El pobre como enemigo

En la España de hoy, no basta con tener hambre para que te escuchen. Ni con haberlo perdido todo para que te comprendan. Al contrario: el hecho de ser pobre, migrante o excluido se ha convertido en una culpa, en una carga social, en una amenaza.
Y eso no es un accidente. Es un mensaje sistemático que avanza como política, como relato, como sentido común. Se está instalando, cada vez con más descaro, la idea de que el pobre estorba. Y que el migrante molesta. Y lo que es más grave: hay sectores políticos que están haciendo de ese odio su principal capital electoral.
No se trata ya solo de desprecio individual o de prejuicios arrastrados por la historia. Se trata de una operación cultural y política de fondo, que busca convertir el dolor de los vulnerables en una herramienta de control social, en una excusa para el recorte de derechos, en una estrategia de división del pueblo.
El pobre, el sintecho, el que sobrevive en los márgenes, el que migra huyendo del hambre o la guerra, pasa a ser visto no como víctima del sistema, sino como amenaza para él.
Así funciona la aporofobia organizada: no se dice “fuera los pobres”, aún no o tal vez sí, pero se avanza en criminalizar la mendicidad, desmantelar la cooperación social, recortar ayudas básicas, estigmatizar la ayuda fraterna, desincentivar el socorro institucional y culpar a los más empobrecidos de “abusar del sistema”… y por ello sí se dice “fuera los inmigrantes”.
Y se hace, además, con una precisión mediática y una impunidad política que solo es posible por la inoperancia, la desmovilización o el cálculo mezquino de quienes podrían frenar este avance.
Esto no es nuevo. Pero hoy adquiere una dimensión alarmante. En nombre del “orden”, de la “seguridad” o del “mérito”, se legitima una política del castigo y del abandono. Se mira al sintecho con asco. Al mantero, con sospecha. Al migrante, con recelo. Y a quien los defiende, con burla o directamente como cómplice de una “ideología del buenismo”.
Y aquí es donde la interpelación debe ser clara, nítida, sin matices: quien crea en el Evangelio, no puede mirar hacia otro lado.
Porque si algo está claro en los textos más antiguos de nuestra fe es esto: el lugar del cristiano no es con los poderosos que desprecian, sino con los últimos que resisten.
Jesús no asistía a los pobres desde la distancia: nació pobre, vivió como pobre, y murió como uno más entre los descartados del Imperio.
Cuando desde ciertos estrados, medios de comunicación o bancadas parlamentarias se criminaliza la pobreza, se desprecia al migrante o se cuestiona el derecho a una vida digna por el solo hecho de haber nacido en otro país o en otra clase, no se está cometiendo solo un error político o moral. Se está negando al mismo Cristo.
“Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me acogisteis…” (Mt 25, 35). Ese texto no es una sugerencia poética. Es un juicio político. Es una advertencia radical. Es una toma de posición.
Porque Cristo se identifica sin ambigüedades con los hambrientos, los forasteros, los encarcelados, los enfermos. Y hoy, eso significa que se identifica con quienes duermen en la calle, con quienes cruzan el Estrecho en una balsa, con las mujeres que crían solas en condiciones de miseria, con los niños y niñas que comen una vez al día, con los hombres y las mujeres que ya no encuentran un lugar donde ser reconocidos como tales.
El Evangelio no puede convertirse en anestesia para conciencias cómodas. Ni la caridad en limosna decorativa. Lo que se necesita es una caridad política valiente, que no se limite a repartir pan, sino que se atreva a cuestionar el sistema que produce hambre.
¿Dónde están las políticas públicas para la inclusión real, para la vivienda, para la regularización migratoria, para el acceso a la salud, al trabajo, a una vida con dignidad? ¿Dónde está la voz firme de los representantes, de los partidos, de los colectivos que aún dicen creer en la justicia social?
Se habla de justicia, pero se gestiona el olvido. Se habla de derechos, pero se firma el recorte. Se invoca la igualdad, pero se justifica la exclusión como “inevitable”.
Y mientras tanto, hay miles de personas siendo descartadas en nombre de un modelo de sociedad que solo tolera a los que producen, consumen y se someten.
España no es una isla. Y tampoco es ajena a este proceso. Se cierran albergues. Se endurece la política migratoria. Se amenaza con retirar ayudas sociales. Se mira con fastidio a quienes defienden a los vulnerables. Y todo esto ocurre, muchas veces, con el silencio temeroso de quienes deberían defender sin miedo a los últimos.
La justicia social no es una opción secundaria para el cristiano. Es el corazón mismo del mensaje de Jesús. La pobreza no es una “realidad social” a gestionar, sino una injusticia a erradicar. Y el migrante no es un problema a resolver, sino un hermano a abrazar.
Salir de la pobreza es posible. Pero no con discursos de autoayuda, ni con programas de maquillaje. Hace falta decisión política, redistribución económica, compromiso ético y una sociedad que no tolere más la crueldad disfrazada de racionalidad.
La única seguridad verdadera es la que nace de la justicia. No hay paz duradera si hay millones condenados a la exclusión. No habrá verdadera convivencia mientras se siga organizando el país en función del miedo al pobre.
Este es el momento de decidir en qué lado de la historia queremos estar. O seguimos naturalizando el odio al vulnerable como parte del paisaje político, o nos levantamos, desde la fe, la conciencia y la política, para decir: basta.
Basta de despreciar al pobre. Basta de perseguir al migrante. Basta de sostener un sistema que necesita del dolor ajeno para garantizar la comodidad de unos pocos.
Cristo está siendo echado de nuestras ciudades todos los días. Está en los que duermen bajo los puentes, en los que piden pan a la puerta de una parroquia, en los que esperan papeles que no llegan, en los que son rechazados por el solo hecho de existir. Y a ese Cristo no se lo recibe con incienso, sino con justicia. No con rezos vacíos, sino con políticas concretas. No con buenas intenciones, sino con decisiones valientes.
Esto no es solo un llamado a la conciencia. Es un grito político desde el Evangelio. Y más que nunca, urge estar donde Jesús ya está: entre los últimos.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales