De miedos y esperanzas

¿En qué momento de locura decidiste venir? ¿Por qué no sales de allí pitando?
En la salita de espera, varias sillas te invitan a sentar frente a una mesa donde reposan un taco de cuestionarios y varios bolígrafos. Una chica morena está rellenando uno de los cuestionarios y cuando termina, levanta la cabeza y te mira.
—Hola —te saluda.
Tú se lo devuelves con voz temblorosa.
—¿Es tu primera vez? —pregunta con una sonrisa.
Asientes.
—Tranquilo, solo es un pinchacito.
Se va antes de que puedas articular palabra. Tienes la boca seca; el corazón se ha desplazado de tu pecho y parece palpitar en los oídos, en las manos, en la garganta. Dejas el abrigo en el perchero, te sientas y recorres el espacio con la mirada. En la pared, un cartel afirma que las venas tienen superpoderes, pero estás tan nervioso que eres incapaz de comprenderlo. En ese momento, te viene a la cabeza la imagen de tu padre en la cama del hospital. Aquella tarde fue un auténtico caos. Se supone que solo se trataba de una visita rutinaria a la médica del ambulatorio para que le diera los resultados del análisis de sangre.
—Tienes una anemia ferropénica muy severa —dijo ella con los ojos clavados en tu padre, para dirigirlos después a ti—. Lleva a tu padre a urgencias ahora mismo con este papel que te doy.
Lo siguiente que recuerdas con claridad en la maraña de prisas es su cara con el fondo blanco de la almohada. Hicieron falta varias bolsas de sangre para que recuperara su color y la vida volviera a sus ojos. Mientras las trasfundían, miraste las bolsas. Te parecieron increíbles envases de esperanza. ¿De quién era aquel líquido rojo oscuro? ¿Quién había sido tan masoquista de soportar el «pinchacito» sin hacer valer su gesto altruista? Aquel mal rato era, para colmo, gratuito y anónimo. En esta sociedad materialista donde cada uno va a lo suyo, aquello era para reírse del ingenuo en su cara. Pero a ti te hizo pensar. De hecho, hasta te emocionó esa generosidad que no espera nada a cambio, ni siquiera agradecimiento. Más tarde, leíste no existe ninguna versión completamente funcional y segura que sustituya la sangre humana en todos sus aspectos. Solo se puede obtener a través de personas donantes.
Así que aquí estás, deseando largarte y, sin embargo, permaneciendo. Con manos temblorosas, tomas un cuestionario del taco y el bolígrafo. ¿Pasaste la hepatitis? ¿Has sufrido la sífilis? ¿Tienes alguna enfermedad cardíaca? Parecen preguntas sencillas, pero tu mente se resiste a contestarlas. Dudas en algunas, porque en realidad dudas de ti. Hay algo que odias aún más que los hospitales: las agujas. Y encima has venido para que te pinchen. Expresamente. Aposta. Sin necesidad. No es porque te encuentres mal o te marees. Estás sanísimo, si no fuera por lo nervioso que estás, claro.
Estarías mejor todavía en el bar de Fran, tomando algo con los colegas que… ¿qué hora es? Las siete de la tarde. Justo se estarán reuniendo ahora allí. Si te vas ahora mismo, todavía llegas a tiempo para las cañas. Total, nadie te ha visto entrar o salir, nadie se ha dado cuenta de que estás aquí. ¿Y si dejas estos rollos para los que no se marean con la sangre? A ellos no les va a costar. En cambio, para ti va a ser un suplicio… Pero no. Respiras hondo y te mantienes. Completas el cuestionario, te levantas y pasas a la sala del médico, quien te toma los datos, el pulso, la tensión…
«Ochenta personas al día se salvan
de la muerte por esto que vas a hacer.
¿Te das cuenta de lo importante que es?»
—La tienes un poco alta, pero bueno. ¿Cómo te encuentras? —Es una pregunta tan rutinaria que ni siquiera te mira mientras anota los valores en el papel.
—Muy nervioso. No estoy seguro —respondes con voz pastosa.
Él deja lo que estaba haciendo y te contempla con seriedad.
—Ochenta personas al día se salvan de la muerte por esto que vas a hacer. ¿Te das cuenta de lo importante que es?
Niegas con la cabeza. No, no lo has pensado nunca. Ni siquiera quieres estar allí. Pero sabes que tienes que hacerlo, que es necesario, a pesar de que no soportas las agujas, ni la sangre, ni los hospitales. Porque el recuerdo de tu padre, que logró recuperarse, te lo suplica a gritos. Por esas ochenta personas al día que no conoces.
No ha sido fácil. Has tenido que girar la cabeza para no ver –ni siquiera de reojo– cómo la enfermera ponía la aguja de flebotomía. El momento de donar se ha pasado bastante bien para tu sorpresa, pero, justo cuando te quitaron la aguja, sentiste un ligero mareo por la impresión. De inmediato, otra enfermera que estaba atenta a tu expresión encendió un ventilador y reclinó la camilla donde estabas tendido. Las miras con gratitud mientras te vas recuperando poco a poco con algo de comida y bebida. Acabas de dejar 450 mililitros de vida. Tan simple y tan inmenso.
Cuando por fin te encaminas hacia la salida del hospital, oyes de refilón a una persona delante de ti hablando por teléfono:
—Ha perdido mucha sangre por el accidente. Los médicos están haciendo todo lo que pueden…
Inspiras con fuerza, rezas para que todo vaya bien y comprendes que, en muchas ocasiones, ser capaz de superar tus miedos es, precisamente, fuente de esperanza para otros. •
* Relato ampliado de otro en el libro El mundo a rayas.

Militante de la HOAC de Burgos