesidades básicas y la incertidumbre y vulnerabilidad sobre su futuro.
A todo lo expuesto se suma el sentimiento de humillación y el estigma de ser marginados y discriminados de forma abierta o sutil por la sociedad de acogida. Esto en ocasiones se traduce en comportamientos basados en la desconfianza y la hostilidad.
Reproducir este comportamiento en el sistema sanitario impide la atención satisfactoria de sus necesidades, e incluso repercute en su salud mental, lo que puede derivar, según explican algunos estudios, en episodios de desórdenes del estado de ánimo, estrés, depresión, ansiedad, así como problemas mentales severos.
La situación de la migración también se relaciona con la falta de apoyo social, pobre integración social, preocupación por la familia o amigos en el extranjero, conflictos familiares, acoso escolar y estrés por aculturación.
Las cicatrices invisibles
Este sufrimiento deja cicatrices invisibles que pueden afectar profundamente a la salud mental y el bienestar general de los residentes e influye en todas las facetas de sus vidas, desde las relaciones familiares hasta las oportunidades laborales, llegando a exteriorizarse a través de enfermedades físicas, somatización, problemas de sueño y falta de apetito.
Pero a pesar de las adversidades, siempre vuelve la luz en la oscuridad. Las buenas prácticas de convivencia pueden marcar la diferencia en la vida de los residentes. La creación de espacios seguros y acogedores, así como el apoyo familiar y comunitario, el sentimiento de pertenencia y poder mantener prácticas culturales y espirituales desempeñan un papel crucial en la experiencia de los migrantes y contribuyen no solo a la integración y el sentido de pertenencia en la comunidad de acogida, sino también a la capacidad de adaptación y resiliencia personal.
Programas comunitarios que promuevan la solidaridad y el apoyo mutuo pueden brindar un sentido de comunidad y pertenencia. Sin embargo, para poder llevar a cabo estos programas es necesario estudiar este fenómeno en profundidad. Es necesario conocer la realidad, ponerla en valor y poder ofrecer cuidados y servicios culturalmente competentes e individualizados acordes a las necesidades de cada persona. La visibilidad de esta realidad comienza por el poder de acción individual, que nace al reconocerla y dejar de ocultarla.
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Artículo publicado originalmente en The Conversation.
Investigadora predoctoral en el Departamento de Enfermería
Universidad de Huelva