El desorden económico mundial

Hasta hace muy poco tiempo la manera global de organizar la economía podía entenderse como un «orden económico mundial». Había unas normas que, esencialmente, habían salido de la organización que nos dimos los países occidentales al salir de la Segunda Guerra Mundial en el balneario de Bretton Woods.
De este lugar, en los últimos compases de aquella contienda, salieron unas ideas que, con adaptaciones a las distintas realidades a lo largo de los años y a los cambios estructurales y coyunturales de la economía mundial, han seguido una línea más o menos coherente. Los principios (nos gusten o no) que salían de allí eran, en primer lugar, el objetivo global de lograr un mayor crecimiento económico. A partir de esta base y de esta meta global, se consensuó que las herramientas que nos llevaban a ella iban a ser, en primer lugar, el libre comercio. Desregularizarlo era una clave importante para alcanzar la prosperidad mundial y se confiaba en que había que bajar aranceles y permitir el mayor comercio posible entre países para lograr la meta del crecimiento. En segundo lugar, se apostaba por una política monetaria independiente en cada país y por una coordinación entre las naciones del mundo. Por último, para compensar las desigualdades y la pobreza que podía generar esta apuesta decidida por el crecimiento, se articulaba un mecanismo de redistribución que ayudase a los países que peor estaban a nivel internacional.
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