Carlos de Foucauld: Testigo de la fraternidad
Canonizado el pasado 15 de mayo de 2022, Carlos de Foucauld se ha convertido en testigo para la Iglesia universal.
Esta decisión del papa Francisco revela hasta qué punto encuentra el pontífice un vínculo estrecho entre el mundo contemporáneo y un personaje que, a primera vista, podría parecer muy alejado de nosotros, tanto en el tiempo como en la sensibilidad. Conviene salir de las impresiones iniciales para rastrear el fondo de esta afinidad profunda que hace de Carlos de Foucauld un santo para nuestros días.
Al final de la encíclica Fratelli tutti, Francisco cita a varias personas que inspiran su pensamiento, entre ellas Carlos de Foucauld.
«Quiero terminar recordando a otra persona de profunda fe, quien, desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos. Se trata del beato Carlos de Foucauld. Él fue orientando su sueño de una entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. En ese contexto expresaba sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano, y pedía a un amigo: “Ruegue a Dios para que yo sea realmente el hermano de todos”. Quería ser, en definitiva, “hermano universal”. Pero solo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros. Amén» (1).
Esta enjundiosa referencia pone de relieve que lo que interesa verdaderamente en la figura de un santo no es el hecho de ser añadido a un catálogo oficial, ni de encontrar un lugar en la peana de las iglesias, sino su capacidad para inspirar el caminar de cada generación cristiana. Desde su realidad concreta, con sus límites y con sus opciones, Carlos de Foucauld expresa una santidad siempre en camino, una forma de realización humana y cristiana que puede alentar a mujeres y hombres de buena voluntad en sus búsquedas insistentes de fraternidad y justicia en medio de nuestro mundo fracturado.
Perfil de un caminante
Carlos de Foucauld fue un buscador, un peregrino. Varón, francés, aristócrata, militar, explorador, amigo, trapense, ermitaño, sacerdote, lingüista, misionero, hermano universal. Cada una de estas dimensiones dejará huellas en la personalidad y en la santidad de este hombre, nacido en Estrasburgo (Alsacia, Francia) en 1858 y asesinado en Tamanrasset (Argelia) en 1916. A los seis años, él y su hermana Mimí se encontraron huérfanos de padre y madre, pero fueron educados con gran cariño por sus abuelos maternos y vivieron una infancia feliz. Carlos mantuvo a lo largo de toda su vida un vínculo muy estrecho con su familia, manifestado en una amplísima correspondencia.
Después de haber perdido la fe durante la adolescencia, se embarcó en una carrera militar de la que muy pronto se aburrió. Llevó una vida de cierto desenfreno durante un corto período, aprovechando la herencia de una considerable fortuna. Sin embargo, su espíritu curioso y aventurero le incitó a realizar un viaje de exploración en Marruecos, cuyos brillantes resultados le valieron a su regreso la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París, el más alto reconocimiento de la comunidad científica.
Intensa experiencia de Dios
La fe de los musulmanes –que conoció durante este viaje– le interpeló profundamente. De vuelta en París, el testimonio de algunas personas inteligentes y espirituales, especialmente su prima Marie de Bondy, le movió a acercarse a la Iglesia y a murmurar en lo profundo de su corazón: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. La relación con el padre Huvelin, que se convertirá en su acompañante espiritual hasta la muerte de este, tendrá un peso fundamental en su conversión, en su decisión de entregarse completamente a Dios y en su deseo de identificarse con Jesús en el “último lugar”.
El itinerario interior de Carlos de Foucauld atravesó parajes muy diversos, pero se dirigió siempre en una doble dirección: “El amor a Dios y el amor a los hombres es toda mi vida y será toda mi vida, espero” (2). Carlos desea ardientemente imitar a Jesús de Nazaret, y durante siete años busca su camino como trapense, unos meses en Francia, pero enseguida en un monasterio en Siria.
Allí vivió, quizá por primera vez, el encuentro real con los pobres de carne y hueso. Ellos le harán notar una diferencia que será cada vez más insoportable para él: “Los pobres, a quienes Dios no da aquello que nos da con tanta generosidad a nosotros, religiosos (alojamiento, comida abundante y regular, buen sueño, buenos vestidos, buenas mantas), dan compasión” (3). Esa compasión emerge de una constatación espiritual muy profunda que Carlos empieza a hacer en este momento y que tendrá consecuencias radicales en su itinerario posterior: “Los pobres son nuestros hermanos: amaos unos a otros, así verán que sois mis discípulos. Son Jesucristo mismo: Todo lo que haréis a uno de estos pequeños, me lo haréis a mí” (4).
Camino de transformación
Antes de hacer su profesión solemne, Carlos salió de la Trapa una vez que se sintió confirmado por sus superiores en la llamada a una vida diferente. Primero, buscó su camino en Tierra Santa instalándose al servicio de los mandados de las clarisas de Nazaret. Más tarde, siempre seducido por el misterio de la vida oculta de Jesús, Carlos fue ordenado sacerdote en 1901 y se dejó conducir al desierto del Sahara, no para aislarse del mundo, sino para compartir con los últimos el tesoro que había transformado su existencia: la presencia de Jesús.
«Mis últimos retiros de diaconado y de sacerdocio me mostraron que esta vida de Nazaret, mi vocación, tenía que vivirla, no en la Tierra Santa, tan querida, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más perdidas, más abandonadas. Este divino banquete del que me convertía en ministro, tenía que llevarlo, no a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos, sino a los más cojos, los más ciegos, los más pobres, las almas más abandonadas y con menos sacerdotes. […] Una vida tan conforme como pudiera con la vida oculta del Bienamado Jesús de Nazaret» (5).
Fue orientando su sueño
Carlos aspiró a vivir a fondo el encuentro con Dios y con todas aquellas personas que habitan en el desierto. Entendió que su principal ministerio era la santificación personal, la oración, el amor a Dios. A partir de ahí, pudo dirigirse a los oficiales alejados de la religión, a los soldados que llevaban una vida desordenada y a los musulmanes que no conocían a Cristo, con el fin de hacerse amar por la virtud, la bondad y la caridad. Movido por estos ardientes deseos, fue saliendo de un ideal de clausura todavía bien presente en Beni Abbès (1901- 1904), para abrirse a la itinerancia misionera que caracteriza la etapa de Tamanrasset (1905-1916).
Una razón fundamental para salir de sus proyectos de vida eremítica fue la mayor utilidad a los demás. “Me quedaré, o iré acá o allá, según sea más útil a las almas” (6). Por ello, si en Beni Abbès acogió en la fraternidad a todo el que llegó, en las fases siguientes, y hasta el final de sus días, fue él mismo quien se puso en marcha hacia el encuentro del otro. Este deseo de llegar a los que están más lejos motivó la construcción de la ermita del Asekrem, razón por la cual afirmó en 1910: “Mis ermitas se multiplican. Este año he tenido que agrandar la de Tamanrasset y construir una nueva en el Asekrem, en plena montaña; esta última era indispensable para entrar en contacto con las tribus que no veo jamás en Tamanrasset” (7).
Identificándose con los últimos, hermano de todos
Hijo de su tiempo, de su patria, de su medio y de su Iglesia, Carlos de Foucauld no cuestionó la legitimidad del régimen colonial ni se liberó de una concepción paternalista de la gestión de los territorios ocupados. No obstante, se comprometió con el rescate de esclavos y alzó claramente la voz contra las prácticas esclavistas que continuaban en vigor entre los indígenas: “No tenemos derecho de ser centinelas dormidos, perros mudos, pastores indiferentes” (8).
Al mismo tiempo que denunció ciertos desórdenes en la administración francesa de las colonias, propuso un modelo que respetara la dignidad de los habitantes y promoviera su desarrollo:
«Como francés, sufro por ver que nuestros indígenas no son administrados como deberían serlo, y por no ver que los cristianos de Francia se esfuercen, no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes, por llevar al evangelio y a la salvación a los infieles de sus colonias de África, hijos ignorantes de los que ellos son los padres» (9).
Con su actitud y con su manera de encarnarse en medio del pueblo tuareg, con su capacidad para encontrar en él verdaderos amigos, Carlos taladró la burbuja colonial y mostró que es posible compartir la vida y llevar el evangelio “no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes”. Este empeño de compartir la existencia con los últimos se tradujo en un esfuerzo titánico por aprender su lengua, el tamacheq. Carlos se sentaba durante horas en una tienda y, a cambio de algunas monedas, las mujeres tuaregs le recitaban poesías tradicionales que él recopiló con esmero. Conocer la lengua del otro no se limitó a ciertas generalidades, él quiso ir siempre más lejos, hasta el fondo, hasta el alma misma de un pueblo que se expresa en sus poemas y en sus cantos. A esta empresa formidable, no superada ni siquiera en nuestros días, Carlos le consagró más de diez horas diarias durante los últimos doce años de su vida.
La muerte le llegó de manera accidental el 1 de diciembre de 1916 en Tamanrasset. El “Viejo marabú” no murió solo: tres militares musulmanes, al servicio de la armada francesa, fueron asesinados en el mismo ataque y los cuatro fueron enterrados juntos. Su deseo de ser hermano de todos quedó definitivamente sellado por una muerte compartida con hombres de otra raza, de otra cultura y de otra religión, hijos del mismo Padre.
Desafíos para nuestra época
En lugar de quedarse encapsulado en el registro oficial de los santos, el testimonio de fraternidad de Carlos de Foucauld viene a iluminar nuestra época y nuestra Iglesia. Su figura, siempre inacabada, nos lanza ciertos desafíos que nos ayudan a volver al Evangelio con audacia renovada.
Jesús de Nazaret se alza permanentemente como el “ancla” que asegura la estabilidad necesaria para transitar en medio de la incertidumbre de nuestros “tiempos líquidos”. Lejos de vivir una existencia lineal, Carlos experimentó diversas vías, pero su corazón fue anidando cada vez con más firmeza y hondura en la figura de Jesús, que daba coherencia interna a sus búsquedas y cambios.
Hacer una opción decidida por los más abandonados es una llamada urgente en el seno de la crisis que asola nuestro mundo fracturado. Carlos fue al desierto a compartir la vida con la gente que se encontraba más lejos del Dios de Jesús y del “desarrollo” de la civilización francesa. En nuestros días, muchos rostros siguen clamando una presencia fraterna: migrantes, personas empobrecidas, mujeres maltratadas. Como creyentes, estamos urgidos a ir a su encuentro para compartir sencillamente el pan de la fraternidad y de la justicia.
Nuestra época vive una tensión constante entre la exaltación del individuo y la intolerancia frente a la diversidad. Carlos conoció también lo que significaba el menosprecio de otras razas, culturas y religiones. Aunque su visión portaba ciertos límites impuestos por su época, tuvo la audacia de situarse fuera de toda burbuja para ir al encuentro del otro, para expresar aprecio y cercanía a quienes eran muy diferentes de él. Su deseo de ser “hermano universal” y, más aún, su determinación por permanecer en medio de los pequeños nos alienta en ese diálogo siempre abierto y pendiente con quienes no se parecen a nosotros por cualquier motivo: género, origen, religión, opciones.
Mientras millones de personas mueren de hambre o sobreviven en condiciones de flagrante injusticia, el norte rico sigue desperdiciando recursos y esquilmando el planeta. La pobreza de Carlos de Foucauld nace del deseo infinito de imitar a Jesús, pero no se queda encerrada en el intimismo. Su pobreza se encarna en una vida sobria, que comparte lo que tiene y que recibe lo que otros pueden ofrecer. Frente al consumo depredador que fomenta el individualismo atroz, Carlos nos indica una vía sencilla y concreta de fraternidad.
Muchas veces aspiramos, aunque sea de manera secreta, a brillar y a estar “arriba”, como si nuestra vida diaria nos resultara insuficiente. Esta dinámica nos hace cómplices del impulso de competitividad que mueve al mundo, dejando tantas víctimas en la cuneta. Ante esta tentación, Carlos de Foucauld nos muestra que es posible, incluso gozoso, elegir “el último lugar”: no para que nuestro ego lo utilice como arma arrojadiza contra los que consideramos que están por encima, sino todo lo contrario, para descubrir con alegría nuestra medida verdadera, para identificarnos de forma más real con Jesús y para marchar junto con quienes están siempre “abajo”. En efecto, ese “último lugar” –que tal vez elijamos– nos pondrá di- rectamente en contacto con herma- nos y hermanas que habitan ese sitio desde siempre sin haberlo elegido. Nuestra mirada vuelta a Jesús y hacia los últimos se tornará –con la de Carlos– transformadora; nuestro “amor” se hará político, quedará impregnado por la determinación de trabajar contra el mal que divide al mundo, contra las estructuras de pecado que provocan injusticia y marginación.
Probablemente, la mayor parte de nosotros nunca iremos a vivir en el desierto, pero nuestros pueblos y ciudades se convierten cada día en desiertos que es preciso aprender a habitar. Más aún, nuestro propio corazón necesita ser educado en la interioridad y el silencio para afrontar con talante esperanzado tantas palabras vacías y tantos estímulos que nos asaltan sin cesar. Aunque Carlos de Foucauld no sea, propiamente, un “padre del desierto”, su testimonio de vida constituye una estela imborrable para quienes queremos aprender a habitar los desiertos contemporáneos con una mirada nueva. El planeta se deshace entre las convulsiones de una angustia profunda, incapaz de orientar sus riendas hacia destinos de mayor justicia y fraternidad, donde cada ser humano pueda sentarse legítimamente a la mesa común. Allí donde la desesperanza nos acecha, Carlos emerge con el secreto de su propia esperanza, esa que es capaz de sobreponerse a todo fracaso y de atravesar toda crisis, porque no se apoya en sí misma, sino en la fuerza de Dios: “Padre mío, me abandono a ti”.
Nuestro mundo se ha cansado de los grandes relatos y ha aprendido a desconfiar de las ideologías. Ha llegado el tiempo, y Carlos nos precede como un profeta, de “gritar el evangelio con la vida”, con el compromiso cotidiano, humilde y tenaz.
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Artículo publicado originalmente en La Revista Católica, nº 1214, julio 2022
(1) Francisco 2020. Fratelli tutti, 286-287. Roma: Editrice.
(2) Foucauld, C. 1890. Carta a Henry Duveyrier, Trapa de Notre-Dame des Neiges, 24 de abril. Archivos de la Postulación.
(3) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 6 de febrero. Archivos de la Postulación.
(4) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 19 de octubre. Archivos de la Postulación.
(5) Foucauld, C. 1905. Carta a Monseñor Caron, Beni Abbés, 8 de abril. Archivos de la Postulación.
(6) Foucauld, C. 1903. Carta a Mimí, Taghit, 16 de septiembre. Archivos de la Postulación.
(7) Foucauld, C. 1910. Carta a Raymond, en camino, 11 de abril. Archivos de la Postulación.
(8) Foucauld, C. 1902. Carta a Dom Martin, Beni Abbès, 7 de febrero. Archivos de la Postulación.
(9) Foucauld, C. 1913. Carta a Henri de Castries, Tamanrasset, 8 de enero. Archivos de la Postulación.
Licenciada en Periodismo y en Teología Dogmática. Autora de El hermano inacabado. Carlos de Foucauld (Sal Terrae, 2022)
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