Canadá: el “genocidio cultural” de los aborígenes
Durante los pasados meses de junio y julio Canadá se ha tenido que confrontar, de nuevo, con la política asimilacionista de los pueblos indígenas que implementó a lo largo del siglo XX. La espoleta ha sido el descubrimiento de restos, no identificados, de casi mil niños indígenas en internados gestionados por instituciones católicas: 215 en el de Kamloops (Columbia Británica) y 751 en el de Marieval (Saskatchewan). La ola de indignación ha sido inmediata: ocho iglesias incendiadas; otras diez sometidas a actos vandálicos y derribo de las estatuas de las reinas Victoria de Inglaterra e Isabel II.
Los internados para los niños aborígenes
Hacia el año 1883 el Estado federal canadiense puso en marcha los internados para niños aborígenes. El último se cerró en 1997. Hoy, cuando la sociedad canadiense busca las razones y motivos de dichos internados se encuentra con diferentes respuestas. Según la primera, la más convencional, con su creación se pretendía facilitar la integración de los pueblos aborígenes en una sociedad que, como la occidental, se entendía más desarrollada tanto desde el punto de vista material (calidad de vida, servicios médicos, escolarización o posibilidades de inserción laboral), como desde el religioso. Sin embargo, apuntan, ha resultado un programa de “ingeniería social” fallido por la incapacidad de sus responsables para gestionarlo adecuadamente. Es lo que, por ejemplo, se deduce leyendo el informe de Peter Bryce, “inspector médico” del Ministerio de Interior y de Asuntos Indios, cuando denuncia en 1907 las pésimas condiciones sanitarias y las altas tasas de mortalidad provocadas por la tuberculosis; una denuncia que no logró que dicho Ministerio –también responsable financiero del programa– modificara la situación. Nada que ver, concluyen, con un genocidio por motivos raciales, es decir, con la destrucción -deliberada y violenta- de una raza, parangonable a la Shoah o exterminio nazi de los judíos.
Según la segunda de las respuestas, aportada en 2015 por la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, con la implementación de este programa se acabó disolviendo la identidad propia de los pueblos indígenas e ignorando sus derechos ancestrales sobre las tierras. Por eso, sostiene, no hubo un genocidio físico y biológico, sino “lingüístico y cultural” ya que se buscó eliminar los pueblos autóctonos como pueblos distintos, asimilándolos, contra su voluntad, a la sociedad canadiense. Así lo prueba el objetivo que se perseguía con la educación impartida en los internados: borrar la cultura original de los indígenas e integrarlos de manera rápida en la occidental. Y si es cierto que, al principio, muchos padres mandaron libremente sus hijos a estas residencias, no lo es menos que, al poco, el gobierno federal acabó obligando a las familias a entregarlos: en torno a 150.000 menores, entre 3 y 16 años, de los que unos 6.000 habrían muerto, siendo 4.100 los identificados.
La tercera respuesta
Recientemente se ha conocido una tercera respuesta, facilitada por la dirección de la Sociedad histórica de Canadá: “la larga historia de violencia y la desposesión de los pueblos autóctonos” justificaría, sin duda alguna, el empleo de la expresión “genocidio” para caracterizar el trato dado a los pueblos aborígenes. Las escuelas residenciales, ha replicado Jacques Rouillar, historiador y profesor en la Universidad de Montreal, se crearon para promover “cambios culturales y espirituales”: los “salvajes” tendrían que convertirse en “hombres blancos cristianos”; algo que se hizo arrancando a los niños de sus familias, es decir, de manera inhumana y atentando contra la voluntad de sus progenitores. Por tanto, no se trató de un genocidio físico y biológico, sino cultural. Es evidente, prosigue, que la responsabilidad de esta tragedia corresponde por completo a los diferentes gobiernos canadienses que, además de promover la política asimilacionista, financiaron de manera deficiente estas residencias. Por tanto, no a las comunidades religiosas que se ajustaban a los objetivos fijados por el Ministerio de Asuntos Indios.
Con esta última observación J. Rouillar ha buscado salir al paso de la estrategia informativa que, desde hace tiempo, viene desplegando el primer ministro, Justin Trudeau: desviar la culpabilidad de los diferentes gobiernos canadienses hacia las comunidades religiosas, gestoras de la educación, de la salud y de los servicios religiosos en una buena parte de estos internados. Si a ello se suma la notable ausencia de autocrítica por parte de algunas de estas comunidades religiosas implicadas (y, en particular, de las católicas), se explica –por supuesto, sin justificar– el vandalismo y la quema de iglesias, así como la oportunidad del encuentro de los líderes indígenas canadienses con el papa Francisco del 17 al 20 de diciembre en el Vaticano, acompañados de supervivientes de los internados. Será entonces un momento importante para escuchar a las víctimas, además de para evaluar la corresponsabilidad de la Iglesia católica en esta política de “asimilación”. Y, obviamente, para sacar más de una lección. Así lo espero.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)