Pentecostés, la fiesta de la dignidad y la igualdad

Nuestra Iglesia nace como fruto de la Pascua en Pentecostés. Un fruto que crece y madura tras la semilla y los cuidados del amor de Dios. Somos su mejor cosecha y, como tal, tenemos que servir al mundo, ofreciéndole –tal como nos recuerda nuestro papa Francisco– una Iglesia sinodal, que escucha y acoge a todas las personas por igual. Como Iglesia de iguales, hemos de remover todos los obstáculos que nieguen la dignidad de las personas, también y especialmente, la dignidad de las mujeres, comprometiéndonos con sus legítimas reivindicaciones de más justicia e igualdad.
Pentecostés, una Iglesia de iguales
¿Qué nos recuerda hoy la fiesta de Pentecostés?
Cuando llegó la fiesta de Pentecostés, todas las personas creyentes se encontraban reunidas en un mismo lugar (Hechos de los Apóstoles, 2: 1). Todas juntas, unidas en oración.
Estaban allí aquellas a quienes Jesús se había acercado a lo largo de su camino, con quienes había hablado, comido, celebrado, incluso quienes, en aquella época, eran invisibles y consideradas impuras para la vida social, política y religiosa, entre ellas, las mujeres. A todas, sin distinción y con valentía, Jesús les reconocía su dignidad como hijas e hijos de Dios. Tanto, que derramó su Espíritu-Ruah y comenzaron a hablar diferentes lenguas (Hechos, 2: 4).
Estamos convocadas
por igual a dar a conocer
el proyecto de Dios al mundo
La Iglesia de Jesús de Nazaret tenía que llegar a todo el mundo, a todas las culturas, a todas las regiones, para lo que la riqueza y diversidad de todas las manos y miradas posibles eran necesarias: “Hablarán en nombre de Dios vuestros hijos y vuestras hijas” (Hechos, 2: 17). De esta forma, nuestra Iglesia nació contando con todas las personas creyentes por igual, hijas e hijos de Dios con un mismo compromiso: llevar el Evangelio a los demás.
Todos y todas
Desde entonces hasta ahora, tras más de veinte siglos, la fiesta de Pentecostés sigue recordándonos que nuestra Iglesia es una Iglesia de iguales, en la que todas las personas, hombres y mujeres, estamos convocadas por igual a dar a conocer el proyecto de Dios al mundo. Si esto no ocurre, desde el amor profundo a nuestra Iglesia y desde nuestra responsabilidad como hijas e hijos de Dios, debemos revisar qué nos ha pasado y reconocer que hemos asumido “costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera” (Evangelii gaudium, 43). Entre estas costumbres, se encuentran las que implican un trato desigual hacia las mujeres, dejándolas fuera de determinados espacios y decisiones de la vida de nuestra Iglesia.
Pentecostés, una Iglesia de valientes
Seamos valientes como Jesús y recordemos que “una Iglesia demasiado temerosa y estructurada puede ser permanentemente crítica ante todos los discursos sobre la defensa de los derechos de las mujeres, y señalar constantemente los riesgos y los posibles errores de esos reclamos. En cambio, una Iglesia viva puede reaccionar prestando atención a las legítimas reivindicaciones de las mujeres que piden más justicia e igualdad. Puede recordar la historia y reconocer una larga trama de autoritarismo por parte de los varones, de sometimiento, de diversas formas de esclavitud, de abuso y de violencia machista. Con esta mirada será capaz de hacer suyos estos reclamos de derechos, y dará su aporte con convicción para una mayor reciprocidad entre varones y mujeres, aunque no esté de acuerdo con todo lo que propongan algunos grupos feministas” (Christus vivit, 42).
Jesús lo tuvo claro
Jesús lo tuvo claro desde el principio, puso en marcha una comunidad de iguales: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 28).
Con este compromiso, el Concilio Vaticano II (1962-1965) ratificó una Iglesia circular, en la que todas las personas son acogidas y pueden participar en todos los niveles.
Mientras esto no ocurra, el Espíritu-Ruah seguirá recordándonos cada día, cada Pentecostés, la necesidad de renovación de las relaciones y de cambios estructurales en la Iglesia, para acoger mejor la aportación y talentos de todas las personas bautizadas como discipulado corresponsable de la misión que se nos encarga.
Pentecostés, una Iglesia que escucha al mundo
El mundo con el que dialogamos va cambiando y nos interpela. Cada vez más, hombres y mujeres viven comprometidos con la defensa de la igualdad, frente a las herencias machistas desde las que hemos construido nuestras relaciones e instituciones.
De esta forma, para muchas personas, especialmente las más jóvenes, ya no es creíble la idea de que las mujeres no puedan tener los mismos derechos que los hombres en cualquier situación o plano de la vida familiar, laboral, política o social. Aun así, seguimos enfrentando importantes desafíos, mientras exista la violencia y discriminación contra las mujeres en cualquiera de sus múltiples y dolorosas formas.
El mundo con el que dialogamos
va cambiando y nos interpela.
Cada vez más, hombres y mujeres
viven comprometidos con la defensa
de la igualdad
Estos desafíos son más urgentes cuando pensamos en las mujeres empobrecidas, a las que el olvido y la invisibilización les afecta con especial crudeza. Para todas ellas, la Iglesia ha de ser una comunidad para el cambio, que remueva todos los obstáculos que niegan su dignidad como personas, que ocultan sus talentos, sus proyectos de vida pensados desde el amor de Dios, dentro y fuera de nuestra casa.
Pueblo de Dios
Somos Pueblo de Dios y no podemos olvidar que “caminar juntas como personas bautizadas, desde la diversidad de carismas, de vocaciones, de ministerios, es importante no sólo para nuestras comunidades, sino también para el mundo” (Síntesis de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 4-29 de octubre de 2023).
Tengamos en cuenta que el mundo nos mira y hemos de mostrar que también en nuestra Iglesia, la igualdad y el respeto a la diversidad son una práctica real, como una lámpara que no debe meterse debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que dé luz a toda la casa (cfr., Mt 5,15). Esto solo será posible si sumamos todos los carismas que tenemos, en plural. Comunión y uniformidad no se casan. Si prescindimos de la diversidad –puesto que diverso es el Espíritu-Ruah–, no cabe hablar de comunión, estaremos mostrando otra cosa.
Los cambios cuestan
Es cierto que en documentos de la Iglesia de los últimos años se subraya la dignidad de la mujer, su igualdad de derechos con el hombre y su corresponsabilidad en la misión evangelizadora; sin embargo, en la práctica seguimos comprobando que este debate no resulta prioritario, no se asume con la debida celeridad y, a veces, incluso incomoda. Los cambios siempre cuestan, pero “las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente” (Evangelii gaudium, 104).
¿Qué nos diría hoy en día Jesús ante la pérdida de riqueza y carismas de tantas mujeres que podrían sumar a nuestra comunidad todos sus talentos? No solo los que tradicionalmente se les han reconocido y hemos hecho costumbre, centrados en el cuidado y tareas parroquiales. Además de para ello, no olvidemos que las mujeres son diversas, muchas con formación superior en diferentes ciencias y disciplinas y también teólogas. Aun así, en los espacios en los que se toman las decisiones que, por supuesto les conciernen, no llegan a estar o se va llegando lentamente y están infrarrepresentadas.
Lámpara de la igualdad
En estas condiciones, ¿cómo ser creíbles y llegar a quienes esperan un testimonio coherente con la propuesta de igualdad a la que nos comprometió Pentecostés?
En estos momentos, escuchar y encarnarnos en el mundo significa mostrar como Iglesia nuestra lámpara de la igualdad y hacerlo desde el candelero, desde lo más alto, alumbrando con coherencia, desde nuestro compromiso explícito y efectivo como comunidad de iguales.
Sin embargo, cada vez somos más quienes, en el día a día de nuestros proyectos evangelizadores, compartimos dilemas y contradicciones con nuestro ser eclesial. Nuestra convicción y condición nos hace responsables de no cesar en la tarea, ciertamente lenta pero firme, de ser proactivas en construir de nuevo el fruto que nos dejó Pentecostés, un espacio eclesial que sea la casa de todos y todas por igual.
Para ello hemos de ser constantes y vivir en esperanza. Jesús nos recuerda, como a Nicodemo, que para hacer posible la utopía del Reino de Dios hay que quedarse “con lo bueno” (1 Tes 5, 21), sin absolutizar nada; hay que seguir liberándonos de lo aprendido, sin tener miedo a “nacer de nuevo” (Jn 3, 3-9). Solo así, el Espíritu-Ruah podrá inspirarnos el camino para avanzar hacia la Iglesia de Jesús de Nazaret, una Iglesia “al servicio del mundo, desde y con las más empobrecidas, y esto requiere atención a los signos de los tiempos” (Revuelta de las Mujeres en la Iglesia, VV.AA., 2022).
Al servicio de la humanidad
Somos una Iglesia que escucha, una Iglesia sinodal, en la que “toda la comunidad, en la libre y rica diversidad de sus miembros, es convocada para orar, escuchar, analizar, dialogar, discernir y aconsejar para que se tomen las decisiones pastorales más conformes con la voluntad de Dios” (Comisión Teológica Internacional, 68).
Escuchar al mundo nos interpela, nos exige como creyentes y nos propone cambios y es eso, precisamente, lo que nos convierte en frutos del amor de Dios al servicio de la humanidad.
Pentecostés, una Iglesia sinodal
Como Iglesia se nos ha convocado a continuar en proceso sinodal. Bajo este marco, escuchando los signos de los tiempos, con resistencia y esperanza, debemos reflexionar y caminar desde la igualdad evangélica propuesta por Jesús de Nazaret. Lo hacemos con el convencimiento, tal como recoge el documento final del Sínodo sobre la Sinodalidad (octubre 2024), de que: “no hay ninguna razón para que las mujeres no asuman funciones de liderazgo en la Iglesia: lo que viene del Espíritu Santo no puede detenerse”. Al mismo tiempo se indica que ha de prestarse “más atención al lenguaje y a las imágenes utilizadas en la predicación, la enseñanza, la catequesis y la redacción de los documentos oficiales de la Iglesia, dando más espacio a la contribución de las mujeres santas, teólogas y místicas”.
Recogiendo este testigo y con la responsabilidad de contribuir de forma proactiva a construir una Iglesia de iguales, una Iglesia sinodal, nació la Revuelta de las Mujeres en la Iglesia, desde donde avanzamos para recordarnos la necesidad de que “la igualdad se haga costumbre en la Iglesia”.
El plan de Dios
Si nos paramos a pensar, las mujeres vivimos con limitaciones. ¿Creéis que Dios, nuestro Padre-Madre, que nos ama a todos por igual, quiere esto para nosotras? Estamos convencidas de que este no era el plan de Dios y por ello seguimos abriendo caminos para dejarnos empapar por el Espíritu-Ruah y volver a la comunidad que Jesús nos dejó encargada: una comunidad de iguales, sacramento vivo de la presencia del Reino de Dios entre todas y todos. Para vivirlo, tras las historias y experiencias acumuladas de tantas y tantas mujeres olvidadas, tras el diálogo activo con las realidades de mujeres que sufren la desigualdad en todas sus dimensiones, tras los muchos empeños en construir desde nuestro ser Iglesia la comunidad de iguales que necesitamos, queremos hacer nuestra aportación.
Pautas para trabajar personal y comunitariamente
Proponemos a continuación una serie de cuestiones que pueden ayudar al trabajo personal o comunitario.
En Pentecostés, el Espíritu-Ruah se derrama y nos pide que escuchemos al mundo y que, en estos momentos, seamos lámparas en el candelero para la igualdad.
Desde nuestra propia experiencia y oración:
- ¿Cómo vives las situaciones de desigualdad de las que seguirían siendo objeto las mujeres dentro y fuera de la Iglesia?, ¿las tienes cerca?, ¿qué sentimientos te generan?
- ¿Qué crees que esperan, como Iglesia de iguales, las personas con las que convivimos en nuestro mundo, nuestros hijos/as, familiares, compañeras/os de trabajo, amigas/os, etc.?
- ¿Qué puedes hacer en tu entorno eclesial más próximo (parroquia, grupo, movimiento, etc.) para avanzar en hacer de nuestra Iglesia una casa abierta, donde todas las personas pueden aportar sus talentos, sean los que sean?
A nivel comunitario seguimos en proceso sinodal.
Bajo este compromiso colectivo como hijas e hijos de Dios cuidados todos por igual por nuestro Padre-Madre Dios:
- ¿Qué pasos crees que podemos ir asumiendo para avanzar en buenas prácticas y conseguir una mayor igualdad dentro de nuestra Iglesia diocesana?
- ¿Cómo mostrarnos ante el mundo, abiertos y dialogantes, creíbles en nuestras prácticas de igualdad, para ser capaces de llevar el Evangelio de Jesús de Nazaret?
- ¿Qué crees que esperan de nosotros, como Iglesia, las mujeres más empobrecidas y excluidas de nuestro mundo?
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Texto publicado originalmente en Cuadernos DM nº 6 (08/06/2025).

Profesora Titular de Trabajo Social y Servicios Sociales de la Universidad de Málaga. Militante de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) de Málaga. Miembro de la Revuelta de Mujeres en la Iglesia