“Laudate Deum”: sobre la idolatría y el poder tecnoeconómico

“Laudate Deum”: sobre la idolatría y el poder tecnoeconómico

El pasado cuatro de octubre, festividad de san Francisco de Asís, coincidiendo con el primer sínodo en el que las mujeres tienen voz y voto, el Papa lanzó al mundo la exhortación Laudate Deum, una llamada urgente a las personas de buena voluntad y a la comunidad internacional sobre la necesidad de reaccionar ante la emergencia climática.

Es mucho lo que está en juego, especialmente la vida de los más pobres. Francisco no se anda con paños calientes ante las advertencias que científicos de las más diversas disciplinas vienen señalando desde hace cinco décadas —y que pocos quieren oír— sobre nuestra maltrecha biosfera. La principal amenaza ante la que nos encontramos es que la posibilidad de que una parte de la humanidad sea exterminada antes de que finalice el siglo XXI es mayor cada día que pasa: «con el paso del tiempo advierto que no tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre» (LD, 2). La «cultura del descarte», que con tanto ahínco denuncia Bergoglio, consiste en que los privilegiados de este mundo condenan a la mayoría empobrecida de la humanidad a la condición de población sobrante y aceptan la posibilidad, cada vez más real, del colapso global de las condiciones que sostienen la vida humana en el planeta.

El papa Francisco recuerda nuevamente en esta exhortación las causas sobre las que ya llamó la atención ocho años antes en su encíclica Laudato si’. El paradigma tecnocrático y el sistema económico se encuentran detrás de este «pecado estructural» que atenta contra la «casa común». Oikos es la palabra griega que se utiliza para referirse al hogar que alberga los enseres que nos proporcionan el sustento y es la raíz del prefijo “eco” que comparten los términos ecología y economía (oikonomia). Son precisamente las normas y reglas económicas (nomos), que ignoran las leyes biofísicas (logos, presente en el término ecología), las que provocan la destrucción de la casa —oikos— que compartimos con el resto de las especies con las que conformamos la biosfera (Gaia).

Todo eso ya estaba dicho en la Laudato si’, corrigiendo la visión antropocéntrica sobre la que se asienta el paradigma tecnocrático que Francisco denuncia. Pero en esta carta el Papa da un paso más con respecto a la encíclica al apuntar directamente a la cuestión del poder. Esta es precisamente la novedad de la Laudate Deum, la consideración del poder como un elemento que lo condiciona todo.

En un sentido filosófico-antropológico, la cuestión del poder se relaciona con las capacidades que adquiere el ser humano a través de la tecnología y el desarrollo de las fuerzas productivas. El capitalismo ha hecho posible que el ser humano se comporte como un aprendiz de brujo que desata unas capacidades productivas que no es capaz de controlar y que, a la postre, revelan un potencial altamente destructivo (algo que supo intuir Marx al señalar en La Ideología alemana que toda fuerza productiva es al mismo tiempo una fuerza destructiva).

Bajo este problemático comportamiento de aprendiz de brujo laten varias cuestiones de fondo. La primera, y más fundamental, tiene que ver con la visión heredada desde la primera modernidad acerca del mundo natural y el papel que se arroga el ser humano en esa representación como actor-demiurgo. Las capacidades que le ha otorgado el capitalismo le hacen sentir un poder ilimitado que se traduce en una «intervención humana desenfrenada sobre la naturaleza», pero sin duda –señala Francisco– «no son ilimitados los recursos naturales que requiere la tecnología, como el litio, el silicio y tantos otros (…) [de manera que] el mayor problema es la ideología que subyace a una obsesión: acrecentar el poder humano más allá de lo imaginable, frente al cual la realidad no humana es un mero recurso a su servicio. Todo lo que existe deja de ser un don que se agradece, se valora y se cuida, y se convierte en un esclavo, en víctima de cualquier capricho de la mente humana y sus capacidades» (LD, 22).

Una ideología que no es sino una falsa conciencia, o una distorsión, derivada de la pretensión humana de querer convertirse en Dios. El pecado más antiguo de la condición humana (la desmesura o hybris) que conduce a la idolatría. Una ideología que se retroalimenta monstruosamente con cada nueva innovación: «La inteligencia artificial y las últimas novedades tecnológicas parten de la idea de un ser humano sin límite alguno, cuyas capacidades y posibilidades podrían ser ampliadas hasta el infinito gracias a la tecnología. Así, el paradigma tecnocrático se retroalimenta monstruosamente» (LD, 21). Una ideología que, al devenir en idolatría, exige sus víctimas, convirtiendo todo —lo viviente y lo inanimado— en recursos al servicio de una insaciable voluntad de poder.

Francisco completa esa lectura filosófica-antropológica del poder con otra más encarnada en la realidad social de nuestros días, cuando señala que provoca escalofríos advertir cómo «las capacidades ampliadas por la tecnología dan a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero (…) ¿En manos de quiénes está y puede llegar a estar tanto poder? Es tremendamente riesgoso que resida en una pequeña parte de la humanidad» (LD, 23).

Aterriza así Francisco en la denuncia de un poder histórico, concreto, que dispone de sus propios mecanismos para imponerse y carece de instituciones que lo controlen y regulen, y al que le «falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación» (LD, 24).

¿Qué hacer, entonces, contra esa estructura de pecado? Según Francisco, primero: «repensar entre todos la cuestión del poder humano, cuál es su sentido, cuáles son sus límites» (LD, 28) y, segundo, reconfigurar un nuevo multilateralismo en la política internacional que reconozca el papel de los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil que ayudan a paliar las debilidades de la comunidad internacional (LD, 37).

Francisco responde también con esta carta a las perplejidades de amplios sectores católicos que no ven con buenos ojos que un Papa se pronuncie sobre semejantes cuestiones y que recibieron en su día, con evidente disgusto, su Laudato si’: «Me veo obligado a hacer estas precisiones, que pueden parecer obvias, debido a ciertas opiniones despectivas y poco racionales que encuentro incluso dentro de la Iglesia católica» (LD, 14), opiniones que se ven reflejadas en la displicencia que muestran algunos obispos que no desaprovechan la ocasión para sembrar dudas acerca de la finura intelectual de este Papa, sin percatarse de que no resulta necesario debatir con ningún representante de la Escuela de Fráncfort para tener la lucidez de poner el dedo en la llaga por la que se desangra la humanidad.