Apostar por la convivencia frente a la política incendiaria de la ultraderecha

Recuerdo que justo un día antes del primer aquelarre organizado por Vox en la plaza de toros reconvertido en palacio multiusos de Carabanchel, aparecieron folletos dirigidos a la población migrante que habita el barrio.
Aquellos pasquines volanderos, adornados con las siglas de Vox y las imprescindibles banderitas, no les recomendaban volverse a sus países de origen, como cabría pensar, sino a nacionalizarse españoles.
Ahora esta ultraderecha ha subido la apuesta y promete “deportar en masa” a millones de personas de origen extranjero, incluso con la nacionalidad española reconocida, siguiendo los pasos de su reverenciado Trump y su catolicísimo vicepresidente.
La ideología “autoritaria, iliberal y excluyente” de la derecha reaccionaria populista no conoce límites a la hora de marcar territorio en su disputa con la derecha clásica, cada vez menos moderada.
Ante una imaginaria operación de desembarco de población extranjera, la ultraderecha se concibe como una fuerza llamada a salvar la esencia de la nación y defender a un pueblo idealizado que no existe más que en su nostalgia.
Su mesiánica misión les legitima para reservarse todo el poder, garantizarse los privilegios heredados y los derechos de conquista, mientras aseguran la financiación necesaria para mantener sus costosos niveles de vida, incluso creando chiringuitos paralelos al partido.
Sus ideólogos no discrepan sino que directamente odian, insultan y denigran para luego señalar los objetivos y presas a combatir. Cualquier confrontación dialéctica que no empiece y termine por darles la razón supone una renuncia humillante que amenaza su particular credo.
Por eso, Vox deshumaniza al diferente, sobre todo, si carece de patrimonio o sufre alguna situación de vulnerabilidad, y atribuye al recién llegado todos los problemas de la patria, también el de la “inseguridad en los barrios, plazas y pueblos”.
La ultraderecha promete volver a esa arcadia feliz remota que imagina como un gran solar dominado por sus iguales, sin que las fuerzas democráticas comprometidas con los derechos humanos y la justicia social hayan sido capaces todavía de proponer un futuro mas humano y habitable a la altura de la dignidad humana.
Es el momento de plantear un proyecto convivencia sólido, alineado con las sociedades más democráticas, comprometido con los derechos humanos y tejer alianzas sociales que refuercen los vínculos y estimulen la participación social.
La inmensidad del reto, lejos de mover al desaliento, debería servir para concitar voluntades diversas, mejorar la deliberación públicas y desterrar del servicio a la comunidad las ambiciones inconfesables, los protagonismos estériles y las tácticas cortoplacistas.
La jerarquía de la Iglesia española, que tan evangélicamente se ha puesto al lado de las personas migrantes, incluso a costa de las críticas de parte de unos fieles que entienden la fe como una opción ideológica más, no puede sustraerse de hacer su propia contribución a la sociedad, en este momento crucial que atraviesa nuestro país y el mundo entero.
No deberían transigir más con formaciones autoritarias y esencialistas, ni prestar ingenuamente sus altavoces a quienes han convertido la política en un mero y arriesgado juego de tronos, por mucho que invoquen unos principios cristianos que nunca han comprendido, ni en los que, en verdad, están dispuestos a inspirarse.
El acervo de sabiduría y tradición espiritual de la Iglesia no puede reducirse a retórica hueca, ni su misión a la salvaguarda del patrimonio histórico.

Redactor jefe de Noticias Obreras