La Fundación Harribide va más allá de la acogida institucional, al implicar a “la parroquia y el barrio”
José Alberto Vicente, cura diocesano que presta su servicio pastoral en la parroquia de San Antonio de Etxebarri (Bizkaia), lleva cerca de 15 años dedicado a la acogida e inserción de los jóvenes migrantes. Me he encontrado muchas veces por distintas razones con él desde que leí una crónica sobre su labor.
Un día le propuse tener una detenida conversación. Aceptó inmediatamente. Pero la conversación inicial dio lugar a otras posteriores. Fruto de tales conversaciones son estas líneas. En la primera de las ocasiones hemos quedamos las 12, en su despacho para luego comer juntos con los chicos que estén en casa.
Lo primero que me llama la atención es la atipicidad del despacho. Allí hay un poco de todo, además de las estanterías –habituales en cualquier dependencia administrativa– se pueden ver pertenencias de los jóvenes, fotos de premios y reconocimientos, paisajes del desierto, maletas, cajas, lo necesario para la liturgia… La verdad es que parece más un bazar chino que una dependencia pastoral al uso… Por suerte –le comento con amigable ironía– hay una silla en la que me puedo sentar y empezar la conversación, tras haber tomado juntos un café.
¿Cómo empezó todo este fregado en el que ahora estás metido?
Bueno, toda esta historia comenzó con la acogida en mi casa de Ibarrekolanda (Bilbao) de un chico preso que estaba en el tercer grado. Le dejaban salir una vez al mes gracias a la Asociación Izangai. Me preguntaron si podía acogerle. Les dije que sí. Se me ocurrió hablar de este asunto con tres cuadrillas del barrio para ver si me echaban una mano y, a la residencia en mi casa, se sumaba la posibilidad de estar acompañados por ellos, compartiendo su plan de fin de semana. Así empezó todo: este chico venía a mi casa, comía y dormía allí y participaba en los planes que tenía para ese fin de semana una de las tres cuadrillas implicadas.
Sucedió que, ante la avalancha de migrantes de aquellos años, la Asociación Izangai empezó a acoger gente migrante. Esta es una asociación con vocación de acoger a los más excluidos. Por eso se ubicó, a propósito, en la zona de San Francisco. A esta Asociación pertenecía, como voluntario, nuestro amigo común, Fede Ruiz de Hilla, abogado, como muy bien sabes. Un buen día me preguntó: ¿por qué no acoges en casa a un inmigrante? Y yo le dije, bueno, vale, y entonces me envió a un chico. Este chaval, a diferencia de los anteriores, ya no venía solo los fines de semana. Venía a vivir y vivía conmigo, bajo el paraguas de la Fundación Izangai, sin dejar de ir a las clases y de hacer más tareas. Y ésa fue mi primera acogida. En esta época yo estaba ejerciendo de cura en Ibarrekolanda. Por eso lo acogí en la casa en la que vivo allí.
Después, al aceptar venir a la parroquia de San Antonio de Etxebarri, nos juntamos los animadores de las dos asociaciones de tiempo libre y la parroquia y pusimos en marcha la Fundación Harribide para llevar adelante todo el proceso de implicación de la parroquia en el barrio y, de esta manera, propiciar lo que hoy se llama “dinamización comunitaria”.
En principio, las actividades de la Fundación no tenían nada que ver con la acogida de jóvenes emigrantes. Era –y es– un proyecto de intervención y desarrollo comunitario en el tiempo libre, tanto con la infancia, la adolescencia y la juventud como con familias, personas mayores, etcétera.
En concreto, ¿en qué consistía ese “proyecto de dinamización comunitaria”?
Empezamos cuatro personas de la parroquia. Una vez erigida la Fundación, comenzamos a poner en marcha cosas poquito a poco: primero la casa de la Juventud, luego la casa de adolescentes, luego la escuela de padres y posteriormente, otros proyectos.
La casa parroquial se utilizaba para actividades pastorales, para reuniones de los grupos de matrimonios, de monitores, y más grupos; pero nadie dormía en ella. Es cierto que yo me quedaba alguna noche. También se utilizaba la cocina para comidas, meriendas, etc.… Hasta que un buen día, hablando con la gente de la asociación Izangai, les ofrecimos la posibilidad de que enviaran tres chicos –de los que ellos acogían– para vivir aquí.
Tratamos el asunto en el Consejo de la Comunidad. La gente, al principio, tenía miedo. Por un lado, se preguntaba: ¿inmigrantes aquí? ¿cómo serán? ¿qué problemas nos van a dar? Pero, por otro lado, su espíritu cristiano les decía: tenemos que ser capaces de acoger a las personas y estos son necesitados.
En medio de las dudas que generaba la iniciativa, les propuse dar un paso adelante, atendiendo, a la vez, a sus cautelas: Mirad, les dije, que vengan. Que va mal, pues a la calle y se acabó. Y si va bien, pues adelante. Vale, vale, de acuerdo, dijeron. Y así empezó todo. Vinieron tres chicos subsaharianos con piel de color negra. Uno de ellos –no deja de ser una triste anécdota– había sido niño guerrillero.
Vamos, que había venido huyendo de su país, tras haber sido manipulado para participar en la guerra.
Sí, sí. Y, además, todos ellos se encontraban en situación ilegal: no tenían papeles ni nada de nada. No sabían castellano, estaban tirados en la calle, de cualquier manera, y habían sido acogidos por la Fundación Izangai.
En el primer encuentro que tuvimos les dije que los acogíamos, que tendrían una vivienda normal y que ya no tendrían que andar por la calle. Y así fue como empezamos.
Fue una primera experiencia maja, porque igual estábamos en la sala, reunidos o cenando un grupo de matrimonios a las 20:00 h de la noche, y llegaban ellos a casa, uno a uno o juntos y tenían que pasar por el comedor para subir a las habitaciones ¿Hombre, qué tal? Quedaos a tomar un café, venga, vamos a cenar juntos. Así empezó todo.
A los pocos días, vinieron otros dos. De estos cinco primeros, dos de ellos se han casado, están trabajando, tienen hijos y siguen viniendo por aquí a misa los domingos porque son cristianos. No son musulmanes. Después de misa solemos irnos a tomar un vino, están con la gente y se sigue manteniendo una relación muy maja. Sus niñas preguntan y se interesan por todo. A veces ellos me dicen: oye, tenemos que quedar un día para comer con la gente de la parroquia y del barrio. Lo organizamos y listo. La relación y el trato son muy gratificantes: para ellos y para nosotros
¿Y así fui como empezó todo esto, ¿no?
Si. Después de esta primera experiencia, nos dijimos que teníamos que organizarnos mejor. Y fue entonces cuando acordamos, con la Fundación Harribide, un proyecto de acogida a jóvenes inmigrantes. Vimos que teníamos que diseñar un proyecto: qué hacer con ellos, cómo hacerlo, quién les atiende, etc. Era necesaria una organización. Harribide lo asumió y, de nuevo, nos pusimos en marcha, pero de otra manera. Acordamos que en la casa parroquial podían residir unas 7 u 8 personas. Preparamos las habitaciones, los baños, la cocina y, a partir de entonces, una persona -profesional- se encargaba de coordinar. Empezamos a pedir alguna subvención para poder pagar al profesional. No hacía falta para la alimentación o para apoyar a los chavales. Esos eran dos capítulos que cubríamos con lo que aportaba la gente de la parroquia y del barrio y con voluntarios.
Y sucedió lo que era previsible, cuando se empieza una cosa que responde a una necesidad real: que comenzaron a aparecer más y más chavales tirados en la calle. Y, por tanto, la necesidad de buscar algunos pisos para poder acogerlos: otro en Etxebarri y otro en Portugalete…
¿Alquilados?
Sí, sí, alquilados a personas propietarias o mediante inmobiliarias.
Y las subvenciones ¿de dónde procedían? ¿Del Ayuntamiento, de la Diputación?
Fundamentalmente del Gobierno Vasco para el proyecto de acogida de la Fundación Harribide. Como te he dicho, primero estuvo trabajando una persona. Luego nos preguntamos si podríamos incorporar económicamente otra, porque hacían falta más.
Hablas de personas liberadas económicamente, es decir, de profesionales…
Sí, sí, hablo de trabajadores. En estos momentos, está el piso de aquí, el de la parroquia de San Antonio. Está la casa cural de Bedia, la de los sacramentinos de Areatza-Villaro con quienes tenemos un acuerdo. También lo tenemos con la comunidad de Salesianos de Deusto: allí están conviviendo 5 o 6 chavales. Y recientemente en Santutxu. Está también mi casa de Ibarrekolanda. Además, en la parroquia de Ibarrekolanda tenemos un proyecto especial: hemos habilitado unas dependencias, pero solo para dormir y nada más que para dormir. Y otro igual, en la parroquia del barrio de Bolueta. Lo característico de estos dos últimos sitios, es que los chavales entran en ese espacio, más o menos, hacia las ocho de la tarde y salen -como muy tarde- a las 8 de la mañana para ir a clase. Y todos los días hay una familia del entorno que cena con ellos.
Y si no quiere cenar con ellos, les lleva la cena. En total, vienen a ser unas 30 personas -solas o acompañadas por otras- las que prestan este servicio en cada uno de estos dos lugares.
Esto exige una buena organización, además de responsabilidad personal o familiar…
Claro. Esto supone contar con un voluntariado organizado. El proyecto tiene el valor añadido de que los chavales pueden sentirse más acogidos -no solo desde lo institucional, que es el educador-, sino también por la gente de la parroquia y del barrio. Y facilita que tanto la gente de la parroquia como la del barrio, además de conocer la situación de esos chicos, colaboren en su integración y normalización: sencillamente, porque los conocen, tratan con ellos y comen con ellos. Esa experiencia es multiplicadora en la parroquia y en el barrio, en particular, cuando -encontrándote con alguien, tus amigos o tu cuadrilla- comentas que cenas con estos chavales y les transmites lo que vives con ellos y lo que piensas de ellos. Esto es algo bueno; muy bueno.
¿Cómo está organizado cada piso? ¿Viven con ellos los monitores?
No, no, los monitores no viven con ellos. Es algo imposible. Te cuento: lo normal es que haya un monitor por cada tres pisos. Por ejemplo, de los pisos de Arrankudiaga, Bedia y Santutxu. Este monitor pasa una vez a la semana por cada piso, o las veces que haga falta. Y lo hace para ver, plantear lo que hay que revisar o retocar y acompañar y está pendiente de todo lo que pasa. Cada uno de los chavales tiene un educador de referencia. Además de este importante servicio, hay otros, desempeñados por los voluntarios: por ejemplo, los que colaboran en los campamentos en época de vacaciones y los que les dan clases de castellano para aprender la lengua.
Por tanto, el voluntariado solo interviene en las cenas, en los campamentos y dando clases…
Sí. Sí. Pero se me olvidaba decirte que también tenemos lo que llamamos las parejas lingüísticas, es decir, personas que se comprometen a estar hablando dos horas a la semana con un chaval, a tomar un café para que vaya cogiendo soltura en el castellano. Y, como te he adelantado, también hay voluntarios y voluntarias para participar -junto con los chicos acogidos- en los campamentos en Semana Santa, Navidades y Verano; y también en las comidas especiales en los días señalados (Fiesta del cordero y otras)
¿Cuál es, diariamente, el programa de vida de un chaval acogido en estos pisos?
Se suelen levantar a las 6 o 6.30 ya que los cursos a los que tienen que ir empiezan a las 8. Se asean, desayunan y se marchan a sus respectivos centros de formación cogiendo el metro, el autobús. Algunos acaban hacia las dos. Otros tienen a la tarde algún otro curso. Lo que se pretende es que tengan un oficio que les permita prestar un trabajo profesional e independizarse. A eso de las cinco, más o menos, acaban. Nosotros lo que queremos es que no desaprovechen el tiempo: y si, por la mañana, tienen clases de castellano, que a la tarde puedan hacer un curso de profesionalización y, si a la mañana tienen un curso, a ver si a la tarde pueden continuar con otro. Esa es nuestra idea. Luego, no siempre hay cursos y todo esto.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)