Daniel Innerarity: «Todo se va a poner a prueba en esta crisis»
Este profesor, filósofo, articulista y ensayista, considerado uno de los 25 grandes pensadores del mundo por Le Nouvel Observateur, está ultimando el libro Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus, después de haber publicado Una teoría de la democracia compleja. Hablamos con él del impacto en nuestra forma de vivir y organizarnos que puede provocar la COVID-19.
La crisis de 2008 trajo consigo una crisis institucional, todavía en recuperación. ¿Cómo se encuentran ahora mismo los marcos institucionales con la crisis provocada por la COVID-19?
Internamente esto nos pilla en un momento de grave crisis institucional y con la confianza bajo mínimos (entre los actores políticos y entre la ciudadanía y sus representantes). En el plano global, con unas instituciones completamente inadecuadas para hacer frente a la crisis (sin medios económicos, sin legitimidad o mandato claro). Y en Europa, con una cacofonía creciente, que la pone a prueba, con una primera reacción muy mezquina, pero que aprende con rapidez y ha puesto sobre la mesa algunos asuntos que eran tabú durante la crisis económica, como la mutualización de la deuda o el reconocimiento de que nos jugamos algo en común.
El paradigma tecnocrático amenaza con imponerse sobre todo ante el miedo a un enemigo invisible. ¿Qué se juegan las democracias en estos momentos?
Todo se va a poner a prueba en esta crisis, incluida la misma democracia. Hay un oportunismo autoritario que toma diversas formas: el populismo simplista de Trump, el excepcionalismo de Orban, las tecnologías del control en China. Las democracias están ante el enorme desafío de mostrar que protegen mejor a la gente sin poner en cuestión sus libertades.
«Cualquier factor puede entrometerse en cualquier momento en nuestras vidas, como las pandemias, la inestabilidad financiera, un ataque terrorista, el cambio climático», decía en Política para perplejos1. ¿Hay indicios de que esté mejorando la inteligencia colectiva y el diseño de sistemas adecuados para enfrentar local y globalmente esta pandemia?
Las primeras reacciones a la crisis pusieron de manifiesto que no estamos preparados para entender y gestionar eso que se ha venido en llamar «cambios discontinuos», que nuestras instituciones de gobierno solo registran cambios incrementales. La segunda reacción (de esto es un buen modelo el concepto de «aplanar la curva») parece haber entendido que nos encontramos ante un fenómeno de colapso sistémico. Aprendemos, claro, pero con una lentitud que es exasperantemente lenta en relación con los riesgos que tenemos que gestionar.
Desde luego, la realidad, esta de ahora mismo, contiene muchas lecciones para quien quiera aprender de ellas… ¿Qué condiciones sociales y qué aptitudes personales harían falta para salir de esta crisis realmente mejores y más sabios?
Lo primero que hace falta es no pensar que lo sabemos todo. Solo aprende quien acepta las condiciones de la incertidumbre. Y la primera de ella es reconocer que si se va a hacer algún aprendizaje no podemos anticipar cuál será. Si lo supiéramos ya, no sería un verdadero aprendizaje sino una confirmación de lo que ya sabíamos.
Ahora, el que se mueve
sí que sale en la foto
¿Cree posible que se alcancen amplios acuerdos ante una gestión tan cambiante y tan contestada por la oposición? ¿Cómo se puede promover un encuentro entre posiciones ideológicas antagónicas?
Creo que todos somos conscientes de que nos enfrentamos a desafíos que superan las capacidades de un gobierno (del actual o de uno distinto) y que el elemento competitivo de la democracia está sobredimensionado, en detrimento de sus dimensiones cooperativas. Ahora bien, cuando se evocan los pactos del 77 hay que tener en cuenta al menos dos cosas: que hay más actores y que la relación entre ellos es menos jerárquica. Por decirlo evocando una frase que se hizo célebre en aquella época: ahora el que se mueve sí que sale en la foto.
Ya se venía advirtiendo de un fin de época, del cambio inevitable del mundo al haber llegado al límite biofísico del planeta y a una insoportable desigualdad planetaria… Usted mismo nos advierte de «lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso»2. ¿Es posible gobernar y orientar el cambio?
Las democracias tienen un problema serio con la producción intencional de transformaciones sociales, llámense reformas o transiciones. Debe de ser el hecho de que vivamos en democracias donde se transforma poco lo que explica que cuando llega una catástrofe quienes más desesperaban de que fuera posible cambiar la sociedad a través de la voluntad política ordinaria resultan ser los más esperanzados de que la naturaleza ponga las cosas en su sitio. Ahora que ya no hay ni reforma ni revolución, todas nuestras apuestas se dirigen a un vuelco, un giro imprevisto, catastrófico, un accidente de la historia en forma de crisis sanitaria o medioambiental, que afortunadamente nos ponga en la dirección correcta. Quienes se vienen arriba de este modo parece que están contando la historia natural de los estragos y no de la historia protagonizada por los humanos. Esa idea de que del sacrificio procede la emancipación es tan increíble como asegurar que de esa conmoción vayan a beneficiarse los que más lo necesitan. En esta expectativa hay al menos dos supuestos difíciles de creer: que lo negativo produzca lo positivo y que esa nueva positividad se vaya a repartir con equidad. De las ruinas no surge necesariamente el nuevo orden y el cambio puede ser a peor. Los tiempos de crisis pueden llevar a ciertas formas de desestabilización que representen una oportunidad para los autoritarismos y populismos iliberales.
¿Qué eficacia puede tener ahora el intervencionismo estatal, e incluso la colaboración intergubernamental cuando se han debilitado los servicios públicos, las mediaciones y los propios vínculos sociales?
Vivimos en un momento de protagonismo del Estado (simbolizado en la concentración de la autoridad, con oropeles militares y cierre de fronteras), pero esto no nos debería llevar a engaño, ni a quienes pudieran desearlo ni a quienes lo teman: el Estado que vuelve no dispone de recursos de poder, dinero y conocimiento como lo pudo tener en su época gloriosa. Comparte el poder en un espacio de soberanía limitada como la Unión Europea y, sobre todo, con una sociedad civil donde se encuentra la verdadera fortaleza cívica que ahora se pone de manifiesto en fenómenos como la gente que cuida en los hospitales o mantiene los suministros necesarios para la supervivencia o en la búsqueda de la vacuna por parte de la comunidad científica global.
Parece que el papel de los sindicatos, tan denostados, e incluso de las patronales, tan poco apreciadas incluso por sus miembros, se está revalorizando… ¿Cómo cabe interpretar este hecho?
Todos somos conscientes de que el espacio neoliberal desintermediado era un espacio más propicio para la dominación y que los denostados partidos o sindicatos equilibran los poderes en una sociedad, canalizan la participación y defienden los intereses de los sujetos más débiles. Esas estructuras de organización tienen que entender que estamos en un mundo que les exige determinadas transformaciones, pero sin olvidar que la desintermediación beneficia sobre todo a quienes no necesitan organizarse.
Es fácil intuir un severo impacto económico y social, que vendría a ensanchar todavía más la brecha de la desigualdad… ¿es el momento de la renta básica, del reparto del empleo, de la redistribución y de los bienes comunes? ¿Tenemos ya el incentivo necesario para reconciliar o conciliar democracia, ciencia y economía?
Lo más esperanzador de esta crisis es que ha puesto encima de la mesa asuntos que parecía imposible siquiera discutir: desde el valor de lo público hasta la renta básica o la mutualización de la deuda en Europa. Nada está conseguido, pero que se discuta es el primer paso para que algo se consiga.
El elemento competitivo de la democracia está sobredimensionado,
en detrimento de sus dimensiones cooperativas
Antes de la pandemia se hablaba mucho del futuro del trabajo y con gran sensatez opinó que «habrá menos disrupción que continuidad; el cambio no será cuantitativo (el número de puestos de trabajo) sino cualitativo (la naturaleza del trabajo demandado)». ¿Cómo el hundimiento del empleo, el gran gasto público para contener la emergencia sanitaria y sostener el nivel de ingresos y la propia experiencia de la hibernación de la actividad económica pueden cambiar el sentido del trabajo y las políticas laborales? ¿En qué sentido es más probable que lo haga?
No soy un especialista en la materia, pero mucho me temo que el trabajo no mejorará en calidad y la idea del teletrabajo puede ser utilizada para disminuir su coste. La única solución es que la renta básica ponga un umbral por debajo del cual no tenga sentido ofrecer trabajos precarios y sueldos de miseria.
Hemos descubierto de un modo muy dramático, la importancia de los empleos relacionados con los cuidados y la sostenibilidad de la vida, además del ingente trabajo no reconocido ni remunerado que es necesario para mantener la sociedad en marcha… ¿Será una lección pasajera?, ¿es optimista en cuanto a una revalorización social de estas actividades?
En ese punto soy optimista y espero que los aplausos se traduzcan en medios. Ahora todos somos conscientes de que las profesiones del cuidado eran más importantes de lo que pensábamos. Y espero que no hagamos como en la crisis anterior, que pagaron los ajustes quienes estaban en ese espacio de vulnerabilidad laboral. •
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Notas
1 Política para perplejos, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2018.
2 Ídem.
Redactor jefe de Noticias Obreras