Mucho ruido… y un daño de envergadura en el acuerdo PSOE-Junts sobre políticas migratorias
Mucho, mucho ruido…
El acuerdo alcanzado entre el gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez y Junts, con ocasión del primer pleno de 2024 del Congreso celebrado el miércoles 10 de enero, ha tenido un enorme impacto mediático y ha provocado una considerable tormenta política. Como se recordará, se debatían tres decretos del gobierno –centrales para su objetivo de escudo social– y, tras una angustiosa negociación casi hasta el último minuto, el Gobierno consiguió que Junts no obstaculizara la aprobación de esos decretos, mediante un acuerdo que incluía una delegación de las competencias en política migratoria a la Generalitat de Catalunya.
No sé si, como en la canción de Sabina, Varona y Guerra, (“mucho, mucho ruido / y con tanto ruido / no escucharon el final”) el apresuramiento provocó más ruido que un verdadero acuerdo. En todo caso, me parece poco discutible, a la luz de lo que ha acontecido después, que cada una de las partes, como suele suceder, se amparó en la prisa y en la ambigüedad para entender que había conseguido su propósito sin excesivo daño, obviando el tremendo daño real que, a mi juicio, se ha provocado una vez más a propósito del debate migratorio: convertirlo en arma arrojadiza, en clave partidista.
En mi opinión, el problema deriva de la omisión de la transparencia exigible desde el primer momento –esto es, antes de que se sometieran a votación los Decretos– sobre la precisión y alcance del acuerdo, unido a un debate tergiversado e interesado sobre la legitimidad del mismo, accionado por el PP y Vox y, como desencadenante de todo ello, la versión unilateral proclamada desde Junts, que incluye una justificación que remite a argumentos comunes a los que utiliza hoy la extrema derecha en toda Europa. Subrayo como causa del ruido la falta de claridad por parte del gobierno, la habitual teatralización de las intervenciones parlamentarias de la portavoz de Junts en el Congreso, la diputada Nogueras y la rapidez de Junts por apropiarse del relato, al emitir un comunicado que explicaba el acuerdo en términos de “delegación integral” de las competencias en materia de inmigración. Únase a todo ello una pretensión justificatoria que viene de lejos –la pugna de Junts con la extremista Aliança Catalana y con ERC– y que fue formulada por su secretario general, el señor Turull, enfatizando la necesidad de que las expulsiones de inmigrantes quedaran al alcance de las Administraciones municipales y autonómica de Cataluña.
Lo cierto es que, frente a esta “ofensiva mediática” de Junts desde el minuto uno, ni el grupo parlamentario del PSOE ni el gobierno ofrecieron de modo inmediato las necesarias y exigibles precisiones sobre un acuerdo que, a todas luces, ignoraban la mayoría de sus diputados, más allá de unas vagas declaraciones por parte de la ministra del ramo, o de la vicepresidenta primera del gobierno. Tampoco contribuyó a la claridad una segunda intervención del señor Turull, rechazando la calificación de xenofobia y racismo y reafirmando la legitimidad de su pretensión de competencia sobre expulsiones de inmigrantes.
Por su parte, varios consellers del gobierno de la Generalitat (de ERC), comenzando por el conseller de interior, el señor Elena, rechazaron en nombre del Consell la interpretación de Junts sobre la delegación integral y criticaron por xenófobos los propósitos de Junts que vinculaban inmigración y delincuencia, como lo hizo también expresamente el señor Junqueras. Ello valió de nuevo una respuesta del Sr. Turull reafirmándose en sus tesis. Posteriormente, en el Consejo Nacional de su partido, Turull, que intervenía como secretario general de la formación, sostuvo a propósito de su interpretación de la gestión integral de la inmigración: “la nación está en juego… ¿alguien cree que el Estado procurará que un inmigrante que viene a Catalunya sepa que viene a un territorio con una lengua y unas costumbres propias?”.
Hubo que esperar al domingo, cuando el presidente del gobierno precisó el alcance de esa delegación en una entrevista en El País, al explicar la cobertura del artículo 150.2 de la Constitución, descartar que la delegación de competencias pudiera incluir la decisión sobre las expulsiones e insistir en la competencia europea, remitiendo al Pacto europeo de migración y asilo propiciado por su gobierno durante su mandato semestral de presidencia del Consejo de la UE.
En esa entrevista, y con más detalle en otra al día siguiente en Radio Nacional, el presidente reiteró lo que ya había avanzado el ministro Bolaños sobre la remisión del contenido y alcance del acuerdo a una ley orgánica que habría de discutir las Cortes generales. Sobre todo, en la segunda entrevista, se refirió expresamente a las competencias exclusivas del Estado, conforme al artículo 149.1.2 de la Constitución, que establece que entre ellas se encuentran las relativas a la “nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y derecho de asilo”: “todo lo que tiene que ver con el control de las fronteras y las políticas de migración irregular está residenciado en la administración general del Estado” e incidió en que la lógica del pacto europeo de inmigración y asilo va en dirección absolutamente contraria a la pretensión de una “delegación integral” de la política migratoria a la Generalitat.
Añadamos que, el mismo domingo y en un acto de presentación de la estrategia política de Sumar, la vicepresidenta segunda y líder de este grupo político, Yolanda Díaz, criticó el posible alcance del acuerdo con Junts y realizó además duras críticas al Pacto europeo de inmigración y asilo, declaraciones que fueron subrayadas al día siguiente por el ministro Urtasun, que como europarlamentario tiene una experiencia reconocida en el debate europeo sobre política migratoria y de asilo. En realidad, nada nuevo: son conocidas las discrepancias entre los dos socios de coalición respecto de la política migratoria y de asilo.
Sobre la legitimidad del acuerdo
Vayamos por partes y comencemos por la legitimidad del acuerdo. Que el gobierno puede pactar con Junts está fuera de toda discusión, como lo está que pueda hacerlo con cualquier otro partido legal, y no digamos si tiene representación parlamentaria. Al partido que dirige Carles Puigdemont le avala el hecho de que obtuvo el respaldo de algo así como la quinta parte de los votos emitidos en Cataluña en las elecciones de junio de 2023, lo que representa un poco más de un 1,6% del total de los votantes en esas elecciones en toda España. En lógica democrática, no cabe excluir del juego político a los representantes elegidos por esos votantes, por magra que sea esa base. Otra cosa es que, además del hecho indiscutible de esos votos, fiel reflejo de una ciudadanía plural, la aritmética parlamentaria haya situado a sus siete diputados en la condición de fiel de la balanza en las votaciones en el Congreso en esta XV legislatura. Y asunto distinto es si cabe plantear frente a Junts –como se ha argumentado frente a Bildu, o frente a Vox– algún tipo de cordón sanitario.
En cuanto al rechazo que puede provocar en buena parte de la ciudadanía española su caracterización ideológica, es obvio que tiene que ver con dos rasgos que caracterizan a Junts: la convicción independentista presentada como objetivo irrenunciable –común con lo que profesa ERC–, que es una convicción legítima en un marco constitucional como el nuestro, no militante, como se ha repetido hasta la saciedad. Además, una ideología ultraconservadora en lo social y económico, con un filtro supremacista propio de una tradición reaccionaria muy presente en la historia política española y catalana. A quienes, aun siendo conscientes de lo primero, parecían no haber caído en lo segundo, hasta ahora, les toca en suerte hacerse mirar si han sido miopes, fanáticos o partidarios de aquello de que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha. Dicho sea de paso, casi punto por punto se puede repetir esa argumentación crítica respecto a la caracterización ideológica de Vox que, por ejemplo, rechaza de plano el título VIII de la Constitución, practica propaganda electoral supremacista de la “españolidad” y hace apología, además, del régimen de Franco. Extrema se tangunt, separatistas y separadores.
Si se me permite la ironía, el caso es que, como advirtiera de Quincey y pregonaran en su día de modo entusiasta Sarkozy y la que fuera su polémica ministra Rachida Dati, hoy recuperada como macronista, se empieza por delinquir y se acaba por no abrazar con entusiasmo la idiosincrasia de la población indígena –lengua, costumbres, etc.–, sin duda superior a la que supuestamente tendrían marcada con sello indeleble por su origen los inmigrantes en cuestión, lo que, en buena lógica de tal supremacismo, obliga a expulsarlos lo más lejos posible del paraíso local, quod erat demonstrandum. A quienes les flaquee la memoria habrá que recordarles la exigencia de Sarkozy de condicionar el reconocimiento del acceso a la ciudadanía republicana a los inmigrantes que no profesaran amor a Francia. Lo más cómico es la impostada indignación posterior del mismo señor Turull, ante la calificación de sus propósitos como xenófobos, supremacistas o racistas: ¿cómo se atreven a tildarnos de xenófobos, supremacistas, a gente de bien como el Sr. Torra y todos nosotros?.
De nuevo, el daño: manipular el debate migratorio
Como ya he adelantado, lo peor de todo lo sucedido, a mi juicio, es que la precipitación por obtener un acuerdo ha propiciado la enésima repetición de un viejo y conocido daño: volver a convertir el debate migratorio en un arma arrojadiza, partidista. Y es que la principal víctima de esa manipulación no son solo los inmigrantes, sino nuestro futuro como sociedad plural e inclusiva. El futuro de todos nosotros, vamos.
Cualquiera que tenga una mínima experiencia en la gestión de esas políticas o haya prestado alguna atención a estudios comparados de los diferentes modelos ensayados en los últimos treinta años, sabe de las dificultades de ese desafío. Me referiré brevemente a algunas, comenzando por las que derivan de dos características del propio fenómeno migratorio, su multidimensionalidad y su carácter global.
La multidimensionalidad de los movimientos migratorios significa que no se puede reducir la inmigración solo una cuestión laboral o policial y de orden público, ni solo demográfica, económica, cultural o identitaria. Como enseñara la escuela de Durkheim, las migraciones son un hecho social total, que incluye todas esas dimensiones y, por tanto, lo hacen inasequible a tratamientos monocausales. Por ejemplo, a políticas centradas solo en medidas de policía de frontera o de adecuación de mercado de trabajo.
En cuanto al carácter global del fenómeno de la movilidad humana, obliga a entenderlo en una dimensión geopolítica planetaria y revela insuficiente, inadecuado, cualquier modelo de gestión estrictamente estatal-nacional; a fortiori, de ámbito inferior al estatal: por ejemplo, solo murciano, o catalán. A falta de un acuerdo mundial eficaz –el último intento fueron en 2018 los denominados pactos globales de inmigración y asilo, acordados por la Asamblea General de la ONU en diciembre de ese año y que co son Convenios, en sentido jurídico, sino más bien un compendio de recomendaciones de política migratoria y de asilo–, lo más aproximado es un acuerdo regional, como el que perseguía la UE y se adoptó al final del semestre de presidencia española del Consejo, pero cuyo contenido (el de sus cinco reglamentos) nos parece decepcionante a muchos de los que trabajamos desde hace decenios sobre estas políticas (como botón de muestra, puede consultarse aquí.
Pero quiero subrayar algo más, que saben todos los que han estudiado este debate con algo de atención, esto es, que hay otras dos características que hacen aún más compleja la gestión de los movimientos migratorios. Una, propia del fenómeno migratorio y la otra, ajena a él.
La primera es su carácter dinámico: la inmigración es un proceso, no un hecho de una pieza, y hay que tratarla como tal, con arreglo a las características de sus diferentes etapas y a la evolución que viven los propios inmigrantes y quienes con ellos interactúan, nosotros, los indígenas. No hay recetas que sirvan de una vez para siempre y para cualquier lugar: los procesos sociales dependen de características de sus agentes –que son muy plurales– y del contexto, es decir, del país y sociedad al que llegan los inmigrantes, lo que supone que no hay recetas universales.
La otra circunstancia es exógena, pero tiene un peso decisivo: se trata de la enorme rentabilidad política de la manipulación partidista del fenómeno migratorio en términos electorales, sobre todo si el discurso político es, como suele, a muy corto plazo –hasta la próxima cita electoral– y simplista, como sucede en todo discurso populista, es decir nada de argumentos complejos, ni de contextualización: blanco o negro.
Aquí la izquierda, sobre todo la izquierda que ha gobernado en Europa, debe hacer una profunda autocrítica, porque no se ha atrevido a mantener un discurso universalista e igualitario, que priorice la garantía de derechos humanos y la democracia inclusiva, y afrontar la dificultad que ello supone, una dificultad que empieza por la labor de pedagogía civil que supone explicar la complejidad sin ceder a fáciles estereotipos. Sus spin-doctors [expertos en comunicación política] han dado por inamovible el tópico de que quien hace un discurso abierto sobre gestión migratoria pierde votos a chorros. Y claro, lo que sucede es que si el marco de discusión sobre la gestión migratoria se construye en términos del más ralo pragmatismo quien tiene todas las de ganar es el discurso extremista; no ya de la derecha conservadora, sino de la extrema derecha. Eso viene siendo así desde hace decenios y por tanto no deberíamos ahora llevarnos las manos a la cabeza por el avance electoral de fuerzas que propugnan esa visión demagógica y simplista que incide en el manido tópico de que la culpa de lo que nos pasa la tienen los otros. La capitulación del supuesto liberal Macron en el vergonzoso episodio de su ley de migración, es la última muestra de la fuerza contaminante de esa estrategia de extrema derecha.
La consecuencia de esas condiciones que acabo de exponer es que la gestión de la política migratoria en cualquier Estado de la Unión Europea se presenta siempre en términos de una tensión entre lo que parece una exigencia de sentido común –la cooperación multinivel de todas las administraciones implicadas, en función de los diferentes momentos del proceso migratorio– y la aparentemente irresistible tentación de todo gobierno que se precie, desde Bruselas a cualquier ayuntamiento, pasando por Estados y regiones, de utilizar el vector migratorio como una herramienta electoral. De donde la resistencia impenitente de todos los Estados miembros a lo que debería ser una exigencia obvia, la comunitarización de los elementos básicos de la política migratoria, comenzando por el control de fronteras.
Pues bien, como ya he dicho, me temo que este impreciso acuerdo del que hablamos propicia nuevamente el riesgo de un uso de la inmigración como arma arrojadiza en la contienda partidista.
…Y pocas nueces: escasa novedad
A comienzos de semana y tras las mencionadas entrevistas del presidente del Gobierno y el cruce de declaraciones de representantes de ERC y del secretario general de Junts, que en una entrevista en RAC1 el lunes 15 de enero, recurrió de nuevo a la clave de amenaza para el caso de que no se aceptara su modelo de gestión integral de la inmigración (“pues si no, ya se sabe, colorín colorado…”), el periódico El País publicó lo que al parecer es el tenor literal del acuerdo: “Se acuerda una ley orgánica de delegación de competencias y recursos para que Catalunya pueda hacer una gestión integral de la inmigración conforme al artículo 150.2 de la Constitución”.
Poca novedad, a mi juicio. El punto de partida sería reconocer que el marco municipal y autonómico son los más adecuados para gestionar cuestiones como la autorización inicial de empleo y, sobre todo, las denominadas políticas de integración (salud, educación, vivienda). Y a ese respecto, cabe recordar lo que establece el artículo 138 del Estatut de Catalunya, que atribuye a la Administración de la Generalitat la competencia exclusiva en materia de primera acogida, desarrollo de las políticas de integración o establecimiento del marco normativo para acogida e integración, así como la autorización e trabajo a los extranjeros cuya relación laboral se desarrolle en Cataluña. El Estatut subraya asimismo la participación de la Generalitat en las decisiones del Estado sobre políticas de inmigración, “con especial trascendencia para Cataluña y, en particular, la participación preceptiva previa en la determinación del contingente de trabajadores extranjeros”.
Parece capital la interpretación que hizo el Tribunal Constitucional en su STC 31/2010, recaída en el recurso presentado por el PP y, concretamente en lo que nos interesa aquí, frente al mencionado artículo 138 del Estatut, por supuesta vulneración de lo dispuesto en el artículo 149.1.2. de la Constitución. El TC validó la constitucionalidad del artículo 138 del Estatut, aunque acotó una posible interpretación contraria a la Constitución al indicar que “es evidente que la inmigración es una materia que ha sido reservada con carácter exclusivo al Estado, de modo que el artículo 138.1 sería claramente inconstitucional si, como parece deducirse de su enunciado, pretendiera atribuir a la comunidad autónoma competencias en dicha materia”. Lo que sucede, es que al mismo tiempo el TC validó la constitucionalidad del precepto estatutario sobre la base de que la referencia a la inmigración en el artículo 138.1 del Estatut no se correspondía con la materia exclusiva de competencia del Estado en inmigración fijada en el artículo 149 de la Constitución. “sino con otras materias sobre las que puede asumir competencias la comunidad autónoma”. Por ejemplo, las de carácter asistencial y social, esto es, lo relativo a la “integración social y económica de los inmigrantes”, en las que son claves las prestaciones de servicios sociales y las correspondientes políticas públicas (sanidad, educación, asistencia social, vivienda, etc) que son títulos competenciales de las comunidades autónomas.
O sea, que la delegación de competencias abarcaría en realidad lo que ya se viene haciendo, siguiendo las recomendaciones de la propia UE sobre políticas e indicadores de integración de la inmigración de la UE, que se pueden encontrar por ejemplo en los principios básicos comunes para las políticas de integración de los inmigrantes en la UE, adoptados por el Consejo Europeo en MIPEX (Migrant Integration Policy Index) y en los numerosas evaluaciones y recomendaciones de la Comisión y del Parlamento europeos, que recomiendan apostar por un apoyo financiero al trabajo de las administraciones municipales y autonómicas en la gestión de la acogida e integración. Lo mismo proponen la mayoría de los expertos: véase, por ejemplo, los informes y trabajos de Gemma Pinyol (cfr. por ejemplo su El marco multinivel de las políticas de inclusión e integración, 2021, Fundación Begirune, cuaderno 7), o Lorenzo Cachón (cf. El plan estratégico de ciudadanía e integración 2007-2010, Anuario CIDOB, 2007).
Precisamente eso, la colaboración de las Administraciones europea, estatal, autonómico y municipal, se instrumentalizó a través de la puesta en marcha por algunas comunidades autónomas (CCAA) de los planes de gestión de la inmigración (por ejemplo, los planes del País Vasco y la propia Cataluña) y, sobre todo, a partir de la creación en 2005 del Fondo de Apoyo a la Acogida e Integración de los inmigrantes, que luego se subsumió en la iniciativa que puso en marcha el gobierno de Rodríguez Zapatero, el denominado Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración 2007-2010 (PECI), siguiendo las recomendaciones europeas y que contó con un presupuesto total de 2005 millones de euros, de los que el 75% se destinaba a las partidas de acogida, educación y empleo. En lo que se refiere a las CCAA y ayuntamientos, la financiación aportada desde el PECI se centraba en dos áreas, Acogida e Integración de un lado, y Refuerzo Educativo y suponía una contribución superior a los 300 millones de euros. La continuidad del PECI y sobre todo, la financiación, fue eliminada por el gobierno de Rajoy como una de sus primeras medidas.
En resumidas cuentas, lo que cabe esperar es poco más que lo que ya existe. Y me sitúo en ello en línea con análisis como los expuestos por el profesor Rojo en su blog con el expresivo título Cataluña. Pacto político en materia de inmigración: los deseos (de algunos) por una parte, la realidad jurídica, por otra, cuando sostiene que para juzgar sobre un cambio relevante en las competencias migratorias de la Generalitat, hay que dejar de especular y esperar al texto del proyecto de ley orgánica.
En todo caso, la lección es que conviene desarrollar el marco competencial ya reconocido a las CCAA en materia de acogida e integración, y aún más específicamente reforzar los medios a disposición de los ayuntamientos, que son la Administración en la que recaen las tareas inmediatas en esas materias. Como he dejado dicho, en coincidencia con el profesor Rojo, es posible sostener que eso se pueda llevar a cabo mediante una ley orgánica, pues al fin y al cabo el legislativo tiene competencia para hacerlo, en el marco de la interpretación constitucional.
Otra cosa es que a mí no me parece aconsejable que tal concreción se limite, en su caso, a las competencias de la Generalitat de Cataluña, a diferencia del resto de comunidades autónomas que puedan reivindicar estatutariamente ese marco competencial. Mientras tanto, creo que retomar el PECI y centrar el apoyo en los recursos financieros a disposición de los ayuntamientos sería bastante más eficaz y evitaría que, una vez más, nos enfangáramos en una discusión partidista que trata de rentabilizar electoralmente los fantasmas sobre la inmigración, en lugar de poner el esfuerzo en contribuir a afrontar de forma multisectorial y multinivel la compleja gestión de la política migratoria.
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política. Instituto de Derechos Humanos. Universitat de València