Del rebuzno al misil. La satira cervantina en la tragedia de Palestina

Todavía esta reflexión satírica: ¡Alegría por la vida, vergüenza mundial por la forma!
En el Quijote, una burla absurda entre pueblos vecinos por un burro perdido desata una “batalla ridícula pero cierta”. Cuatro siglos después, esa metáfora ilumina con crudeza el conflicto palestino-israelí: el desprecio mutuo se ha institucionalizado como política, y la tierra que vio nacer a Jesús, el mensajero de la paz, arde en un ciclo interminable de guerra.
El eco de un rebuzno en la historia
Miguel de Cervantes, con la genialidad que lo caracteriza, talló en el capítulo XXVII del Quijote una sátira inmortal: “la batalla de los rebuznos”. Lo que comienza como una anécdota grotesca –la búsqueda de un asno– degenera en una espiral de violencia colectiva. Este relato, pensado para provocar la risa, encierra una verdad profunda sobre la naturaleza del conflicto humano. Hoy, ese mismo mecanismo de ofensa, deshumanización y escalada resuena con ecos trágicos en una de las disputas más complejas y dolorosas de nuestro tiempo: la que desangra Palestina.
La mecánica del absurdo: de la burla a la deshumanización
La sátira/fabula cervantina es un modelo perfecto de cómo se construye un conflicto. Todo nace de un acto trivial –un rebuzno torpe– que, al ser descubierto, se convierte en el combustible de la burla entre pueblos vecinos. La herida en el orgullo colectivo se infecta hasta que, como escribe Cervantes, “la risa se convirtió en sangre”. La sátira muestra que no se necesita una causa noble para la guerra; basta con que el honor herido encuentre en el otro un chivo expiatorio.
En el conflicto palestino-israelí, esta dinámica se repite, pero trasladada de la Mancha a una tierra disputada palmo a palmo. El “rebuzno” inicial ha mutado en un discurso de desprecio sistémico y deshumanizador. Este lenguaje se ha institucionalizado hasta reflejarse en las declaraciones de altos cargos israelíes. El entonces Ministro de Defensa, Yoav Gallant, se refirió a los palestinos como “animales humanos” al inicio de la guerra, un sentimiento que se materializó en la imposición de un asedio total sobre Gaza. Y que ha acabado en la demolición y el genocidio. En la misma línea, el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores, Lior Haiat, calificó el conflicto como “una guerra contra animales, monstruos, gente inhumana”.
Este discurso no solo alimenta, sino que también refleja una islamofobia que presenta al palestino como una amenaza permanente, sobre el que mantiene un severo régimen de control. Dicho régimen ha sido calificado como apartheid por organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, en referencia a su entramado de leyes y prácticas que garantizan la supremacía de un grupo y despojan de derechos a otro.
Frente a esto, sectores palestinos han respondido con un antisemitismo que, bajo la bandera del antisionismo, borra deliberadamente la línea entre el Estado de Israel, su ideología y el pueblo judío. El resultado es un círculo vicioso de negación y odio donde, como en la Mancha, la humanidad del vecino se convierte en la primera baja.
El botín tangible y los padrinos externos
Más allá de las narrativas de “seguridad” o “legítima defensa”, subyace una lucha por un recurso tangible y primario: la tierra. El control de colinas, valles, calles y casas es el objetivo real. Los desalojos forzosos no son meros daños colaterales, sino una herramienta política de dominio. Lo que Cervantes retrataba como una guerra absurda entre aldeas, aquí se materializa en muros de hormigón, chequeos militares permanentes y órdenes de destrucción y desahucio.
Y ningún conflicto se sostiene en el vacío. Cervantes lo sabía bien: las aldeas en disputa buscaban alianzas con pueblos vecinos para avivar su orgullo herido. En Oriente Medio, ese papel de “padrino” lo ha ejercido de forma escandalosa y por el poder de la fuerza Estados Unidos. La Administración de Donald Trump ha actuado (y lo ha demostrado impúdicamente en la imposición de “la paz”) como valedor incondicional de Benjamin Netanyahu: el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén en 2018 y la proclamación de que “Jerusalem is Israel’s capital” no fueron gestos diplomáticos neutrales, sino actos que legitimaron políticas de ocupación y consolidaron un desequilibrio de poder con consecuencias mortales.
La paradoja insoportable: la tierra de la paz, ahogada en sangre
La ironía más desgarradora yace en la propia geografía. Esta tierra agrietada por el odio es la misma que pisó Jesús de Nazaret, quien predicó la paz, el amor al prójimo y las Bienaventuranzas para “los pacíficos”. El suelo que escuchó el sermón más famoso de la historia hoy retumba bajo el estruendo de misiles. El mensaje de reconciliación se ahoga entre alambradas y discursos de odio. El lugar que para millones es un faro espiritual universal es, a la vez, un escenario de expulsiones, destrucción, masacres y genocidio. Esta contradicción ha convertido el conflicto no solo en una tragedia política, sino en un fracaso moral para la humanidad.
Cuando la sátira envejece como tragedia
La batalla de los rebuznos era, en palabras de su autor, una “batalla ridícula pero cierta”. El conflicto palestino-israelí es su reverso tenebroso: una tragedia demasiado cierta, donde lo ridículo ha sido reemplazado por lo atroz y la crueldad. La burla se ha convertido en deshumanización. El desprecio, en política de Estado. Y la sátira literaria, en una metáfora dolorosamente exacta de un exterminio real.
Mientras el odio se mantenga como motor de la acción colectiva, la paz seguirá siendo una quimera. La risa, como advirtió Cervantes, seguirá convertida en sangre. Y la tierra que dio a luz a un mensaje de paz para el mundo, seguirá ardiendo. Y la humanidad ¿tendremos valor y coraje suficiente para acabar con esta barbarie?

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