«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»

Lectura del Evangelio según san Juan (20, 19-23)

Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

–La paz esté con ustedes.

Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos, se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo:

–La paz esté con ustedes.

Y añadió:

–Como el Padre me ha enviado, yo también los envío a ustedes.

Sopló sobre ellos y les dijo:

–Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengan, Dios se los retendrá.

Comentario

Este capítulo 20 es el primer final de la obra de Juan; el siguiente es un añadido pero que forma parte, en general, del estilo joánico, y la figura que lo estructura: «el discípulo amado». En este capítulo aparece el relato del sepulcro vacío, la aparición a la Magdalena, la primera aparición al grupo y la segunda en la que se incluye el relato de Tomás, y el primer resumen final.

Esta aparición de Jesús está llena de simbolismos, estaban reunidos, encerrados por miedo, al anochecer… ninguna afirmación de Juan es gratuita. La muerte de Jesús les destroza, les encierra en sí mismos y ni siquiera el testimonio de la Magdalena les llena de esperanza, necesitan su presencia ante la hostilidad del mundo.

Y Jesús se hace presente en medio de ellos, él es el centro, la comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús, el Cristo, muerto y resucitado, vivo y presente. En él se sustenta la vida de la comunidad.

Su primera expresión, ante este grupo lleno de miedo, incrédulo, sombrío, ya disperso en sí mismo, es un regalo, la paz. Es el saludo lleno de reconciliación, ha pasado la página de abandonos, traiciones, la página de haberse sentido sólo en su paso por el dolor, sufrimiento, muerte. Es una paz de reconciliación, pero es la paz necesaria para afrontar un nuevo futuro que está lejos del miedo y del encierro.

Y les enseña las manos y el costado. Es él, es el mismo, el resucitado es el crucificado y el crucificado es el mismo que anduvo con ellos por los caminos polvorientos de Galilea. La Resurrección de Jesús está íntimamente unida a su vida y a su muerte. No hay ruptura, la resurrección no hace desaparecer la identidad. Igual que su muerte es consecuencia de su vida, la resurrección es el premio, el reconocimiento de una vida dada, entregada hasta la muerte, haciendo la voluntad del Padre.

Los signos que permanecen en su costado y en sus manos son expresión del amor, de la entrega. Son las señales del auténtico sacerdocio. Es el recuerdo del «como yo les he amado». Somos pueblo sacerdotal, ¿dónde están mis llagas?

Y el encuentro es para la misión, no es el regodeo de: ¡hemos ganado! ¡los malos no pudieron con Jesús! El encuentro no se queda en una satisfacción mística que les hace sentir bien; el encuentro es para la misión, hay una buena noticia para el mundo que ha explotado en nuestros corazones y hay que anunciar.

Pero necesitan de la fuerza del Espíritu, esos cuerpos de barro, presas del miedo, encerrados en sí mismo, más muertos que vivos, «enfermos en la atmósfera viciada de su encierro», como diría el papa Francisco… necesitan del Espíritu.

El relato nos coloca en el Génesis y nos habla de cómo la Resurrección de Jesús es una nueva creación, una nueva alianza, un proyecto renovado de historia… la fría escultura de barro necesita el Espíritu que nos hace semejantes a Dios. Los discípulos enclaustrados en el barro del miedo necesitan el rúaj, el espíritu del Dios de la creación, que les llena de vida y les pone en camino.

El creer en el resucitado y seguir al crucificado necesita de la fuerza renovadora del Defensor, de Alentador, del Promotor y Jesús lanza su aliento renovador para ponerles en camino, ese aliento que hizo del ser humano un ser viviente, recibimos la fuerza divina que nos capacita para vivir el amor de Jesús para darnos generosamente a los demás.

El Espíritu es el alma de la Iglesia, es la fuerza que la guía, que la hace siempre nueva y buena noticia para el mundo de hoy, para el hombre y la mujer de hoy.

Dos cuestiones prácticas para este tiempo: la sinodalidad sin una ferviente devoción al Espíritu, sin una confianza absoluta de que está y guía la Iglesia genera borreguismo, dedocracia, autoritarismo y manipulación… y lo contrario creer en una democracia donde impera el voto, es creer que las mayorías pueden sobre las minorías y tampoco forma parte del estilo de Jesús, donde los últimos son primeros, a los pequeños se les coloca en el medio, donde acoger y escuchar es clave porque todas y todos, cada uno, cada una «somos cartas de Cristo» (2Cor 3, 3). Una Iglesia sinodal cree en el Espíritu, presente y actuante, requiere una Iglesia en escucha, en la diversidad, para caminar juntos y juntas.

La segunda, en la Iglesia y cada uno de los cristianos tenemos que recuperar el Sacramento de la Confirmación donde recibimos personalmente, de forma solemne y en la comunidad, el Espíritu Santo. El Espíritu está en cada creyente que permite que anide en él o en ella. Esa convicción facilita la actitud de escucha; escucharnos y así juntos buscar caminos. «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…» (Hch 15, 28) esta convicción de la comunidad de Jerusalén es el reto de nuestras pequeñas comunidades, movimientos de cualquier grupo que se reúna en nombre del Señor.

Tenemos que recuperar al Espíritu, la devoción al Espíritu como fuerza, iluminación en el discernimiento, como guía, no solo en lo comunitario y eclesial, sino en lo personal. Y solo en la práctica haremos sacramento de la sinodalidad.

 

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Más en Orar en el mundo obrero, Domingo de Pentecostés.