Benedicto XVI y los obispos españoles

Benedicto XVI y los obispos españoles

Si bien es cierto que, entre los obispos españoles en activo existen diferentes sensibilidades, no lo es menos que hay una dominante, en total sintonía con la lectura involutiva que se empieza a realizar del Vaticano II en el pontificado del papa Juan Pablo II, con la ayuda inestimable de Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI: desde la finalización del concilio –se le oía decir entonces y, luego, a lo largo de su pontificado (2005-2013)– estamos asistiendo a una rápida secularización o solapamiento del misterio de Dios en la sociedad y a la mundanización de la Iglesia, sin que los obispos, los cristianos y las comunidades estén afrontando tales hechos con la lucidez y el coraje requeridos.

Repasando este diagnóstico, se confirma –como ya denunciaron los críticos en su día– que se trata de un análisis al servicio, en primer lugar, de una forma de papado, gobierno eclesial y magisterio teológicamente superada en el Vaticano II, es decir, involutiva. Y, en segundo lugar, por dar alas a un modo de presencia en la sociedad –que tutelar– es más propio de un régimen de neocristiandad y restauracionista que de un tiempo secular y aconfesional o laico como el nuestro, al menos en Europa occidental. No extraña, por ello, que impulsara, con Juan Pablo II, cinco líneas de fuerza que también marcan su papado. Y, por supuesto, el episcopado y la Iglesia española de los últimos decenios.

Según la primera de ellas, urge reafirmar la centralidad del primado del sucesor de Pedro –y de su Curia– frente a la conciliar doctrina de la colegialidad o cogobernanza episcopal. Esta apuesta acabará recuperando un papado y una curia marcadamente centralistas que, ya incubados en el pontificado de Pablo VI, alcanzan su pleno desarrollo en los de Juan Pablo II y en el suyo. De acuerdo con la segunda de las apuestas, hay que contar con un nuevo Código de Derecho Canónico que corrija algunos de los “errores” interpretativos a los que se viene prestando el Vaticano II y que, a la vez, salga al paso de los vacíos dejados por los padres conciliares. La tercera pasa por promover, en coherencia con tal reafirmación del centro eclesial, obispos que, de hecho, sean más delegados o vicarios del Papa que sucesores de los apóstoles, “casados” con sus respectivas diócesis. Por la cuarta de las apuestas, se busca contar con correas de transmisión que, relegando a otros colectivos más comprometidos en la promoción de la justicia y liberación de los últimos del mundo, sintonicen con el nuevo modelo de Iglesia que se está impulsando. Es la tarea que se asigna a los llamados “nuevos movimientos” y en la que estos se van a implicar gustosamente. Y, para acabar, defender, en relación con la sociedad civil, la Verdad que –entregada por Dios en Jesús y transmitida a las generaciones posteriores gracias al cauce de la tradición viva de la Iglesia– es autentificada por los obispos, presididos por el sucesor de Pedro.

El resultado va a ser, un pontificado y un episcopado español abonados a una lectura preconciliar e involutiva del Vaticano II –de puertas adentro– y a una restauración –de puertas afuera– presidida por la reimplantación de una sociedad neocristiana, en nombre de la Verdad, y con olvido de una consensuada convivencia entre diferentes, a la vez, empática y crítica. Poco o nada que ver con lo aprobado en el Concilio. Y mucho que ver con la llegada del cardenal Angel Suquía a la presidencia de la Conferencia Episcopal Española (1987). Desde entonces, se puede aplicar, a los obispos nombrados –e, incluso, a los elegidos en nuestros días– lo que en su día dijo el cardenal Vicente Tarancón, refiriéndose a algunos de sus compañeros de aquellos años: padecen torticolis de tanto mirar al Vaticano.

El éxito de este modelo de obispos en España es perceptible tanto en la forma de gobernar sus respectivas diócesis, como, de manera particular, en los diferentes diagnósticos –teológicos y sociales– y planes de acción pastoral que vienen promoviendo desde que son una mayoría aplastante. La lectura detenida de los mismos –imposible de explicitar en esta ocasión– permite percatarse de lo extendidas que se encuentran las cinco apuestas reseñadas más arriba como líneas de fuerza, también, del pontificado de Benedicto XVI.

Afortunadamente, el Papa “venido del fin del mundo” quiere leer el Vaticano II a partir de lo aprobado por la mayoría y mantener una relación adulta con la sociedad civil, sin falsos tutelajes. Pero se encuentra con un episcopado –en este caso, el español, aunque no solo– nombrado para otra tarea que poco o nada tiene que ver con lo que, por fidelidad a dicho Vaticano II, él propone. Se trata de un episcopado que, pillado con el pie cambiado, prefiere callar, mirar a otro lado o hacer lo imprescindible para no desentonar y, sobre todo, esperar a un nuevo tiempo.

Disfruta, hermano Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, de la Vida en plenitud, otro de “los mil nombres” de lo que decimos cuando decimos “Dios”. Somos muchos los que experimentamos y sabemos contigo que nuestra existencia es un murmullo, un chispazo o un finito y limitado destello de dicha Vida. El Nazareno –de quien tanto hablaste y a quien seguimos– nos confirma en la bondad, verdad y belleza de dicha convicción, indicándonos, además, cómo vivir nuestra existencia –con sus claroscuros– como una anticipación de tal Vida en plenitud. Gracias por lo que pueda corresponderte en esta esperanzada convicción.