Qué espiritualidades para el siglo XXI
En más de una ocasión he recordado cómo el pueblo en el que resido cuenta, como tantos otros, con un paseo que es conocido popularmente como “la ruta del colesterol”. Allí, además de andar o correr, también se habla –cuando nos cruzamos con amigos o conocidos– de nuestros respectivos estados de salud. Nos intercambiamos los resultados de la última analítica médica, comentamos el ejercicio físico que se nos ha prescrito y hay quienes porfían por ser los que más pastillas toman… Es frecuente encontrarse con personas que, mejor informadas, conocen con toda precisión la horquilla de dígitos dentro de los que se juega una vida saludable y que, sobrepasados o no alcanzados, indican el padecimiento, por ejemplo, de diabetes o hipoglucemia, ya sea por exceso o defecto de azúcar en la sangre. Saben que entre tales extremos se da un equilibrio permanentemente inestable y, por ello, una enorme diversidad de situaciones: es difícil encontrar dos analíticas iguales no solo entre sujetos diferentes sino, incluso, en una misma persona a lo largo de una jornada. En el cuidado de tal equilibrio se mueve lo que hoy entendemos por vida saludable.
A la luz de esta anécdota, también es posible exponer algo de la mucha pluralidad existente entre las “espiritualidades jesu-cristianas” a partir de las tres referencias que entiendo capitales en cualquier seguidor de Jesús: el Monte de las Bienaventuranzas, el Calvario y el Tabor y, a la par, consciente de que cada seguidor del Nazareno lo es porque realiza un singular e irrepetible camino –personal y comunitario– entre estos tres montes teológicos.
Por tanto, no es exagerado decir que existen tantas “espiritualidades” como seguidores, de manera análoga a como es difícil encontrar dos analíticas iguales. La pluralidad también es el santo y seña de los seguidores del Nazareno: unos, por poner algunos ejemplos, más sensibles a la fragilidad del Gólgota que a la plenitud del Tabor, al reverso de los crucificados que al anverso de los que buscan sosiego; otros, en cambio, más atentos a la cercanía de Dios en la intimidad que a la provocación o alteridad de los crucificados, a la intuición inmediata que a la argumentación racional, a la belleza tabórica que a su ocultamiento en el viernes y en el sábado santo; y todos, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe o entre el Calvario “y” el Tabor o entre la cruz “y” la resurrección.
Y, a la vez, que esta enorme riqueza y pluralidad no solo es fruto de que haya personas partidarias de primar o permanecer más tiempo en un monte u otro, sino también porque no renuncian a circular permanentemente entre ellos ya que la articulación entre todos es una de las señas más definitivas del “jesu-cristiano”. Y cuando se renuncia a transitar, aparecen los fundamentalismos, bien sean por exceso o por defecto.
Pero cuando se prima uno de los montes teológicos, sin renunciar a caminar por los restantes, entran en escena, al menos, tres “prototipos” formales de espiritualidades: la teológica o la del pensador, más atenta al monte de las Bienaventuranzas; la tabórica o espiritual, con residencia preferente en las consolaciones; y la militante o comprometida, partidaria de evitar la existencia de Gólgotas o, al menos, de paliar algo del mucho dolor allí existente. Son, como digo, prototipos formales que coexisten con otros, algunos de los cuales ya he referenciado en otras ocasiones: las de los “dominicales”, los “cristianos anónimos”, los mártires y los santos.
1. La “espiritualidad tabórica”
Existen, en primer lugar, las que me atrevo a llamar “espiritualidades tabóricas”. Son aquellas que enfatizan el disfrute y la caricia de las anticipaciones y transparencias de Dios en uno mismo, en el cosmos, en la vida, en la historia, en la liturgia o en la entrega de tantas personas, sin descuidar, por ello, el aguijón, presente como cruz, desolación, miseria, dolor o muerte injusta y antes de tiempo. Y que, además, se miran, de vez en cuando, en el programa del monte de las Bienaventuranzas.
Son “espiritualidades” que, atentas de manera particular a la luz, al bienestar, a la paz, a la unión, a la consolación y a la tranquilidad que –gratuita y sorprendentemente, entregadas o anticipadas en el Tabor– no descuidan el riesgo de querer montar tres tiendas para residir eternamente allí; una pretensión que queda truncada por la exigencia del Nazareno en bajar del monte. Para estos seguidores de Jesús un alto en el camino no es el final de la andadura. Saben que la participación en tales gozos tampoco es –mientras vivimos– el final, sino una gratificante anticipación que nos habilita y sostiene en el compromiso por salir al paso y erradicar algo de la mucha oscuridad y muerte que persisten en los calvarios actuales.
Este énfasis se puede apreciar, por ejemplo, en la tradición ortodoxa cuando inicia al conocimiento de Dios por participación (theognosis) en la eucaristía, en la Escritura, en el interior de uno mismo, en la oración contemplativa, en el amor fraterno o en el disfrute de la belleza cósmica e iconográfica, sabiendo que tales participaciones tienen la virtud de impulsar y sostener en el compromiso por un mundo que ha de ser más solidario y transparente del misterio de Dios. La espiritualidad y la teología ortodoxa son conscientes de que el camino es tan largo y duro que no queda más remedio que estar bien pertrechado o, por lo menos, pararse, de vez en cuando, en las áreas de servicio con las que también se cuenta para descansar, reponer fuerzas y retomar el camino con renovada esperanza y frescura. “El peregrino ruso” es uno de los posibles prototipos de este primer y necesario subrayado.
Pero también saben que cuando se absolutiza la caricia de las anticipaciones descuidando la “carne”, la historia, la humanidad, la miseria, el sufrimiento, el dolor y la muerte antes de tiempo, quedan en el camino dos verdades a las que no puede renunciar un practicante “jesu-cristiano”: primero, que las anticipaciones del final –por impactantes y seductoras que puedan ser su percepción, disfrute y experimentación– no son la Unidad, la Verdad, la Belleza o la Bondad finales. Y, segundo, que Dios no solo es un misterio de cercanía –con el que esperamos ser “uno” sin dejar de ser nosotros–, sino también, y, a la vez, un aguijón. No es posible descuidar que quien resucita ha sido crucificado y que, desde entonces, la relación con Él en sus anticipaciones es, ciertamente, gratificante y alentadora caricia, pero también permanente e ineludible provocación. El espiritual “tabórico” no lo es de ojos “cerrados” sino “abiertos”.
Si no fuera así, incurriría en la frivolidad posmoderna de quienes creen haber llegado al final de la historia y de la vida y se dedican a disfrutarla sin mirar hacia atrás, hacia adelante o alrededor, no queriendo saber nada del sufrimiento, de la miseria y de la muerte prematura e injusta. Es el caso de quien se instala con vocación de permanencia definitiva en los “tabores actuales” y se niega a bajar de ellos.
2. La “espiritualidad militante” o comprometida
Pero existen, igualmente, las espiritualidades “comprometidas” o militantes, es decir, aquellas que son particularmente sensibles a la presencia del Crucificado en todas aquellas situaciones, personas y momentos en los que se actualiza la muerte del Nazareno en tantos crucificados contemporáneos que, por serlo, se constituyen en una permanente provocación y en una inevitable llamada a bajarlos o a ayudarlos a descender de sus respectivas cruces. Son espiritualidades particularmente sensibles a la presencia crucificada de Dios en los calvarios de nuestros días y de todos los tiempos y que, en coherencia con tal percepción, subrayan la importancia del compromiso, de la liberación, de las obras y de la transformación (personal y estructural) del mundo; en definitiva, en el espesor de la historia, en la vida, en la liturgia y en la realidad.
Pero son espiritualidades conscientes de que pueden incurrir en el “estaurocentrismo” (absolutización de la cruz), “masoquismo” o “pelagianismo” autodestructor –quizá tendría que decir, “buenismo”– de quienes, ubicados exclusivamente en el Gólgota, solo tienen tiempo para el compromiso solidario y fraterno y, por eso, corren el riesgo de acabar tirados en las cunetas de la vida por agotamiento, a veces, desesperanzados y, no infrecuentemente, amargados. Sin dejar de reconocer que esta es la extrapolación, la “metedura de pata” (el fundamentalismo o la extralimitación) que Dios mira con particular benevolencia, y hasta es posible que, con una sonrisa, también hay que recordar que su voluntad salvífica no pasa por dejar un camino sembrado de cadáveres, aunque sean en nombre de la fraternidad y del amor liberadores.
Por eso, conscientes de este riesgo, se adentran, de vez en cuando, en el Tabor, sabedores de que sin la relación que es experimentable y disfrutable en este lugar no es fácil perdurar durante mucho tiempo en los gólgotas actuales sin bajar la guardia o sin entregarse al desaliento fatalista; o, lo que es peor, sin buscar atajos que pueden llevar –en nombre de la eficacia– al totalitarismo en que desembocan la solidaridad o la fraternidad no articuladas con la libertad. La estancia, corta o larga, en los “tabores” contemporáneos o, lo que es lo mismo, el disfrute de las anticipaciones del final en el tiempo presente, además de facilitar la permanencia en el compromiso, permite no morir devorado y deglutido por la crudeza y la angustia simbolizadas por el grito de abandono del Viernes Santo ni por el silencio del Sábado Santo. E impide, por supuesto, acabar tirado en las cunetas de la vida, entregado al desaliento, engullido por el consumismo y sumido en la decepción ante la (omni) potencia del mal. Y, obviamente, no alimenta la conciencia prometeica o pelagiana de quien cree que la historia se va a escribir antes y después de él.
Es un “jesu-cristiano” que procura no perder nunca de vista que la “carne” es, sin duda alguna, la de Jesús crucificado, pero que Él es también quien ha (sido) resucitado, anticipando en la historia –por pura gratuidad– el final que nos aguarda.
3. La espiritualidad del pensador o del teólogo
Por su parte, los pensadores o “teólogos espirituales” son quienes se dedican de manera preferente a dar razón del misterio de Dios entregado en el Nazareno, así como a la investigación y a la docencia. Pero su tarea no se comprende si no se asienta tanto en una experiencia tabórica de encuentro con Dios cuanto en una coherencia de vida, acorde con el programa de las Bienaventuranzas y atento a la identificación de Jesús con los pobres.
La historia está llena de pensadores y teólogos, espirituales y comprometidos, que han dejado escritos referenciales. Basten, como ejemplo, los testimonios, entre otros, de todos los santos Padres, griegos y latinos.
Pero tampoco faltan, por desgracia, intentos fallidos de dar razón del misterio anticipado en JesuCristo, sin compromiso coherente o sin encuentro con Dios. El docetismo y el elitismo no son, ciertamente, las dos únicas extrapolaciones; aunque es posible que sean las más comunes.
El equilibrio y la articulación
De estas, y otras, diferenciadas maneras de “espiritualidades jesu-cristianas” concluyo que existe una gran riqueza, a la vez equilibrada y articulada: unas, más sensibles a la fragilidad que a la grandeza, a los calvarios que a los tabores, al anuncio que al silencio, al reverso que al anverso; otras, en cambio, más atentas a la cercanía compasiva que a la radical alteridad, al amor que al interés, a la intuición que a la razón, a la belleza que a su ocultamiento. Y todas, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe o entre el Gólgota o la cruz “y” el Tabor o la resurrección.
He aquí unos pocos ejemplos de “espiritualidades” que, afortunadamente, perviven en el siglo XXI. ¡Ojalá que se incremente su número porque nos hemos adentrado en un tiempo, teológico y pastoral, del equilibrio y de la articulación!
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)