Tras las huellas del Vaticano II

“Quisiera que renováramos juntos, hoy, nuestra plena adhesión a la vía que desde hace ya decenios la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II”.
Estas palabras las pronunció el papa León XIV a los cardenales en su primera reunión con ellos tras haberlo elegido como sucesor del recordado Francisco.
Habiendo pasado ya más de sesenta y tres años de su inicio y sesenta de su conclusión, bueno será recordar que el Vaticano II suscitó alabanzas, críticas y vicisitudes que pasamos a detallar, siguiendo lo que nos decía Víctor Codina en el número 182 de la colección Cristianisme i Justicia Hace 50 años hubo un Concilio:
Para los que lo vieron en positivo:
- El mayor acontecimiento del siglo XX. (De Gaulle)
- El pasar la Iglesia del anatema al diálogo. (Garaudy).
- Un Concilio profético para nuestros días. (Chenú)
- El paso de una Iglesia de Occidente a una Iglesia universal. (Rahner)
- Una gracia del Espíritu para la Iglesia. (Pablo VI)
Para los que la vieron en negativo:
- Algo superfluo después de la definición en el Vaticano I de la infalibilidad del Papa. ¿Para qué hacer venir obispos de todo el mundo si las definiciones del Papa hechas excathedra tienen ahora un valor definitivo e imborrable?
- Algo innecesario a la vista de que, hasta entonces, los Concilios se habían convocado o para resolver un tema doctrinal o para condenar alguna herejía, y ahora no había ningún tema doctrinal que resolver ni ninguna nueva herejía que condenar.
- Una pesadilla o una cloaca, como sugirió algún seguidor del obispo Lefêvbre.
Para quienes creyeran que la idea del Concilio fue algo largamente madurado por Juan XXIII, nada mejor que leer su diario para comprender que aquello fue una flor espontánea de inesperada primavera. Él mismo reconoció que la idea “le brotó del corazón y afloró a sus labios como una gracia de Dios, como una luz de lo alto, con suavidad en el corazón y en los ojos, con gran fervor”.
Algo de razón tenían los que afirmaban que no hacía falta un Concilio para confirmar doctrina o para condenar herejías. Pero Juan XXIII, al convocar el Concilio Vaticano II, no tenía en la cabeza el dogma o el derecho canónico. Él era un Pastor y su idea del Concilio era eminentemente pastoral, quería un Concilio a través del cual la Iglesia se pusiera al día (él hablaba de aggiornamento), tomando conciencia de la realidad y ofreciendo respuestas a la misma.
En su diario escribiría a propósito de los motivos para la convocatoria del Concilio que, a la vista de que desde Roma se tenía una visión muy reducida de la realidad “podríamos consultar a todos los obispos de la Iglesia, que nos dieran su visión de la propia realidad que viven”. Como confesó Juan XXIII a un obispo africano, se trataba de “abrir la ventana para que un aire nuevo entrase en la Iglesia y sacudiese el polvo acumulado durante siglos”.
La consulta universal a los obispos, a los superiores religiosos y a las universidades católicas que precedió al Vaticano II ya fue en sí una característica del Concilio, como lo sería en su celebración la asistencia de seglares invitados o de teólogos protestantes, anglicanos y ortodoxos.
Ningún programa fue fijado de antemano para la consulta, y la encuesta que comenzó en junio de 1959 estaba terminada a principios de 1960, recogiendo más de dos mil respuestas, con un enorme material que estudiar y sintetizar. A modo de ejemplo decir que llegaron propuestas tan dispares como la condena del comunismo, el fomento de la devoción a San José o el cuidado de la moralidad en las playas.
Es lógico suponer que, ante tanta y tan dispar cantidad de propuestas, se hubo de nombrar varias comisiones y secretariados, pero también hay que decir que en realidad Juan XXIII no sabía lo que habría de ser el Concilio –él quería acabarlo en una o, como mucho, dos sesiones–, que lanzaba contra toda prudencia humana pero que, al mismo tiempo, por una especie de oscura visión profética trazaba sus líneas maestras.
Cuando comenzaron las discusiones en la primera sesión conciliar, pronto se pusieron en evidencia dos cuestiones:
Que los obispos llegados de todo el mundo no iban a limitarse sin más a aprobar los documentos preparados por la Curia romana. Las intervenciones de los cardenales Frings, de Alemania, y Liénart, de Francia, consiguieron que se creasen nuevas comisiones con los obispos de la periferia, como llamaban los de la Curia romana a los venidos de fuera.
Que la inmensa doctrina a estudiar necesitaba un hilo conductor. El entonces cardenal Montini escribía desde su sede de Milán, tras aquella primera sesión conciliar: “Material inmenso, óptimo, pero heterogéneo y desigual, que hubiera exigido una reducción y una valiente organización si hubiera habido una autoridad que dominara la preparación lógica y orgánica de tan magníficos volúmenes y si una idea central, arquitectónica, hubiera polarizado y finalizado este ingente trabajo. En obsequio al criterio de libertad y espontaneidad del que ha nacido este Concilio, ha faltado el punto focal de su programa, punto que, por fortuna, ha tenido solemnes y sabios apuntes en los discursos del santo padre”.
Y, por si fuera poco, a principios del año 1963 fallecía Juan XXIII y la continuidad o no del Vaticano II quedaba expensas de quien fuera su sucesor. Por suerte le sucedió el cardenal Montini, el mismo que había echado en falta “una idea central, arquitectónica”…
Aquella idea central y arquitectónica que estructurara el Vaticano II la ofreció Pablo VI con su primera carta encíclica, publicada un año después de su elección, la Ecclesiam suam, una encíclica de la que se habla muy poco, incluso por los defensores del Vaticano II, pero que es clave para entender la arquitectura de aquel Concilio.
Tres son los ejes centrales de esta encíclica, tal como nos indicaba el papa en los números 6, 7 y 8 de la misma. El primero es la conciencia. A través de ella, Pablo VI invitaba a la Iglesia a reflexionar sobre sí misma y sobre el origen y naturaleza de la relación que el cristianismo establece entre Dios y la persona. En palabras del propio Pablo VI “antes de considerar la posición que debe adoptar con relación al mundo que la circunda, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes divinos sobre ella…” (punto 13).
El segundo eje es la renovación. A través de ella, la Iglesia debe tender a la perfección en su existencia terrena. Pablo VI diría que “nos sentimos, además, embargados por el deseo de que la Iglesia de Dios sea tal cual Cristo la quiere… ” (punto 36). Reconocía así que tocaba una renovación evangélica.
Y el tercer eje es el diálogo. A través de él, la Iglesia entra en contacto con la humanidad “hay una tercera actitud que la Iglesia católica debe adoptar en esta hora de la historia del mundo, y es la actitud caracterizada por el estudio de los contactos que debe tener con la humanidad” (punto 54); “la Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace palabra. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (punto 60).
En este diálogo, Pablo VI propone una gradación: diálogo con todo lo que es humano, incluido el ateísmo (punto 91), diálogo por la paz (punto 99), diálogo con los que creen en Dios (punto 100), diálogo con los hermanos cristianos de otras confesiones (punto 101), diálogo en el interior de la Iglesia católica (punto 106).
Así, podemos considerar y estudiar las constituciones Dei verbum, sobre la divina revelación y Lumen gentium sobre la Iglesia, desde el punto de la toma de conciencia que la Iglesia ha de hacer sobre sí misma.
La Constitución Sacrosantum Concilum, sobre la sagrada liturgia, y los decretos Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos; Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros; Optatam totius, sobre la formación sacerdotal; Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa; Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares; Orientalium ecclesiarum, sobre la Iglesias orientales católicas; y Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, podemos situarlas en la órbita de la renovación.
Y los decretos Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo e Inter mirífica, sobre los medios de comunicación social; las declaraciones Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa; Gravissimum educationis, sobre la educación cristiana de la juventud; Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas; y de manera especial la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, más los mensajes del Concilio a la humanidad, entran de lleno en la órbita del diálogo.
Es más que evidente que Pablo VI, un hombre sin el carisma de Juan XXIII pero ciertamente con una mayor capacidad organizativa, trazó con Ecclesiasm suam el entramado arquitectónico que nos permitiera un mejor entendimiento de lo que se pretendió con el Vaticano II.
Como también es evidente que aquel Concilio sufrió casi desde sus inicios movimientos involucionistas tendentes a frenar, no sabemos si por miedo o por otras causas, aquello con lo que soñaba el buen papa Juan XXIII: “abrir la ventana para que un aire nuevo entrase en la Iglesia y sacudiese el polvo acumulado durante siglos”.
Esperemos expectantes lo que el papa León XIV aliente en su deseo de recorrer un camino tras las huellas del Vaticano II.

Militante de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) de Orihuela-Alicante