La guerra, crucifixión de los pobres

La guerra, crucifixión de los pobres
FOTO | Vía OIT

La humanidad se enorgullece de haber alcanzado el siglo XXI con avances tecnológicos que parecían impensables hace apenas unas décadas. Tenemos inteligencia artificial capaz de resolver problemas complejos, medicina que prolonga la vida, satélites que permiten comunicarnos en tiempo real desde cualquier rincón del planeta.

Y, sin embargo, seguimos repitiendo el mismo error ancestral: la guerra. Una guerra que hoy no es un accidente histórico ni un estallido espontáneo de violencia, sino una maquinaria calculada, industrializada, planificada. Una guerra que no es más que el negocio obsceno de los poderosos y la condena brutal de los pobres.

Porque conviene decirlo sin rodeos: los que mueren nunca son los que deciden. Los que mueren son los hijos de los obreros, los nietos de los campesinos, los jóvenes reclutados de barrios humildes. Los que deciden, en cambio, viven a salvo, blindados en sus palacios y despachos, firmando contratos con los fabricantes de armas, especulando en las bolsas con cada nuevo conflicto. El campo de batalla de hoy es la prolongación de un viejo pacto: que los pobres pongan los muertos y los ricos cobren las ganancias.

La Doctrina Social de la Iglesia lo ha denunciado con una claridad que no puede seguir siendo ignorada: “Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como “daños colaterales”.

Preguntemos a las víctimas. Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la radiación atómica o los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz”. (Fratelli tutti, 261). No es un mal necesario, no es una opción legítima más: es un fracaso, un pecado colectivo contra los pobres y contra Dios mismo.

Y, sin embargo, gobiernos enteros, incluso los que se proclaman herederos de valores cristianos, siguen justificándola, bendiciendo presupuestos militares que desangran a los pueblos, llamando “defensa” a lo que es negocio, y “sacrificio” a lo que es simple expolio.

El engaño ha sido tan profundo que nos han hecho creer que la paz no da dividendos, que la paz no mueve la economía, que la paz no genera beneficios. Nos han repetido que la industria armamentística crea empleos, que las guerras “dinamizan” la economía. Es la mentira más cruel y más rentable del capitalismo global. Porque los dividendos de la guerra existen, sí, pero son exclusivos: se quedan en los bolsillos de unos pocos. Los dividendos de la guerra enriquecen a las élites financieras, a los estados que negocian con armas, a los consorcios energéticos que saquean recursos. No llegan nunca al pueblo, no llegan a los trabajadores, no se traducen en pan ni en vivienda.

Los dividendos de la paz, en cambio, son inclusivos y universales. La paz multiplica las posibilidades colectivas: permite que se construyan escuelas en vez de trincheras, hospitales en lugar de arsenales, viviendas en vez de refugios improvisados. La paz reparte riqueza de manera equitativa: genera empleo digno, amplía el acceso a la salud, fortalece los lazos comunitarios, abre horizontes de esperanza. La paz es expansiva, la guerra es concentradora. La paz multiplica el pan; la guerra lo arranca de las manos de los hambrientos.

El Evangelio no admite ambigüedades en este punto. Jesús no justificó jamás la violencia, ni se alineó con los imperios de su tiempo. No bendijo a los ejércitos ni a los poderosos. Estuvo del lado de los pequeños, de los descartados, de los crucificados por el poder. Hoy, Cristo está en cada niño que muere bajo las bombas, en cada refugiado que huye y es rechazado en las fronteras, en cada madre que busca a su hijo desaparecido. La guerra crucifica de nuevo a Cristo en los cuerpos de los pobres, y nosotros, como sociedad, decidimos si lo seguimos crucificando o si por fin bajamos ese martillo.

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La Doctrina Social ha sido explícita en condenar el sistema que convierte la guerra en motor económico. San Juan XXIII, en Pacem in terris, proclamó que la paz solo puede construirse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. San Pablo VI, en la ONU, gritó aquel inolvidable “¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad”. Juan Pablo II advirtió que toda guerra “es una derrota para la humanidad”. Y Francisco, en Fratelli tutti, ha repetido que no existen guerras justas, que no podemos seguir aceptando la violencia como vía legítima. Y León XIV desde el principio de su pontificado nos ha gritado y pedido “una paz desarmada, desarmante y también perseverante, que proviene de Dios, que nos ama a todos incondicionalmente”. Es un magisterio coherente y valiente, pero que será letra muerta si los cristianos no lo encarnamos en la vida pública, en las fábricas, en los sindicatos, en los barrios, en la política.

Porque la pregunta es inevitable: ¿cómo puede un gobernante pensar en su pueblo mientras destina miles de millones al gasto militar y deja a hombres y mujeres sin hospitales, sin escuelas, sin viviendas dignas? ¿Cómo puede la humanidad resignarse a gastar en armas lo que bastaría para erradicar el hambre global?

El siglo XXI no necesita más guerras, pero el capitalismo global las produce como mercancía necesaria. ¿Por qué? Porque la guerra sigue siendo el gran negocio del presente. La guerra abre mercados, dispara la especulación, multiplica contratos, asegura dominios. Todo, menos justicia. Todo, menos dignidad. Todo, menos vida.

Y no se trata de ingenuidad. No es ingenuo exigir paz. Ingenuo es creer que podremos sobrevivir a un mundo donde cada década repite la lógica de la destrucción masiva. Ingenuo es aceptar que la economía solo puede moverse sobre cadáveres. Ingenuo es creer que los pobres seguirán soportando eternamente ser carne de cañón.

La voz del movimiento obrero y la voz del Evangelio coinciden en este punto: la guerra es siempre contra los pobres. El Evangelio lo dice en clave profética: “Tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestisteis, estuve enfermo y me visitasteis”. El movimiento obrero lo dice en clave política: son nuestros hijos los que mueren, son nuestras comunidades las que quedan arrasadas, son nuestras manos las que producen armas que nunca deberíamos haber fabricado.

Por eso, el grito hoy debe ser más fuerte que nunca: ni un euro más para la industria de la muerte, ni un niño más sacrificado en el altar de la codicia. Si el siglo XXI quiere ser humano, debe apostar radicalmente por la paz. Una paz con justicia social, con dignidad obrera, con respeto a la vida. Una paz que dé dividendos colectivos, no beneficios privados. Una paz que multiplique la esperanza, no que siembre tumbas.

El Evangelio no nos deja opción: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Esa es la llamada, y hoy resuena más urgente que nunca.