La mentira del pueblo en peligro

El partido ultraracista y neoliberal Vox, en boca de su portavoz Rocío de Meer, ha defendido esta semana un plan de deportaciones masivas —que afectaría, según sus propias palabras, a ocho millones de personas— con una frase que, aparentemente inocente, condensa toda la violencia ideológica de su propuesta: “Tenemos el derecho a querer sobrevivir como pueblo”. Dicha afirmación, repetida como justificación final, se ha convertido en el manto retórico de un programa político que es ilegal e inmoral; que se sostiene sobre una cadena de falsedades, prejuicios y una peligrosa manipulación del concepto de identidad nacional.
La primera gran mentira es numérica. Vox habla de ocho millones de personas extranjeras y sus descendientes como si fueran un bloque homogéneo que acaba de llegar. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2024 residían en España unos 6,3 millones de personas extranjeras –de 49,1 millones de habitantes–. La cifra de ocho millones es una exageración deliberada que incorpora a quienes ya han nacido y crecido en nuestro país, muchas veces con nacionalidad española y pleno arraigo. Tratar a hijos e hijas de migrantes nacidos en nuestro país como si no pertenecieran a él es un acto de borrado de ciudadanía, una exclusión que solo puede sostenerse desde el racismo.
La segunda falacia es cronológica. Se afirma que esta llegada masiva ha ocurrido “en un corto periodo de tiempo”, como si se tratara de una oleada incontrolable e improvisada. Pero la migración en España es un fenómeno estructural desde hace más de dos décadas, y ha ido acompañada de múltiples procesos de integración social, educativa y laboral. No estamos ante una irrupción reciente, ni ante el cacareado “gran reemplazo”, sino ante una transformación que ha aportado riqueza humana y cultural al país, aunque también tenga imperfecciones.
La tercera falsedad es la más grave: la idea de que esta diversidad pone en riesgo la supervivencia del pueblo español. ¿Está realmente amenazada España como comunidad política o cultural? ¿Hay indicios de que sus lenguas, instituciones, costumbres o valores estén siendo arrasados por quienes han venido a buscar un futuro mejor? ¿Se ha colapsado la vida común por la presencia de ciudadanos de otros orígenes? La respuesta es clara: no; más bien al contrario. Las verdaderas amenazas a la cohesión social son la desigualdad, la precariedad, al explotación laboral, el racismo y la polarización alentada desde los púlpitos del miedo que tanto gusta a Vox.
Se recurre, además, al viejo recurso de culpar al extranjero empobrecido de todos los males. Se dice que “las calles ya no son de los españoles”, que la “tranquilidad” se ha perdido y que la “inseguridad” ha aumentado por culpa de quienes no se adaptan a “nuestras costumbres”. Pero ni hay datos que vinculen directamente la criminalidad con la migración, ni existen usos culturales monolíticos que puedan imponerse a quienes son ciudadanos de pleno derecho. Se invoca un ideal de identidad cerrada para justificar la exclusión, cuando en realidad el pueblo español —como cualquier pueblo moderno— es diverso, cambiante, abierto y plural.
Esta lógica excluyente llega hasta el punto de atacar incluso a la Iglesia cuando actúa conforme a su misión evangélica. Esta misma semana, la diputada de Vox por Almería ha exigido a la diócesis que dé marcha atrás en su proyecto de convertir el antiguo seminario en un centro de acogida para migrantes. En lugar de reconocer un gesto de humanidad y compromiso cristiano —Nunca el seminario de Almería estuvo tan cerca de Dios, escribe el director del diario La Voz de aquella ciudad—, criminaliza a quienes acogen, al tiempo que opone a las personas empobrecidas de aquí frente a los de allá, como si los derechos fueran excluyentes y no compartidos. Esta es la lógica del descarte: dividir a los últimos para que no cuestionen a los primeros.
Por todo ello, no basta con desmentir los datos. Es necesario denunciar el marco ideológico que los sostiene: una visión etnonacionalista del “pueblo” como algo puro y amenazado, que debe defenderse incluso a costa de pisotear los derechos humanos. El término “reemigración”, con el que la diputada intenta edulcorar lo que en realidad serían expulsiones forzosas masivas, es solo un eufemismo de limpieza étnica. En su lógica, se trata de eliminar a quienes no encajan en su ideal excluyente.
Frente a esta narrativa, la ciudadanía debe defender una verdad sencilla: nadie es más ni menos español por el color de su piel, por el origen de su padre y madre o por la lengua que habla en casa. Como escribe el papa Francisco en Fratelli tutti, “nadie puede quedar excluido, no importa dónde haya nacido, y menos a causa de los privilegios que otros poseen porque nacieron en lugares con mayores posibilidades. Los límites y las fronteras de los Estados no pueden impedir que esto se cumpla. Así como es inaceptable que alguien tenga menos derechos por ser mujer, es igualmente inaceptable que el lugar de nacimiento o de residencia ya de por sí determine menores posibilidades de vida digna y de desarrollo” (FT, 121). Y mucho menos, para que se les condene al desarraigo o a la expulsión en nombre de una patria que ya es suya.
El “derecho a sobrevivir como pueblo” no se ejerce expulsando, sino conviviendo. No se afirma a través del miedo, sino de la justicia. No se construye señalando culpables imaginarios, sino reconociendo la dignidad –que une– de todas las personas que habitan este país. Esa es, también, nuestra obligación moral y cristiana “para construir un nosotros con mayúsculas”.

Director de Noticias Obreras.
Autor del libro No os dejéis robar la dignidad. El papa Francisco y el trabajo. (Ediciones HOAC, 2019). Coeditor del libro Ahora más que nunca. El compromiso cristiano en el mundo del trabajo. Prólogo del papa Francisco (Ediciones HOAC, 2022)
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