Defender la democracia y fundar una democracia ecosocial

Defender la democracia y fundar una democracia ecosocial

Actualmente, como pocas veces en la historia, la democracia como valor universal y forma de organizar la sociedad está bajo ataque. Existe una articulación mundial de grupos con mucho poder y dinero que la niegan en nombre de propuestas regresivas, autoritarias, que rozan la barbarie.

La democracia, desde sus orígenes griegos, se sostiene sobre cuatro pilares: la participación, la igualdad, la interacción y la espiritualidad natural.

La idea de democracia supone y exige la participación de todos los miembros de la sociedad, hechos ciudadanos libres y no meros asistentes o simples beneficiarios. Juntos construyen el bien común.

Cuanto más se realice la participación, mayor será el nivel de igualdad entre todos. La igualdad resulta de la participación de todos. La desigualdad, como por ejemplo, la exclusión de ciudadanos pobres, negros, indígenas, de otra opción sexual, de otro nivel cultural y otras exclusiones, significa que la democracia aún no ha realizado su naturaleza.

Por naturaleza, ella es, en palabras del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos (injustamente acusado), una democracia sin fin: debe vivirse en la familia, en todas las relaciones individuales y sociales, en las comunidades, en las fábricas, en las instituciones de enseñanza (desde la primaria hasta la universidad), en una palabra, siempre allí donde los seres humanos se encuentran y se relacionan.

Con la participación de todos en pie de igualdad se crea la posibilidad de la interacción entre todos, los intercambios, las formas de comunicación libre, incluso en la manera de comunión, propia de los seres humanos con su subjetividad, identidad propia, inteligencia y corazón.

Así, la democracia emerge como una red de relaciones que es más que el conjunto de los ciudadanos. El ser humano vive mejor su naturaleza de “nudo de relaciones” en un régimen donde florece la democracia. Ella se presenta como un alto factor de humanización, es decir, de gestación de seres humanos activos y creativos.

Por último, la democracia refuerza la espiritualidad natural y crea el campo para su expresión. Entendemos la espiritualidad, como es entendida hoy por la new science, por la neurociencia y por la cosmogénesis, como parte de la naturaleza humana.

No se confunde ni se deriva de la religiosidad, aunque esta puede potenciarla. Ella posee el mismo derecho de reconocimiento que la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Es innata en el ser humano.

Como escribió Steven Rockefeller, profesor de ética y filosofía de la religión en el Middlebury College en Nueva York, en su libro Spiritual Democracy and our Schools (2022): “la espiritualidad es una capacidad innata en el ser humano que, cuando es alimentada y desarrollada, genera un modo de ser hecho de relaciones consigo mismo y con el mundo, promueve la libertad personal, el bienestar y el florecimiento del bien colectivo” (p. 10).

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Se expresa por la empatía, la solidaridad, la compasión y la reverencia, valores fundamentales para la convivencia humana y, de ahí, para la vivencia en acto de la democracia.

Estos cuatro pilares, en el contexto actual del antropoceno (y sus derivaciones en necroceno y piroceno), en el cual el ser humano surge como el meteoro amenazador de la vida en su gran diversidad, al punto de poner en riesgo el futuro común de la Tierra y de la humanidad, hacen de la democracia sin fin, integral y natural, su antídoto más poderoso.

Sostengo la misma opinión que muchos analistas de las actividades humanas con efectos en escala planetaria (la transgresión de 7 de los 9 límites planetarios): que sin un nuevo paradigma, diferente del nuestro, que no incluye la espiritualidad natural, benigno para con la naturaleza y cuidadoso de la Casa Común, difícilmente escaparemos de una tragedia ecológico-social que traerá grandes riesgos para nuestra subsistencia en este planeta.

De ahí la importancia de combatir frontalmente el movimiento nacional e internacional de la extrema derecha que niega la democracia y se propone destruirla. Urge defender la democracia en todas sus formas, incluso aquellas de baja intensidad (como la brasileña), de lo contrario sucumbiremos.

Vale la sabia advertencia de Celso Furtado en su Brasil: la construcción interrumpida (1993): “El desafío que se plantea en el umbral del siglo XXI es nada menos que cambiar el curso de la civilización, desplazar su eje de la lógica de los medios, al servicio de la acumulación en un corto horizonte de tiempo, hacia una lógica de los fines, en función del bienestar social, del ejercicio de la libertad y de la cooperación entre los pueblos” (p. 70).

Ese vuelco implica fundar una democracia ecosocial que nos pueda salvar.