Por un consumo responsable

En este tiempo, en el que las compras crecen de forma tan acusada, hay que recordar que nuestra sociedad, desde finales de los años 60 del siglo pasado, viene caracterizada por el consumo, al que considera impulsor del crecimiento y motor de la economía. Genera actividad y trabajo, sin duda, mas, olvida un principio fundamental: en un planeta de recursos finitos, el crecimiento debe tener límites, de lo contrario tendremos “pan para hoy y hambre para mañana”, pues los recursos se agotan y debe haber suficiente no solo para las generaciones actuales (en cualquier parte del mundo), sino también para las venideras.
Los puestos de trabajo han variado a lo largo de la historia: hoy no existen herreros, aguadores, serenos… Sabiendo que lo ambiental genera más empleo (el ferrocarril frente a la carretera, las energías renovables frente a las convencionales…), se trata de organizar una transición justa, que no deje a nadie atrás y se proyecte hacia un modelo sostenible basado en una economía del bien común.
El que la sociedad del escaparate haya deslumbrado a la mayor parte de la población, puede explicarse por la desorientación y falta de sentido de la vida de muchas personas. No en vano, la publicidad apela a las emociones prometiendo bienestar, compañía y felicidad, satisfacción momentánea que para mantenerse (como ocurre con otras adiciones) tendrá que repetirse. Así adquirimos más y más productos, no siempre necesarios, cuyo mejor ejemplo es la moda textil que cambia las tendencias en periodos cada vez más cortos.
De esta manera, creemos que elegimos con libertad cuando en realidad somos manipulados bajo los criterios de las marcas y una publicidad interesada y permanente.
Las empresas introdujeron la obsolescencia programada para acelerar sus ciclos de venta. Ante tal fraude, algunos países como Francia la han prohibido y se vigila estrechamente en muchos otros. Peor resulta la obsolescencia percibida, por la que se desecha un bien en perfecto funcionamiento solo porque lo encontramos desfasado en relación con unos cánones comerciales arbitrarios y nos preocupa la mirada crítica de nuestros círculos más cercanos, lo que se da especialmente entre los grupos de jóvenes.
Todo producto adquirido no solo contiene unas materias primas determinadas, sino también agua y energía. En cuanto a la primera, recuérdense, por ejemplo, los 2.000 litros para fabricar una camiseta de algodón o los 7.000 para la elaboración de unos pantalones vaqueros; y en cuanto a la segunda, probablemente en su fabricación y eliminación se emitirán gases de efecto invernadero, como muestran sus ciclos de vida.
Por todo ello es importante aplicar la regla de las “6 R” en el orden en que han sido formuladas: reflexionar antes de comprar; rechazar lo que no se necesita; reducir, optando por formas de vida más sencillas; reparar antes de desechar; reutilizar, dando una segunda vida a los productos y, solo al final, reciclar.
Los bienes deben considerarse medios para facilitar nuestras vidas y no fines a los que acudir compulsivamente. En este caso, se convertirán en sucedáneos de carencias más profundas que deberán ser revisadas, pues el acento no estará puesto sobre el ser, lo esencial, los valores profundos, sino que la persona se dejará arrastrar por los reclamos comerciales del tener, la apariencia y el convencionalismo social.
Y si la compra es necesaria, no olvidar que existen mejores alternativas en el comercio justo, la banca ética, las tiendas de proximidad y de segunda mano, las cooperativas de consumo, los productos ecológicos…, pero siempre bajo criterios reflexivos: ¿realmente lo necesito? Es el punto de partida para un consumo responsable.

Doctor en Química
Presidente de la Asociación Española de Educación Ambiental



