Conversión ecosocial radical en Cuaresma: ¿Son los vulnerables nuestra prioridad?

Conversión ecosocial radical en Cuaresma: ¿Son los vulnerables nuestra prioridad?
FOTO | Carolina Jaramillo, VÍA Shutterstock

Unos días antes del miércoles de ceniza salía a la luz un estudio en la revista Science Advances que corroboraba la altísima probabilidad (un 95%) de que la corriente del Atlántico Norte se pare de golpe entre 2040 y 2070, lo que significaría la entrada en un tiempo de incertidumbre con consecuencias impredecibles para el planeta, debido a un drástico cambio en el régimen de estaciones y de lluvias, y a la disminución de temperaturas (se estima que en Escandinavia bajarían en torno a 30°C en invierno).

Un dato como este viene a confirmar, una vez más, la prioridad absoluta que debe tener en nuestros proyectos de vida la dimensión de la ecología integral que nos propone el papa Francisco. El tiempo se acaba, y no es retórica ni ganas de meter miedo. Se acaba sobre todo para las personas vulnerables, esas que han emitido muy poco CO2 a la atmósfera, pero que desde hace décadas sufren las consecuencias del calentamiento global producido por la acción humana, ese Antropoceno que se sigue negando en demasiados foros y espacios de la Iglesia, como nos recuerda Francisco cuando afirma que “me veo obligado a hacer estas precisiones, que pueden parecer obvias, debido a ciertas opiniones despectivas y poco racionales que encuentro incluso dentro de la Iglesia católica” (Laudate Deum, LD, 14).

Es necesario, por tanto, nombrar, aunque sea de manera sumaria, las consecuencias que la crisis ecosocial que vivimos globalmente está produciendo en las comunidades más vulnerables y empobrecidas de la casa común. En primer lugar, es importante recordar que mientras el 50% de la población con menos ingresos produce el 10% de las emisiones mundiales de CO2, el 10% más rico emite el 49%, y el 1% más rico (77 millones de personas), emite el 16% de las emisiones totales (las mismas que los 5.000 millones de personas más empobrecidas del mundo). Junto a ello, y como expresión manifiesta de la inequidad que recorre el planeta, los países más contaminantes son los mejor preparados para hacer frente a los efectos del cambio climático, mientras que los menos contaminantes cuentan con muy pocos medios para hacerle frente. A ello se suma la ridícula ayuda que están dispuestos a poner sobre la mesa los países ricos para que quien no contamina y no dispone de medios económicos pueda mitigar daños y adaptarse a la nueva situación.

Si no fuera porque estamos hablando de la falta de futuro, del sufrimiento y de la muerte de millones de inocentes, daría un poco de risa leer el objetivo 13º de los ODS, que habla de que la comunidad internacional debe adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos. Objetivo que, según la OIT, incide en los demás, especialmente en el 8º, relativo al trabajo decente y a una transición ecológica justa. No resulta extraño, por tanto, que el Papa haya lanzado el grito profético de Laudate Deum, en el que apela al Evangelio y a la fraternidad universal para llamarnos a una acción comunitaria radical: “con el paso del tiempo advierto que no tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre” (LD, 2).

Como nos recuerda Manos Unidas en la campaña de este año, el cambio climático multiplica las amenazas existentes y empeora la situación en aquellas partes del mundo donde ya sufren altos niveles de presión en referencia a medios de vida, disponibilidad de recursos y seguridad alimentaria.

Otra cuestión olvidada en los medios es la migración por motivos climáticos. La figura del desplazado y del refugiado climáticos no cuenta con cobertura en el corpus normativo internacional. Las organizaciones que se dedican a acompañar a las personas refugiadas están haciendo esfuerzos para que se reconozcan estas figuras. Algo que en la práctica va a ser complicado, pues sólo en el subcontinente negro se espera que en los próximos diez años emigren 60 millones de personas por motivos climáticos. Según Manos Unidas, si la situación climática se agrava, para 2050 podría haber en el mundo 1.000 millones de personas migrando por este motivo.

En relación al trabajo decente, el cambio climático puede poner en riesgo 1.200 millones de puestos de trabajo a nivel mundial, el 40% de la mano de obra. A ello se suma la pérdida de salud laboral, debida sobre todo al estrés térmico y a la exposición a la contaminación atmosférica producto de la quema de combustibles fósiles. Las más afectadas son las personas trabajadoras de países de ingresos bajos y de pequeños estados insulares en desarrollo, las personas trabajadoras rurales, las personas empobrecidas y los pueblos originarios. El aumento de la esclavitud laboral infantil es otro “daño colateral” al que la comunidad internacional asiste indiferente.

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No podemos dejar de remarcar que el cambio climático incide en la salud de las personas y de los grupos vulnerables: aumento del dengue y la malaria, extensión de estas enfermedades a zonas donde habían sido erradicadas; zoonosis provocadas por la pérdida de biodiversidad; disminución de las cosechas por inundaciones, sequías y aumento de las temperaturas, con la correspondiente malnutrición y desnutrición infantiles; escasez y contaminación de fuentes de agua dulce… Son ejemplos significativos que ponen a amplias regiones del África subsahariana, a la cuenca del Amazonas y al sudeste asiático como zonas cero de la desprotección, la pérdida de derechos, el sufrimiento y la muerte amplificadas por los efectos del cambio climático. Sobre la agricultura y la pesca a pequeña escala el cambio climático ha exacerbado la desigualdad de ingresos, ha reducido las rentas de los hogares y ha socavado la seguridad alimentaria, afectando de forma desproporcionada a las mujeres. De manera complementaria, el impacto de la agricultura y la ganadería intensivas y el extractivismo sobre las emisiones de CO2, la deforestación y la contaminación de tierras y ríos afecta especialmente a los pueblos originarios, como expresión manifiesta de que el agonizante modelo capitalista es, además de suicida, ecocida, y se ceba en los inocentes.

El panorama anterior, que pudiera parecer apocalíptico (pero es la pura realidad), a las personas cristianas debería llamarnos a la acción confiada –una confianza que, siguiendo a Guillermo Rovirosa, debería ir acompañada de “santa ira”–. Una acción que nazca de la fe en un proscrito, un judío incómodo, asesinado por los poderes políticos y religiosos de su época. Desde mi experiencia personal, la esperanza cristiana pasa hoy por mirar con humildad y receptividad a las comunidades empobrecidas, aprendiendo de su resiliencia, de sus motivaciones y de cómo afrontan sus luchas. Los pueblos originarios, a pesar de estar siendo literalmente machacados en muchos lugares del planeta, ni son ecoansiosos ni tecnooptimistas. Al contrario, además de vivir en comunión con la naturaleza, experimentan y viven que la comunidad, la gratuidad y la valentía al servicio de las luchas comunitarias son las fuentes de la vida. Tengo la convicción, parafraseando a Ignacio Ellacuría, que la Iglesia panamazónica es hoy lugar teológico fundamental donde sopla el Espíritu al que tenemos que abrirnos las viejas y no tan sabias comunidades cristianas occidentales. Por ello, me gustaría que esta Cuaresma la comunidad hoacista reflexionásemos y orásemos con valentía si nuestra apertura al Espíritu pasa hoy por dos tipos de conversión radical: 1) Una conversión profunda de nuestros hábitos personales y comunitarios de vida, consumo, transporte y ocio. 2) Hacer radicalmente nuestro, personal y comunitariamente, el lema de la última asamblea: “Tendiendo puentes, derribando muros”.

Necesitamos cambios personales para contribuir al asalto de la cultura de muerte, relatividad, indiferencia, opresión y alienación que nos domina. Pero para seguir avanzando en una nueva cultura y en una nueva sociedad alternativas, es imprescindible colaborar al cambio estructural, en una época en la que es tan difícil incidir en los que realmente detentan el poder económico y político, como nuevamente nos recuerda nuestro hermano Francisco al decir que no existen organizaciones con autoridad real para asegurar objetivos irrenunciables y que los procedimientos de toma de decisiones no fueron suficientes en relación a las Cumbres del Clima (LD 35, 43), o cuando afirma que “si los ciudadanos no controlan al poder político —nacional, regional y municipal—, tampoco es posible un control de los daños ambientales” (Laudato si’, 179).

O ponemos todo lo que esté en nuestras manos para crear sinergias en nuestros ambientes y estructuras a favor de la justicia ecosocial, o el lema de la asamblea se quedará en palabras vacías. Para ello necesitamos vivir una espiritualidad enraizada en Jesucristo, que haga posible que seamos instrumentos de la construcción del Reino en el mundo multipolar, interconectado e interdependiente que nos ha tocado vivir. Yo tengo el sueño de que este camino de conversión, ya iniciado, pero largo y complejo, y sólo posible vivido en comunidad y sostenidos por el Espíritu, nos pueda ayudar a experimentar y a vivir con más autenticidad la fraternidad que el obrero de Nazaret nos sigue proponiendo hoy.

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Nota
La radicalidad expresada en el titular de este artículo, debe de entenderse en su sentido etimológico primario: radical, de raíz; es decir, vivir la esencia, el fundamento de la fe.