Invitación a no eludir cierta tristeza
Una recomendación extraña
Llegan imágenes de destrucción y muerte en las calles de Kiev o Mariúpol que encogen el ánimo cuando empezábamos a olvidar las de Alepo y se vuelven lejanas las de Sarajevo. Y siguen estadísticas de contagios que amenazan la salud de muchos, que duran en nuestro interior en forma de ese sentimiento del que apenas acostumbramos a hablar en voz alta: la tristeza.
Por eso, vale la pena dedicar esta nota a un libro reencontrado y volver sobre la “extraña” recomendación que aparece como título: Ne fouis pas ta tristesse (París, Salvator 2017). Un título del que, por cierto, no he logrado obtener la traducción al español hecha en 2021.
Emmanuel Godo es un profesor de literatura que lleva escritos unos cuantos ensayos y libros de poemas. Que, cuando se refiere a su experiencia como docente, muestra pasión por “la gran literatura” solo aparentemente “anacrónica” pero capaz de brindar palabras que hablan a lo más nuestro, aunque lo hagan desde un fondo de siglos. Y que ofrece, trenzadas, su experiencia personal y la lectura de páginas memorables. De hecho, al atender a textos clave, vuelve una y otra vez sobre sus propios recuerdos.
Si escribe sobre este tema, no lo hace como psicólogo ni moralista, sino como un escritor-poeta que, venciendo un pudor que no llega a ocultar, logra dar cauce a la necesidad de decir cómo la tristeza, con sus diversos tonos, ha aparecido en varios tramos de su vida. Ya como profesor de secundaria ha querido acercar textos de clásicos y modernos, que estima de veras inolvidables, a la experiencia interior de un alumnado joven.
Noticias de la contraportada
Nacido en 1965 en Chaumont en Vexin (Oise) de padre protestante y madre católica, máster en Letras en la Sorbona en 1987, enseña literatura en varios liceos y en la Universidad católica de Lille. Tarea que enlaza con una larga lista de ensayos y poemas ya publicados. Légende de Venise, Maurice Barrès ou la tentation de l’écriture fue el título de su tesis en 1995, y le siguieron trabajos sobre autores en los que advierte una singular y poderosa pasión literaria. Autores que reaparecen en citas felices en muchas páginas de su obra posterior.
Su propósito es siempre el de mostrar cómo la gran literatura nos permite asomarnos al fondo donde se bordea lo desconocido, lo que nos excede. Por eso mismo piensa que vale la pena no hurtar su lectura a las generaciones del móvil y Wikipedia, deshabituadas a los textos densos y a leguas de aquellos estilos literarios.
Esta relación con la literatura la ha expresado más veces. Así, en Trois Vies de l’écrivain Mort-Debout (2018), y hay que mencionar que la poesía, “una fuente subterránea”, tiene un lugar importante en su obra: Puisque la vie est rouge (2020) es el segundo libro de poemas donde encuentran sitio algunos momentos en los que, entre ausencia y presencia, resuena en nosotros un eco de la eternidad. Su “Supplique pour mourir dans un mercí” aparece en la nueva edición de la Anthologie protestante de la poésie française (2020).
Y a propósito del reciente Je n’ai jamais voyagé (2021), una lectora habla de “un largo caminar casi inmóvil” porque la andadura es un “viaje” por las palabras que posibilitan encuentros hondamente humanos en lugares cargados de memoria. Otra reseña señala que el libro muestra, contra la inmovilidad y pasividad del ánimo, lo atrayente de una vida que cuenta con los otros, con los que han muerto y con todo lo que de bello se ofrece a la mirada.
En ese marco se inscriben tres títulos que, sin ser un volcado del yo que escribe, dejan que asome su fondo más personal: Ne fuis pas ta tristesse (2017), Mais quel visage a ta joie (2019), La Mort? Non, l’amour (2021). En los tres, el amor y la muerte, siempre temas de fondo en la escritura del autor, son considerados “el fuego” de nuestro existir. Pero aquí nos detendremos solo sobre el primero.
En alguna ocasión el autor ha hablado abiertamente sobre su decisión de escribir libros “personales”. Es decir, la de dejar advertir cómo afloraron las imágenes guardadas de la casa de la infancia y el paisaje primero. Cómo han saltado a la página su recuerdo de los seres amados y el rasgón causado por su muerte o su separación. Godo adelanta también que nunca dejó de hablar, ni siquiera en sus ensayos de crítica literaria, de lo que llevaba más dentro, aportando así su propia música a la sonoridad de las palabras de otros. Ha dicho que la publicación de una ficción como Le prince (2016) supuso para él dar salida a un monólogo interior y que, progresivamente, se ha distanciado de cánones estrictos para “abrir el armario donde ha colocado los rostros”.
Un murmullo que abre a un futuro mayor
El libro comienza con una galería de imágenes cuya aparición está vinculada a algún texto literario aparentemente extemporáneo. Como sucede con el canto 26 de El Infierno de Dante, donde el consejo de Ulises de “seguir virtud y conocimiento”, a siete siglos de distancia y a pesar del ruido festivo que llega al aula del liceo en la Lille en 2017, despierta un interés notable en una alumna musulmana. Y lleva al profesor a comprender que debe aceptar cierta decepción al comprobar los límites del propio empeño en hacer resonar las palabras más hondas en medio de la algarabía, y “escuchar lo que me dice de la necesidad del contratiempo, de la discordancia, del espíritu de quien ha osado excavar en sus pozos de silencio”.
En el capítulo dedicado a La tristeza de los modernos, con menciones de Baudelaire, Bloy y Soljenitsyn que han avisado de lo engañoso de la autocomplacencia, y con las de otros que inducen a “reinventar nuestra vida, el autor lamenta la mutilación del hombre privado de “aprendizajes fundamentales”. Esta tristeza no abate porque no es una falsa planicie donde la marcha y el deseo se agotan, sino “signo de un consentimiento y el pregustar de una promesa. En ella se perfila ya la belleza de la ofrenda y es una forma de hospitalidad”. Esta tristeza que nos aguarda en las obras que amamos, nos hace más humanos, “como un murmullo que nos habla mejor de nosotros mismos que cualquier axioma”. Querríamos vivir siempre a la altura de esta promesa –añade– de este silencio entrevisto, de una vida libre de la insignificancia.
Y en este contexto expresa su dificultad –y cierta tristeza por ello– para hablar de un Dios que es, en su sentir, la mano que le lleva, y la llama sobre la que sopla un viento suave, extraño y familiar. Porque entiende que es necesario el silencio de la escritura, la soledad amiga del libro, para poder poner palabras e imágenes a ese murmullo. Más adelante encontraremos cómo otra Palabra viene en ayuda de sus palabras.
Entrando en los adioses –la muerte del padre cuando solo tenía 10 años– y la de la madre –una figura singular en varios sentidos– Godo afirma y reafirma su convicción de que las separaciones nos enseñan a morir sin que el amor sea vencido. Aunque tenga algo de áspero y no se deje ganar por ningún engaño, esa tristeza del adiós permite un rebrote de luz o de belleza “a la medida de la huella que la vida ha dejado en la fragilidad de la cera”. La tristeza sentida como ausencia prueba que “la muerte no borra completamente lo que toma” y que “la nada no tiene la última palabra”.
Siendo una corriente subterránea esta “ciencia de los adioses”, no anula el gusto de la fiesta ni la alegría de vivir (el recuerdo de la madre lo confirma). Y el golpe brutal acusado por el niño llega trayendo consigo un silencio en el que sospecha la relación que no se quiebra con quien ya está “en el país que no existe” pero en el que –como en los versos de un poema finlandés– veremos “en el rocío de la luna/refrescar nuestra frente herida”. La tristeza por una infancia perdida puede así traer la esperanza de otra infancia más grave y más tranquila, dice en otro poema el propio autor.
En más epígrafes se abordan otras formas y visos de la tristeza que hay que escuchar para llevar adelante la obra de nuestra vida. La de algunos paisajes que resultan ser espacios singulares para ella: Estambul según O. Pamuk, Portugal para la saudade que sabe de grandeza perdida, Nápoles con la hospitalidad de los humildes, y Praga, donde siluetas al raso y sin pedestal, en contraste con aquel ambiente barroco, inspiran piedad porque llevan la marca del dolor. Estas y otras variaciones de la tristeza coinciden en apuntar a “un país sin nombre” que es nada menos que nuestra común fuente y destino.
Así la tristeza, que puede ser tentada de desesperación, invita a apreciar los instantes del don y la belleza, sin pretender apropiarnos, sino a sabiendas de que tras toda fiesta llega el momento de la despedida. Lo que no quiere decir que propicie el olvido, sino que vela sobre las huellas que quedan en la memoria: “es la inextinguible candela que nos une a los que hemos amado”.
Otras páginas hablan de la que emerge por lo no hecho, o por lo sabido: hay conocimientos que entristecen. Está la que salta de algunas páginas que hay que leer, aunque sean como puños que golpean pero que, al fin, ya desde la escuela, nos enseñan a pensar en el silencio y el contratiempo. Y nos empujan a encontrar lo que el saber que se cree tal, calla. Y hay un capítulo dedicado a “las tristezas de las que el libro no habla”.
Mención especial merecerían las penúltimas páginas en las que la tristeza es apreciada como preludio de la alegría. De la tristeza, reconocida con sus diversos tonos, y agradecida incluso por lo que le ha sugerido en la senda de su vida, Emmanuel Godo concluye que “es un sentimiento que nos vincula a nuestro reino interior por medio de las lágrimas”, pero que en esta tristeza podemos encontrar “una extraña paz que nos enseña a vivir entre presencia y ausencia. Que, si la sabemos escuchar, descubriremos una alegría inexpugnable porque “la tristeza no es lo contrario de la alegría”.
Ya hemos notado la discreción del autor para no hablar en vano de Dios. Llegado al final, en los versículos del Libro de los Salmos encuentra un apoyo impagable para enlazar tristeza, plegaria y confianza, de manera que la alegría reaparezca: “el cristiano debería ser el testigo privilegiado de esta conciencia, sabiendo discernir las semillas de alegría que gimen en el seno de la tristeza”.
Y se entiende que “No huir de la tristeza” sea la recomendación de un profesor-escritor y poeta que, a modo de segunda parte, firma también otro título: Mais quel visage a ta joie? Consciente de que una realidad llama a la otra y de que nunca queda dicho todo.
Licenciada en Filosofía y Letras (Clásicas) por Universidad de Barcelona y Doctora en Teología por Universidad Pontificia Santo Tomás (Roma). Profesora emérita en la Universidad Pontificia de Salamanca (Inst. Superior de Pastoral, Madrid ) y en la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid).