Un mundo al revés
A veces me pregunto por qué tomé un día la decisión de seguirle. En ocasiones he llegado a pensar que fue por influencia de Juana, en cuya casa vivía como sirvienta y a la que me sentía siempre agradecida porque me recogió de pequeña cuando murieron mis padres.
Mi infancia había sido tan desdichada que, a pesar de que ella siempre me trató bien, yo vivía entristecida y sombría, consciente de que, lo mismo que el hambre se había llevado a mis padres, mi vida estaba encerrada para siempre dentro de los muros amenazadores de una pobreza de la que nunca podría escapar.
Pertenecía al grupo de los que no poseíamos herencia ni derechos, de los que jamás podríamos ir por la vida con la frente levantada, como caminan los hombres y las mujeres libres a quienes Dios ha bendecido con la dignidad y la fortuna.
Juana estaba casada con Cusa, mayordomo de Herodes, y eso les permitía tener numerosa servidumbre y vivir con desahogo y cierto lujo: por eso causó una gran conmoción entre los sirvientes la decisión de nuestra señora de incorporarse al grupo de un galileo itinerante llamado Jesús.
¿Quién es ese hombre, pensé,
que se atreve a hablar así
de la felicidad? ¿Qué clase
de dicha es esa que está
en poder de los que, como
yo, sabemos de pobreza,
de hambre y de sufrimiento?
Cusa, su esposo, no se opuso a su decisión: él mismo se había entusiasmado con aquel hombre después de haberle escuchado en varias ocasiones, se consideraba también discípulo, aunque no de manera pública y era el primero en entregar gran parte de sus bienes en sostener a aquel extraño conjunto de hombres y mujeres, agrupados en torno a un no menos extraño maestro.
En apariencia me uní a mi señora movida por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia ella, pero en realidad había en mí un motivo más hondo del que quizá no fui consciente en el primer momento.
Un día, mientras servía la mesa de mis señores, oí unas afirmaciones sorprendentes que habían escuchado de labios de Jesús:
Dichosos vosotros, los pobres, el reino de Dios os pertenece. Dichosos los que ahora pasáis hambre, porque os saciaréis. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis….
¿Quién es ese hombre, pensé, que se atreve a hablar así de la felicidad? ¿Qué clase de dicha es esa que está en poder de los que, como yo, sabemos de pobreza, de hambre y de sufrimiento? ¿Qué Dios es ese del que habla, un Dios a favor nuestro, dispuesto a saciarnos, a consolarnos y a cambiar en risas nuestras lágrimas?
Fue en ese momento cuando comprendí que tenía que conocerle, que tenía que estar junto a él para descubrir el secreto de aquella vida plena, digna y feliz que, según él, estaba ya dentro de mí y de aquel Reino del que yo, sin saberlo, era ya poseedora.
Ahora voy con él y cada día descubro algo nuevo de esa vida buena que él promete, o mejor, que irradia de él como una luz que le desborda de lo más hondo.
Ya he aprendido que no se consigue buscándola ni esforzándose por ella. Y también que se encuentra como quien encuentra un tesoro y lo acoge con júbilo.
Con el mismo júbilo con que un mercader se queda deslumbrado al darse cuenta de que a sus manos ha ido a parar, sin saber cómo, la perla más bella y valiosa que siempre anduvo buscando. •
Teóloga