El infierno de los otros
«La humanidad ha abierto las puertas del infierno», clamó un apocalíptico António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, en la Cumbre sobre la Ambición Climática celebrada el pasado septiembre.
Guterres la convocó, unos meses antes de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28), preocupado por la languidez –perdonen el eufemismo– con que se llevan a la práctica los acuerdos –los llaman compromisos, pero luego se ve que no lo son– de las sucesivas COP. Y sí, las puertas de infierno parecen abiertas de par en par si atendemos a los cada vez más tórridos veranos y a lo calentitos que se nos ponen los otoños. La primera quincena de octubre estuvo 4,8ºC por encima de la media y fue la más cálida desde que hay registros.
En un sentido menos metafórico (¿el infierno tiene llamas?), en un infierno se convierte la vida de millones de personas, las más vulnerables y las que menos contribuyen al cambio climático, que el propio secretario general describió: «escenas angustiosas de agricultores que ven impotentes cómo las inundaciones arrasan sus cosechas, la aparición de enfermedades virulentas debido al aumento de las temperaturas y el éxodo masivo de personas que huyen de incendios forestales históricos».
Guterres leyó la cartilla a los principales países emisores, que, mira por dónde, son los «que se han beneficiado más de los combustibles fósiles». Por eso mismo, deben reducir de manera más ambiciosa sus emisiones de gases invernadero, a la vez que cortar drásticamente las ayudas públicas a los combustibles fósiles, que un reciente informe del Fondo Monetario Internacional cifra en unos 6,5 billones de euros, (el equivalente al 7,1% del PIB global) en 2022. Al mismo tiempo, deben apoyar a los países vulnerables para que puedan seguir la misma senda, cumpliendo los compromisos de transferencias financieras adoptados COP tras COP, incumplidos con la misma cadencia.
Sin embargo, la ambición de la Unión Europea –como de todo el mundo rico– va en sentido contrario que la deseada por el secretario general, por ejemplo, aplazando el fin de los motores de combustión hasta el 2035.
Y aquí viene otra cara del averno. Lejos de ser los otros, como escribió Sartre, el infierno es precisamente la ausencia del sentido de la alteridad, del otro, indiferentes a que –parafraseo al shakesperiano Shylock–, como humano, tiene sentidos, afectos, pasiones; siente calor en verano y frío en invierno; que, si le pinchan, sangra, si le hacen cosquillas, ríe, si lo envenenan, muere. Europa no quiere renunciar a contaminar, aunque eso signifique muerte para los más vulnerables a los efectos de una contaminación a la que apenas contribuyen y la cancelación del futuro de la humanidad. Seguimos fielmente el segundo binario ignaciano: a ver cómo hacemos para no ser pecadores –insolidarios, indiferentes, cómplices– sin tener que cambiar de vida. Y el gongorino ande yo caliente –cómodo, lujoso, saciado– y muérase la gente. •
Periodista
Autora del libro de Ediciones HOAC Maneras de vivir