Discurso al Encuentro Mundial sobre la Fraternidad Humana #NotAlone
Queridas hermanas y queridos hermanos, buenas tardes.
Aunque no puedo recibirlos personalmente, quisiera darles la bienvenida y agradecerles de corazón su presencia. Me alegra poder reafirmar junto con ustedes el deseo de fraternidad y de paz para la vida del mundo. Un escritor ha puesto en labios de Francisco de Asís estas palabas: «El Señor está donde están tus hermanos» (E. Leclerc, La sabiduría del pobre, 59). Verdaderamente, el cielo bajo el que estamos nos invita a caminar juntos sobre la tierra, a redescubrirnos hermanos y a creer en la fraternidad como dinámica fundamental de nuestro peregrinaje.
En la Encíclica Fratelli tutti escribí que «la fraternidad tiene algo positivo que ofrecer a la libertad y a la igualdad» (n. 103), porque quien ve a un hermano ve en el otro un rostro, no un número: es siempre “alguien” que tiene una dignidad y merece respeto, no “algo” que se puede usar, explotar o descartar. En nuestro mundo, desgarrado por la violencia y por la guerra, no son suficientes los retoques y los ajustes: sólo una gran alianza espiritual y social que nazca de los corazones y gire alrededor de la fraternidad puede volver a poner en el centro de las relaciones la sacralidad y la inviolabilidad de la dignidad humana.
Por esto la fraternidad no tiene necesidad de teorías, sino de gestos concretos y de opciones compartidas que la hagan cultura de paz. La pregunta que debemos hacernos no es por tanto qué pueden darme la sociedad o el mundo, sino qué puedo dar yo a mis hermanos y a mis hermanas. Volviendo a casa, pensemos qué gesto concreto de fraternidad podemos realizar: reconciliarnos con la familia, con los amigos o con los vecinos, rezar por quien nos ha hecho daño, reconocer y ayudar a quien está en necesidad, llevar una palabra de paz a la escuela, a la universidad o a la vida social, ungir con nuestra cercanía a alguien que se sienta solo.
Sintámonos llamados a aplicar el bálsamo de la ternura dentro de las relaciones que se han desgastado, tanto entre las personas como entre los pueblos. No nos cansemos de gritar “no a la guerra”, en el nombre de Dios o en el nombre de cada hombre y cada mujer que aspira a la paz. Me vienen a la mente aquellos versos de Giuseppe Ungaretti que, en plena guerra, sintió la necesidad de hablar de los hermanos como de una «Palabra temblorosa / en la noche / Hoja apenas nacida». La fraternidad es un bien frágil y precioso. Los hermanos son un ancla de verdad en el mar tempestuoso de los conflictos que siembran la mentira. Evocarlos es recordarle a quien está combatiendo, y también a todos nosotros, que el sentimiento de fraternidad que nos une es más fuerte que el odio y la violencia, de hecho, nos acomuna a todos en el mismo dolor. Es de aquí de donde partimos y volvemos a empezar, desde el significado de “sentirse juntos”, chispa que puede encender de nuevo la luz para detener la noche de los conflictos.
Creer que el otro sea un hermano, decirle al otro “hermano” no es una palabra vacía, sino lo más concreto que cada uno de nosotros puede hacer. Significa, de hecho, emanciparse de la pobreza de creer que estamos en el mundo como hijos únicos. Significa, al mismo tiempo, optar por superar la lógica de los socios, que están juntos sólo por el interés; sabiendo también ir más allá de los límites de los vínculos de sangre o étnicos, que reconocen sólo lo que les es semejante, pero rechazan lo diverso. Pienso en la parábola del Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que se detiene con compasión ante el judío necesitado de ayuda. Sus culturas eran enemigas, sus historias diferentes, sus religiones hostiles entre sí, pero para aquel hombre la persona hallada en el camino y su necesidad estaban por encima de todo.
Cuando los hombres y las sociedades eligen la fraternidad también las políticas cambian: la persona vuelve a prevalecer sobre el beneficio; la casa común que todos habitamos, sobre el ambiente que se explota para los propios intereses; el trabajo se paga con el justo salario; la acogida se convierte riqueza; la vida, en esperanza; la justicia se abre a la reparación y el recuerdo del mal causado sana en el encuentro entre las víctimas y los culpables.
Queridos hermanos y hermanas, les doy las gracias por haber organizado este encuentro y haber dado vida a la “Declaración sobre la fraternidad humana”, elaborada esta mañana por los ilustres premios Nobel presentes. Creo que ofrece “una gramática de la fraternidad” y sea una guía eficaz para vivirla y testimoniarla cada día en modo concreto. Han trabajado juntos muy bien y se lo agradezco mucho. Procuremos que cuanto hemos vivido hoy sea el primer el primer paso de un camino y pueda poner en marcha un proceso de fraternidad: las plazas enlazadas desde varias ciudades del mundo, a las que saludo con gratitud y afecto, dan testimonio de la riqueza de la diversidad y de la posibilidad de ser hermanos incluso cuando no estamos cerca, come me ha ocurrido a mí. Sigan adelante.
Quisiera despedirme dejándoles una imagen, la del abrazo. De esta tarde que hemos pasado juntos les pido que custodien en el corazón y en la memoria el deseo de abrazar a las mujeres y a los hombres de todo el mundo para construir juntos una cultura de paz. La paz, efectivamente, tienen necesidad de fraternidad y la fraternidad tiene necesidad de encuentro. Que el abrazo dado y recibido hoy, simbolizado en la plaza en la que están reunidos, se convierta en compromiso de vida. Y en profecía de esperanza. Yo mismo los abrazo y, mientras les reitero mi agradecimiento, de corazón les digo: estoy con ustedes.
266° Papa de la Iglesia católica. Elegido el 13 de marzo de 2013.
Nombre secular: Jorge Mario Bergoglio. Nacido en Buenos Aires (Argentina) el 17 de diciembre de 1936, hijo de emigrantes piamonteses.