La caricia que cuida la vida

La caricia que cuida la vida
Ya habíamos vivido todas las etapas iniciales de esa aventura que es la crianza y, ahora, andábamos acompañando las vidas de Joel, Marta y Mateo: tres hijos maravillosos, cada uno en su etapa, con sus ritmos, sus desafíos y su carácter.

Joel, con sus 17 años, ya con un pie cercano al mundo adulto; Marta, con 15, en plena adolescencia, firme y sensible a partes iguales; y Mateo, el pequeño de la casa, que con 10 años sigue ganando autonomía y soltura. Un crack. La casa funcionaba con su dinámica: con sus horarios más o menos establecidos, con ciertas rutinas, con algo de caos, mucho amor… y cierto equilibrio dentro del desequilibrio ganado con los años.

Y entonces, de repente, tocó volver a empezar.

Un niño de dos años y medio llegó a nuestras vidas con un chupete, un pañal y una mochila invisible cargada de incertidumbre y necesidades. Andamos acogiéndole temporalmente, sabiendo que su estancia sería limitada, pero también intuyendo que el impacto de su presencia es y será profundo para toda la familia.

Desde el primer momento, este acogimiento ha sido una experiencia transformadora. Supuso reajustes importantes en toda la familia. No solo para los adultos, también para nuestros hijos, que han tenido que reencontrarse con la ternura, con la paciencia, con la empatía activa. Volver a compartir atención, espacio, tiempo y protagonismo. Y lo han hecho con una generosidad que nos emociona.

Los primeros días costaron. Al pequeño Álex le costaba dormir, porque quisimos quitarle el chupete el primer día que se quedó en casa con la familia. ¡Qué ilusos! Y, aunque llegaba bastante autónomo, últimamente va necesitando brazos y abrazos constantemente, rutinas firmes y, sobre todo, mucha calma ante las pataletas propias de la edad. También tuvimos que reaprender cosas: cambiar pañales, cantar nanas y contar cuentos, reorganizar el calendario familiar, ceder tiempo que creíamos ya nuestro. Fue como reabrir una etapa cerrada hace años, una etapa que no habíamos olvidado, pero que ya no vivíamos a diario.

Y, sin embargo, reencontrarse con ese ritmo más lento, con esas pequeñas conquistas cotidianas, ha sido también una forma de volver a lo esencial. Cuando dejó de morder a sus compañeros del aula de dos años. Cuando acabó de aprender a decir coche, porque solo le salía «poche». Cuando se animó a subir solo un escalón. Cuando nos miró y sonrió, no por imitación, sino con complicidad. Momentos así nos recordaron que crecer y cuidar es siempre un milagro, aunque a veces lo olvidemos.

El acogimiento familiar es una medida clave para ofrecer a niños y niñas en situación vulnerable una oportunidad real de crecer en un entorno seguro, afectivo y estable. Y, sin embargo, sigue siendo una opción poco visible, escasamente explicada y, lo que es peor, insuficientemente apoyada por las administraciones públicas. Hay muchas familias dispuestas a abrir sus puertas y demasiados menores que necesitan salir del sistema residencial. Pero los trámites son largos, los recursos limitados y el acompañamiento muchas veces no está a la altura de lo que se exige emocional y logísticamente a quienes acogen.

En nuestro caso, nos sentimos a veces desbordados, sobre todo al principio. No por falta de ganas, sino porque el sistema no siempre está preparado para acompañar a las familias de forma continua y cercana. Hay recursos, sí, pero muchas veces se activan tarde, o dependen más de la buena voluntad individual que de un compromiso institucional firme. Nos sostuvimos en gran parte gracias a nuestra red cercana: familiares, amistades, el colegio, incluso nuestros propios hijos, que se volcaron sin que nadie se lo pidiera.

No se trata solo de cuidar, sino
de
acompañar sin invadir, de estar
sin
agobiar, de ofrecer seguridad sin exigir
confianza inmediata

También hemos aprendido a mirar de otra forma. Donde antes veíamos una rabieta, ahora vemos una llamada de atención. Donde parecía que había rechazo, hay miedo. Cada gesto trae detrás una historia que vamos descifrando poco a poco, sin prisas, con presencia y respeto. Porque no se trata solo de cuidar, sino de acompañar sin invadir, de estar sin agobiar, de ofrecer seguridad sin exigir confianza inmediata.

También puedes leer —  Migrantes: la quiebra de los derechos humanos

Sabemos que este niño no se quedará con nosotros para siempre. Que su paso por nuestra casa es una etapa. Que llegará el momento de la despedida. Y también sabemos que será doloroso. Pero será un dolor sereno, porque sabremos que lo cuidamos, lo sostuvimos y lo acompañamos como mejor supimos. Que creció en un entorno con abrazos, con normas claras, con cariño incondicional. Que le dimos un hogar, aunque fuera prestado, y la certeza de que el mundo también puede ser un lugar seguro.

Volver a empezar no fue fácil. Supuso cambiar rutinas, prioridades, ritmos… pero también fue una forma de recuperar algo esencial que a veces se diluye con el tiempo: la capacidad de mirar con asombro, de ofrecerse sin medida, de estar plenamente presentes. Hoy, cuando vemos al pequeño corretear por el pasillo o los avances hablando mientras juega, sentimos que este proceso, aunque duro, está siendo un regalo para toda la familia.

Cuidar una vida es sembrar futuro en el presente; es recordar que, en cada gesto de ternura, en cada acto de paciencia y en cada abrazo oportuno, construimos no solo un hogar, sino un mundo donde la dignidad y el amor son posibles. Porque al proteger la fragilidad de un niño, honramos la esencia misma de la humanidad: la certeza de que nadie crece solo, y de que cada vida cuidada es un triunfo silencioso que siembra futuro.

Ojalá más familias se animen a dar este paso. Ojalá el sistema sea capaz de apoyarles como merecen. Porque acoger no es solo ofrecer un lugar en casa; es abrir un espacio en la vida. Y eso, aunque duela a veces, transforma para siempre.

TÚ CUENTAS

Manda tu historia o danos una pista: redaccion@noticiasobreras.es
WhatsApp: 629 862 283