Sangnier, un pionero del cristianismo social

Sangnier, un pionero del cristianismo social
Foto | Marc Sangnier, el segundo por la derecha en 1929 (Archivos de la familia Sangnier)

La historia de los cristianos progresistas es increíblemente rica, aunque también circunscrita, por lo general, a los ámbitos académicos. Marc Sangnier (1873-1950), el gran laico francés, fue un pionero a la hora de reconciliar, en Francia, catolicismo y republicanismo.

Hijo de la burguesía acomodada, estudió en el Colegio Stanislas de París, un centro regentado por religiosos marianistas de tendencia liberal. Hacia 1893 se reúne con algunos condiscípulos en un sótano de la escuela, “La Cripta”.

Mientras tanto, un antiguo alumno funda un periódico, Le Sillon (El Surco). Ambos grupos se fusionarán seis años más tarde para crear el movimiento sillonista. Sangnier, utiliza su talento oratorio y su capacidad de seducción para multiplicar sus conferencias en escuelas, seminarios o cuarteles.

Los obispos presencian maravillados el auge de este catolicismo ardiente. El Papa, León XIII, se siente satisfecho. Pero esta luna de miel se rompe con el deslizamiento de los sillonistas hacia el progresismo.

En 1906, Sangnier dio su famosa definición de democracia como el sistema que tiende a aumentar al máximo la conciencia y la responsabilidad cívica de todos los ciudadanos. No bastaba, pues, con una buena legislación social. Cada persona debía convertirse en el “guardián de la cosa pública”. “El alma de la República quiere vivir en cada ciudadano”, sentenció Sangnier.

El cristianismo se convierte así en una fuerza imprescindible para la democracia, la única capaz de impedir que el interés general y el particular continúen disociados. Sus valores de justicia, verdad y fraternidad no son abstracciones teóricas, sino el fundamento del Reino de Dios sobre la Tierra, sinónimo de las aspiraciones de la humanidad en su conjunto.

Para el fundador del Sillon, Dios, hecho hombre en Jesús, es la más alta expresión de estos ideales. La creencia en Jesús, por tanto, hace posible la democracia. Es más, constituye una condición sine qua non para su éxito.

Este lenguaje religioso suscitó numerosas críticas contra el sillonismo, al que sus oponentes tildaron de socialismo místico, más utópico aún que el de raíz marxista. Sangnier recordó que no era cierto que estuviera contra los empresarios, ni que predicara la revuelta contra toda autoridad. Tampoco pretendía que el poder perteneciera por igual a los más y a los menos capaces. Reconocía, por el contrario, la importancia de la función patronal.

El auténtico patrón, lejos de ser un rentista ocioso, es el cerebro de la fábrica y puede llegar a ser el corazón si los obreros le quieren. No se trata de eliminarlo como les gustaría a los socialistas, sino de conseguir que un número cada vez mayor de personas pueda acceder a su estatus y ejercer sus funciones. La responsabilidad económica no debe limitarse, pues, a una élite muy reducida. Han de ser los obreros, libres y conscientes, los que posean los medios de producción.

No se trata, sin embargo, de solucionar la problemática social solo con la transformación económica. Hay que apuntar más hondo, a la educación de las masas. Así, el obrero dejará de ser una criatura ciega e inconsciente a la que explotan en función de intereses que no alcanza a comprender.

Por todos estos motivos, Le Sillon era visto como un peligro entre los círculos católicos más conservadores. Sangnier atacó con virulencia su inmovilismo, su obstinación en no avanzar por miedo a dar un paso en falso. Le parecía que ciertas personas estaban más preocupadas condenar los errores de los demás, lanzando anatemas y excomuniones, que en divulgar la verdad de su fe.

Libertad de expresión en la Iglesia

Pese a estas críticas, el líder sillonista seguía proclamando su fidelidad, consciente y libre, al cura, al obispo y al Papa. Católico obediente, no podía pretender destruir la disciplina religiosa, pero sí enmarcarla en sus auténticos límites. La autoridad de la Iglesia, a su juicio, no se compara a la que ejerce un tirano, sino a la de un padre. Los hijos, por tanto, faltarían a su obligación si no expresaran sus puntos de vista, si ocultaran sus sentimientos.

De esta libertad se deduce que la política es un ámbito con su propia autonomía. En consecuencia, los laicos pueden y deben actuar sin necesidad de aguardar las consignas de Roma. La jerarquía eclesiástica, lejos de sentirse amenazada por esta emancipación de los creyentes, debe comprender que redunda en su propio beneficio.

En adelante, la Iglesia podrá permanecer al margen de los enfrentamientos entre partidos, sin identificarse con ninguno de ellos. A ella no le incumbe decidir la forma política de los Estados mientras éstos respeten la moral universal. Es estúpido acudir a la fe cuando se trata de resolver los mil problemas que presenta el gobierno de un país, apuntaba con humor el dirigente sillonista: “¿Qué pensaríamos de alguien que, al ser preguntado sobre si prefiere el librecambio o el proteccionismo, respondiera que es católico?”

La inquietud de los conservadores se acentúa cuando, a partir de 1906, Sangnier amplía su movimiento a los no católicos, sean protestantes o librepensadores. Surge entonces le plus grand Sillon, destinado a todos aquellos que desean aportar al sistema democrático “un sentido real de justicia y de fraternidad”.

Esta evolución en sentido ecuménico hará disparar en Roma todas las alarmas. Pío X condenará en una encíclica a los sillonistas, por considerarles nuevos heréticos que, fingiendo sumisión a la Iglesia, pretenden reformarla desde dentro. Así, Le Sillon, como movimiento central, queda disuelto. Los movimientos locales pueden continuar a condición de convertirse en entidades diocesanas bajo la autoridad del obispo correspondiente.

Hijo fiel de la Iglesia, Sangnier acepta el veredicto del Vaticano. Dejará el apostolado para dedicarse a la política. En la actualidad, su vida todavía interpela a todos los que desean una democracia más auténtica y una Iglesia más comprometida con los problemas reales.