De cómo la víctima puede ser verdugo

El pasado 26 de septiembre escuché al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, acusar en la ONU a los lideres mundiales que habían reconocido al Estado palestino de estar enviando al mundo el mensaje antisemita según el cual “asesinar judíos tiene recompensa”. No era la primera vez que escuchaba algo parecido: hace poco más de un año había oído decir a Fleur Hassan-Nahoum –exvicealcaldesa de Jerusalén por el Likud, el partido del actual primer ministro israelí– que criticar el exterminio judío de la Franja de Gaza era “propaganda de Hamás y de los islamistas”.
Pero a tal exabrupto de Netanyahu, sucedió una pregunta que me pareció estúpida y fuera de lugar, dirigida a quienes acusaban a Israel de estar cometiendo un genocidio: “¿Acaso los nazis pidieron amablemente a los judíos que abandonaran las ciudades?”. Me lo pareció porque –si le había entendido bien– estaba comparando el modo de comportarse de Israel con el de los nazis. Y no pude evitar que viniera a mi memoria y parafraseara el conocido dicho: “si no puedes justificarte de otra manera, no te disculpes”; al menos, no lo hagas comparándote con esa gente. Y la verdad es que, al escuchar su pregunta no pude evitar, además, que me vinieran a la memoria dos narraciones que el judío Elie Wiesel (1928-2016) –superviviente de Auschwitz y premio Nobel de la paz (1986)–, cuenta en su trilogía La noche, El alba y El día (1958). Son dos narraciones en las que relata cómo una víctima puede acabar siendo un verdugo.
Esta es una trilogía conocida, sobre todo, por las páginas en las que relata –en La noche— el ahorcamiento de dos adultos y un niño en el patio de Auschwitz, la obligación de asistir a las ejecuciones y el desfilar de todos los presos delante de los ahorcados, mirándolos de frente. Como conocidas son las páginas en las que Wiesel recoge la pregunta que brota de su interior –en diferentes momentos– ante tan macabro espectáculo: “¿Dónde está Dios?”. Y cómo, cuando le toca pasar delante del niño que, a diferencia de los dos adultos, todavía agoniza, vuelve a brotar la pregunta, en esta ocasión, con respuesta: “¿Dónde está Dios? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca… Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver”.
Creo que son menos conocidos los dos pasajes de El alba en los que refiere cómo la víctima que había sido él, acaba convirtiéndose en verdugo, una vez liberado y enrolado en la liberación de una Palestina bajo mandato inglés. En el primero de estos pasajes narra su participación en un ataque a un convoy militar. Tras instalar las minas en la carretera y ocupar sus posiciones, llega el convoy y vuelan el primero de los coches. Los soldados de los otros dos saltan a tierra en medio de un fuego cruzado y corriendo en todas las direcciones, con la cabeza gacha.
“Nuestras balas cortaban sus piernas como con una inmensa guadaña y ellos caían lanzando gritos de dolor. La escena solo duró sesenta segundos. Nos retiramos en orden. Todo se desarrolló sin el menor obstáculo”. Habia sido una operación exitosa. Ya de regreso a la base, y tras recibir los parabienes, noté –apunta Wiesel– una “náusea” que, de repente, me contraía el estómago. Empecé a sentir “horror de mí mismo” al recordar cómo los soldados SS en los guetos de Polonia abatían a los judíos de manera parecida a como lo habíamos hecho nosotros: “algunas metralletas aquí y allá; un oficial que, riendo o comiendo, daba una breve orden: Feuer. Y la guadaña de fuego empezaba a cortar cabezas y piernas”. Algunos judíos intentaban escapar, pero “también a ellos la muerte les cercenaba las piernas bruscamente…”. Sumido en estos amargos recuerdos, se me acercó un compañero para decirme: “No te atormentes. Es la guerra”. Esta primera narración siempre me ha llamado la atención por ser un claro ejemplo de cómo la víctima empieza a convertirse en verdugo y lo hace, al menos, para sorpresa mía, revistiendo tal tránsito –como judío ortodoxo que era E. Wiesel– de una más que cuestionable cobertura religiosa: a partir de ese día, Dios ya no estaba ahorcado. Era “un combatiente de la Resistencia”.
En el segundo pasaje relata cómo se le ordena ejecutar –en represalia– a un oficial británico que habían capturado. Y cómo, tras dispararle en el corazón, “me acerqué a la ventana” y miré la noche. Esta “tenía un rostro. Lo miré y comprendí mi terror. Ese rostro era el mío”. El alba había regresado a lo más oscuro de la noche y a la noche más oscura.
¿Por qué al escuchar a Netanyahu en la ONU he recordado estos dos pasajes del Nobel de la Paz? Creo que porque muestran que –al menos en su caso– una víctima puede acabar siendo un atormentado verdugo; pero verdugo, al fin y al cabo. Dejo en manos del lector y de la lectora aventurar qué hubiera hecho de haber tenido que ser también ejecutor de la política que Benjamin Netanyahu viene liderando desde hace más de dos años en la Franja de Gaza ¿se hubiera enfrentado a su política exterminadora y genocida? Lo confieso: tengo algunas dudas.

Sacerdote de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria). Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ed. HOAC, 2021)