El deseo de consuelo. Sí y no a la búsqueda
En un breve intervalo de tiempo he podido constatar que la palabra “consuelo”, de conocida raíz latina, que evoca una deseable ayuda para el alivio o la calma en el sufrir de alguien, suena de modo muy distinto en los oídos de algunos y suscita incluso reacciones contrapuestas. En busca del consuelo fue no hace mucho el título elegido por el canadiense Michael Ignatieff, autor de varios trabajos en el terreno de la ética, que se presenta como una posible ayuda para vivir con esperanza en tiempos oscuros según el propio subtítulo. Algo que el autor intenta a través de un recuento de nombres de relieve que han perseguido esa meta –aunque no la lograran plenamente– y que merecen ser recordados por ello en un repaso de la historia.
Sin embargo, una actitud nada concesiva se puede encontrar en nuestro tiempo en la opinión de algunos que zanjan la cuestión por considerarla inútil y hasta insensata. A propósito de un caso reciente, pienso que las energías y el trajín exigidos para lanzar con éxito un libro han podido inducir a una escritora joven a considerar el consuelo como un término “de perdedores”.
Se puede objetar con razón que el del consuelo es un naturalísimo deseo que cualquiera de nosotros ha sentido nacer en los momentos bajos de su pequeña historia personal. Y que ofrecer alivio sigue siendo un favor siempre agradecido por los otros, cercanos o lejanos. Tampoco deja de ser honroso para el creyente buscar ser consolados por la promesa de bien definitivo, la que viene de parte del Dios en quien cree. Aunque no haya que olvidar la grave advertencia que llega desde autores “espirituales” y que Simone Weil recoge en La gravedad y la gracia: “La religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para la verdadera fe”. Solo “por añadidura”, podríamos traducir, cabe esperar el consuelo de Dios.
Y sigue siendo verdad que ni las “contraindicaciones” de quienes lo consideran una debilidad, ni esta última advertencia, y ni siquiera la crítica radical de Marx al efecto “opiáceo” de una religión que aliena –que el propio Ignatieff comenta en unas páginas–, pueden negar legitimidad al innegable deseo de ser consolados, ni a la búsqueda de alivio que sentimos nacer espontáneamente en nosotros ante el fracaso, el dolor o la tristeza. Basta pensar en lo que nos sucede cuando la pérdida de alguien cercano nos golpea o en los momentos en que sorpresivamente nos sobreviene un sufrir entre los posibles.
Que el dolor ronda por el mundo y se sienta por turno a los pies de cada uno, avisaba hace siglos Esquilo en su Prometeo. Hay desconsuelos terribles y temibles. Y nadie puede negar humanidad –y belleza– al poco de alivio que, con gestos, palabras o silencios, los humanos nos podemos ofrecer mutuamente a la vista de unas lágrimas, o en momentos de decaimiento nada infrecuentes.
Un empeño solo parcialmente logrado
El filósofo Ignatieff confiesa en el prólogo que el suyo es un intento de decir a creyentes o no –él se sitúa entre los segundos– que, en algunos momentos privilegiados, gracias a la belleza de las palabras y la música, ha experimentado lo inexplicable del regalo que llamamos consuelo. A partir de esos momentos personales en que las notas aplicadas a los Salmos han jugado ese papel, reconoce que escribe siguiendo “el impulso de buscar consejo en los grandes hombres y mujeres que vivieron tiempos más desolados que los nuestros y que encontraron consuelo en obras de arte, filosóficas y religiosas que siguen a nuestro alcance…”.
Leyendo estos capítulos tenemos la impresión de que esa búsqueda equivale a la que, en otros contextos, se presenta como la pregunta por el sentido de la vida. Otra fórmula para decir la inquietud que nos atraviesa. El repaso, que va desde Cicerón a Vaclav Havel, el activista checo que ha dejado constancia de su indomable decisión de “vivir en verdad” en sus Cartas a Olga, pasa por unas cuantas vidas marcadas por esa búsqueda, a veces casi fallida, otras errática, y algunas más. testaruda o resignada: “No es difícil responder de nuestros éxitos –es una cita del que llegó a ser presidente de su país después de pasar años de clandestinidad y cárcel– pero asumir la responsabilidad por los propios errores, asumirlos sin reserva como fallos realmente propios… ¡eso sí que es tremendamente difícil! (…) Solo este es el camino… hacia una renovada confianza en mis propios asuntos, hacia una mirada radicalmente nueva dentro de la gravedad misteriosa de mi existencia en cuanto tarea incierta y dentro de su sentido trascendental”.
Como en otros casos de buscadores incansables, el de Havel es un logro valioso. Porque halla consuelo en el juicio de su conciencia, nunca distante de la ética. Pero hay otras vidas que solo conocen un modo de consuelo resignado tras búsquedas, al menos en parte, erráticas o fallidas. Con todo, el empeño incansable en ese buscar que se registra en algunas existencias no deja de impresionarnos, porque parece surgir de lo más secreto. Y advertimos que la muerte resulta el escollo más difícil de eludir, incluso para quienes hubieran querido ignorarla o han logrado finalmente cierto sosiego en la vida después de vencer amenazas nada leves.
En el volumen que comentamos –obra de un estudioso no creyente– hay párrafos que se hacen eco del desgarro de Job, y otros más que describen la conmoción profunda que producen las súplicas dolientes de los Salmos. También encuentra un espacio el “poderoso lenguaje” sobre el consuelo-esperanza de las Cartas de Pablo: “Como anciano que se encontraba al final de un largo camino –concluye esta lectura– Pablo sabía que no viviría para ver la Segunda Venida del Mesías. Sabía que había servido hasta el límite de sus fuerzas y sabía que la prueba de lo que había conseguido estaba en el amor de los que iba a dejar atrás. En su amor… había recibido la única señal que los humanos pueden tener de cómo puede ser el amor de Dios”(pág. 52)
Y siguen páginas que ayudan a considerar el alto precio que debieron pagar por la renuncia a un consuelo quienes aceptaban el consejo ciceroniano: “Si queremos ser virtuosos, debemos despreciar la muerte y el dolor: la filosofía nos dará la medicina para desdeñarlos” (pág. 64). Un consejo de timbre viril que, sin embargo, no llegó a curar la soledad y los temores de Marco Aurelio, el emperador pensativo. Ni, pasados unos siglos, bastó para acallar las interrogaciones filosóficas del cristiano Boecio, resignado al fin ante lo incompresible de los sucesos que marcaron su trayectoria, y sobre todo ante su propia muerte.
En este listado de buscadores hay menciones extensas que siguen el rastro del buscar en las biografías de personajes que han entrado en la historia: Condorcet, Lincoln, Marx, Mahler, Weber, Camus… Y notas más breves dedicadas a nombres de nuestro tiempo, reunidos por la hondura de su testimonio. Porque sus gestos acertaron a demostrar que hay resortes en la humanidad que ni el horror ni las mayores desgracias llegan a arruinar. Son nombres de gentes que, si bien hallaron imposible alcanzar el consuelo deseado, dejaron constancia de que hay una grandeza indiscutible en hacerse cargo de lo inconsolable cuando se presenta en la propia vida o en las de los otros: “Enfrentándole a sus muertes –confiesa Ignatieff– aprendí que el consuelo es al mismo tiempo un proceso consciente, por el que buscamos el sentido de nuestras pérdidas, y una inmersión inconsciente en los recovecos de nuestras almas, en la que recuperamos la esperanza. Es el trabajo más arduo, pero también el más gratificante que hacemos, no podemos evitarlo. No podemos vivir en la esperanza sin tener que contar con la muerte o con la pérdida y el fracaso” (pág. 254).
Ya en las páginas finales, con las palabras de un poeta admirado, el autor asume que el consuelo sigue siendo el trabajo de toda una vida constantemente recomenzado, que vale la pena proseguir aunque solo pueda gustarse en un momento. Valor, lucidez y determinación para dejar algo que pueda consolarnos es la aportación de algunos hombres y mujeres que en siglos pasados o cerca de nosotros, han experimentado, cada uno a su modo, la zozobra del sinsentido. Más que las doctrinas –viene a concluir– nos consuelan las personas con su presencia cuando necesitamos afrontar nuestro propio desconsuelo o salir de la desolación, que son estadios cercanos.
El consuelo de la esperanza
En el espacio dedicado a su lectura de los Salmos, y desde luego a partir de algunas frases de Pablo, a quien considera nada menos que “creador del consuelo cristiano”, Ignatieff deja abierta una posibilidad de seguir preguntando por la relación que el consuelo guarda con la esperanza, tomada ahora en su sentido y alcance cristianos. Una cuestión bien presente en la espiritualidad y la teología actuales. De hecho, para la tradición en la que se inscribe el Apóstol, creer en Dios es hallar la fuente de “una esperanza mayor ”. Una fuente que desborda nuestra hondura humana pero que de ningún modo resta valor al ánimo sereno que, como la historia muestra, algunos han logrado a costa de grandes fatigas.
Hay que recordar esta conjunción de esperanzas porque, contra malentendidos que se han dado, el ofrecido por la fe no es un consuelo que exima de nuevas búsquedas ya que somos “salvados en esperanza”, como dice expresamente el texto bíblico. Y porque nuestro esperar es un aguardar confiando, un esperar el cumplimiento con cierto temblor.
La esperanza cristiana –se repite con verdad y realismo– no nos libra de las lágrimas y no equivale a una tranquilidad que desconoce momentos de desesperanza. Ya Víctor Hugo advertía que “el ojo no ve bien a Dios mas que a través de las lágrimas” y que “la esperanza más alta sale del duelo más profundo”. Y en propio lenguaje paulino en el que restalla la esperanza de resurrección, se formulan en secuencia: sufrimiento-paciencia- virtud probada y esperanza.
Ahora bien, sabemos que, aunque apenas en penumbra, quien dura en la espera afronta con serenidad la muerte, el escollo que se ha mostrado infranqueable hasta a los más tenaces en la búsqueda.
Concluyendo
La búsqueda confiada de un consuelo definitivo no ha caído en desuso aunque en la maraña de las redes alguien opine en un pódcast que “tener esperanza te hace infeliz”. Hay palabras antiguas que conservan su capacidad de sanar. A quienes pueden/podemos estar tentados de desistir en la búsqueda, o ser proclives a pensar, como Macbeth y otros clásicos, que la vida es solo “una sombra que pasa”, ayudará recordar que es posible sumar un consuelo que llega desde arriba al intentado con nuestra propia fatiga.
Hay una grandeza en la búsqueda de consuelo y en el durar en la esperanza que se puede advertir en la existencia de hombres y mujeres fuertes, y geniales, que en ocasiones se han visto gravemente amenazados por la desesperanza. Tienen el mérito de haberse apoyado en la sabiduría y en la fortaleza, que es como decir en las posibilidades humanas de vencer las desdichas, aunque tuvieran que aceptar en silencio la certeza de la muerte.
Pero sabemos también que hay una esperanza que tiene su arranque en la fe y que en verdad cumplirá su atrevida promesa: “la esperanza no defrauda”. La reconocemos como un don que nos asiste en el despliegue de otros dones y que nos ofrece consuelo en nuestras dolencias más secretas. Semejante esperanza y consuelo son un regalo que ha de pasar de las nuestras a otras manos crispadas o temblorosas: “consolaos mutuamente con las palabras de resurrección”, escribe el Apóstol en su carta a los Tesalonicenses. Aquel que –como ha percibido con justeza Ignatieff– “empezó a reformular el mensaje de consolación para los que habían esperado bastante, habían perdido a sus seres queridos y no estaban seguros de que la promesa fuera a cumplirse” (pág. 47).
Y no deberíamos olvidar que la esperanza de un consuelo definitivo, el que anhelamos con el apoyo de la fe, incluye a su vez el deseo de que la esperanza mayor se cumpla también para aquellos que no esperan: “Que todos tengan tu cielo”, rezaba Charles de Foucauld.
Licenciada en Filosofía y Letras (Clásicas) por Universidad de Barcelona y Doctora en Teología por Universidad Pontificia Santo Tomás (Roma). Profesora emérita en la Universidad Pontificia de Salamanca (Inst. Superior de Pastoral, Madrid ) y en la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid).