La crisis de los partidos políticos

La crisis de los partidos políticos
La política es mucho más que la acción y el comportamiento de los partidos políticos. Es todo lo que hacemos las personas, grupos y organizaciones sociales de todo tipo para construir la vida social; es nuestra acción como seres sociales que somos. Pero, en un sistema político como el nuestro, la acción de las instituciones políticas y, en ellas, de los partidos políticos, es muy importante.

Por eso es tan preocupante su crisis, cada vez más evidente. El desprestigio y la desafección que hacia ellas sienten cada vez más personas son preocupantes, porque son instrumentos esenciales para avanzar hacia el bien común en una democracia, a la altura de lo que necesitamos las personas y la sociedad.

En el seno de los partidos políticos parece que hay cada vez más dificultades para aceptar con normalidad la propia pluralidad interna, se refuerzan liderazgos casi caudillistas y se aparentan unanimidades que no existen, como si la diversidad y la discrepancia fueran un mal y el monolitismo lo deseable. Se apuesta por adhesiones incondicionales y el «forofismo» hacia el propio partido al que se pertenece, con el que se simpatiza o al que simplemente se vota, en lugar de por una actitud autocrítica capaz de dialogar con quien piensa diferente. Pero, sobre todo, en muchos casos, los partidos políticos han ido diluyendo su papel fundamental de canalizar en las instituciones la pluralidad social, propiciando un diálogo serio para afrontar las necesidades sociales.

Parece que no tenga mayor importancia el proyecto y el programa concreto de actuación del partido (algo esencial en su función democrática). Parece que lo único que necesitan son eslóganes grandilocuentes y muchas veces simplistas. Parece que lo importante no es tanto el proyecto y el programa que se propone a la sociedad sino el relato que se pretende imponer sobre los demás, para ofrecerse como un producto de mercado atractivo para que los ciudadanos lo compren (lo voten). La propaganda constante sustituye o desplaza a un segundo plano a las propuestas, con lo que se empobrece el diálogo y el debate sobre cómo afrontar las necesidades sociales. Se tiende a exagerar la confrontación en lugar de aportar para la búsqueda de un proyecto común desde la diversidad. Hay mucho más ruido que diálogo social sobre la base de propuestas. A esto también contribuyen muchos grandes medios de comunicación que, faltando a su responsabilidad con la verdad, magnifican el ruido y la confrontación en lugar de colaborar a que la sociedad pueda conocer y valorar seriamente proyectos, programas y propuestas.

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Con todo ello, el diálogo social se debilita y crece la desafección hacia la política, ejemplificada en el simplista «todos son iguales». Así, pierden las potencialidades de la democracia y ganan quienes desean una democracia débil, sometida a la lógica dominante del individualismo (ir cada cual a lo suyo con despreocupación hacia los demás) y de la economía del lucro a costa de lo que sea.

Que la realidad de las instituciones y de los partidos políticos siga deteriorándose o mejore depende, claro está, de su propio comportamiento. Pero también, y en gran medida, de cómo nos situemos ante ellos las personas y las organizaciones sociales. Particularmente de que no los consideremos como una especie de máquina expendedora de productos que consumimos o no según nos gusten más o menos. Es decir, de que asumamos nuestra responsabilidad en la vida política y potenciemos el protagonismo de la sociedad al servicio del bien común. Que seamos, en definitiva, actores activos y no espectadores pasivos de la vida y la acción política.