¡Qué cosas! ¡La Iglesia parece una ONG!

Cada vez que escucho a alguien decir que “la Iglesia no es una ONG”, me pregunto si nadie repara en que esa manera de cerrar la conversación entraña el riesgo de que queden en el aire otras posibilidades tan o más de desacertadas.
¿Sería más exacto compararla con una empresa, una fundación, un partido político, un ejército, una administración, un club deportivo, un think thank, una banda de músicos…?
Imaginemos, que ya es imaginar, a muchedumbres desorientadas que confunden la Iglesia con una asociación mundana cualquiera, desvelada por tratar de atender las necesidades y urgencias humanitarias de la población más desafortunada.
En este caso, ¿qué impediría explicar a esas personas tan terriblemente equivocadas las diferencias de enfoque, motivaciones y razones para comportarse, llegado el caso, de manera tan sospechosamente similar a esas otras entidades que tratan de hacer el bien?
Entiendo que lo que se quiere decir con esa insistencia en defender la identidad y misión de la Iglesia es que lo diferencial está, en realidad, en su naturaleza religiosa, lo que implica el deber de conservar una doctrina, promover un culto y motivar a las personas para que pongan en práctica en sus vidas orientaciones de provecho. Si fuera así, no habría nada que objetar.
Salvo que se quiera decir que la Iglesia no debe mancharse las manos con los problemas terrenales, ni involucrase en la vida social, ni mucho menos, ¡válgame Dios!, meterse en política. Lo que viene siendo encerrarse en la sacristía, guardar en buen estado de revista las figuras de los santos y santas, y cuidar de las almas puras sin cuerpo.
Con todos los respetos, esto sí sería un grave error. No seré yo quien diga que es poco ofrecer consuelo, devolver la esperanza perdida y propiciar el encuentro con el misterio que es Dios. Es más, comparto que esa es la esencia de la Iglesia.
De hecho, cuando se experimenta honestamente la fe, resulta inevitable que tenga repercusión pública, impacto social, por pequeño que sea, más allá de la vivencia personal.
No se puede entrar en relación con un Dios al que nadie ha visto, sin encontrarse antes, o a la vez, con otras personas, en la vida misma, en la densidad del presente.
No por casualidad, la sabiduría cristiana señala a las personas empobrecidas, heridas y descartadas como lugar privilegiado de revelación, como verdaderos maestros y maestra en la fe.
El Evangelio no es un tratado filosófico, un libro de historia, ni un manual de mística, sino el relato desconcertante de la asombrosa vivencia de unas comunidades que descubrieron a Dios en Jesucristo y experimentaron su plenitud al tratar de seguir su ejemplo.
El salesiano Jesús Rojano, buen lector de Vattimo lo dice muy bellamente: “el cristianismo se presenta y se vive como acontecimiento salvador más que como una teoría ideológica con contenidos metafísicos inamovibles. El cristianismo es un acontecimiento de salvación, no un conjunto de dogmas”.
El compromiso por promover ese reino de Dios, que ya es, pero todavía no, impulsa a quienes siguen a Jesús a recrear comunidades fraternas, compasivas y absolutamente subversivas, donde saborear la cercanía del Espíritu y restaurar la dignidad de todas las personas a las que les ha sido arrebatada.
¿Acaso es posible amar a Dios e ignorar a los hermanos y hermanas infortunados, oprimidos y esclavizados?
La Iglesia, siempre de modo imperfecto e inacabado, se configura como comunidad de fieles que comparten la experiencia del amor infinito, como el Pueblo de Dios que sale a los caminos para llamar a todas las personas sin distinción a compartir la misma mesa para que a nadie le falte el alimento necesario ni vea comprometida su dignidad.
Y sí, puede que veces, en estos tiempos inciertos, secularizados y desacralizados, se confunda la Iglesia con una de esas simples ONG con fines sociales. ¡Qué cosas!

Redactor jefe de Noticias Obreras



