La guerra nos hace pobres. Salgamos a decirlo

No hay neutralidad posible. Vivimos tiempos en los que el silencio es traición, y la indiferencia, un lujo de los que ya no pueden llamarse pueblo. La guerra —toda guerra, la de misiles o la del hambre— no cae del cielo como una tormenta imprevista. Es un producto planificado, sostenido y administrado por quienes han hecho del dolor un negocio y del sufrimiento una estrategia. Y nosotros, trabajadores y trabajadoras, lo sabemos bien, porque siempre que estalla una guerra, lo primero que se pierde es el pan. Lo segundo, la palabra. Y lo tercero, la dignidad.
Nos dicen que hay conflictos inevitables. Que hay pueblos condenados a matarse. Que es parte del “orden mundial”. Pero lo que no dicen es que detrás de cada guerra hay una transferencia monumental de riqueza: de abajo hacia arriba. Lo que no dicen es que el humo de las bombas oculta el saqueo de recursos, los recortes sociales, el endeudamiento eterno. Lo que no dicen es que la guerra empobrece, desmoviliza, calla, rompe, dispersa, desorganiza. Que donde hay guerra no hay sindicatos. Que donde hay guerra no hay huelga. Que donde hay guerra, la vida se convierte en una espera larga por algo que no llega. Por eso nos lo repiten tanto: que no es asunto nuestro. Que no miremos. Que no nos mezclemos. Porque si nos mezclamos, se les cae el teatro.
Pero nos vamos a mezclar. Porque es asunto nuestro. Porque cuando en Yemen, Palestina, Haití, el Sahel, Sudán, Libia o Somalia se mueren de hambre, ese mismo sistema nos ajusta aquí con reformas laborales injustas, con sueldos miserables, con alquileres impagables, con la salud y la educación en venta. Porque el dinero que se destina a la guerra, aquí y allá, es el dinero que no va a escuelas, hospitales, empleo digno. Porque las bombas no sólo matan cuerpos: matan derechos.
Nos lo quieren vender como algo ajeno, como si esas vidas valieran menos. Pero no hay muertos de segunda ni pobres de tercera. Quienes mandan misiles no conocen fronteras ni pueblos. Saben de números. De contratos. De petróleo. De litio. De poder. Saben que cuando hay miedo, hay obediencia. Que cuando hay guerra, se desactiva la lucha. Por eso la necesitamos: una lucha internacionalista, obrera, feminista, campesina, comunitaria. Una lucha que entienda que la paz no es una paloma en una pancarta, sino una práctica diaria de justicia. Que entienda que la paz no es callarse, sino gritar. Que la paz no es aguantar, sino organizarse.
Somos las trabajadoras y los trabajadores quienes tenemos el deber de levantar esa voz. No desde un ideal abstracto, sino desde nuestra historia. La historia del movimiento obrero que se opuso a las guerras imperialistas. Que dijo “no” cuando ser pacifista era ser perseguido. Que supo que la verdadera trinchera está en la fábrica, en el campo, en el barrio, en la escuela. Que gritó —y sigue gritando— que la clase trabajadora no tiene patria mientras haya fronteras manchadas de sangre.
Y lo decimos claro: no queremos más guerras ni aquí ni allá. No queremos que ningún joven muera por órdenes de un despacho. No queremos que ningún niño aprenda a esconderse antes de aprender a leer. No queremos que ningún anciano se muera de frío mientras los gobiernos compran tanques. No queremos que se hable de defensa cuando no se puede defender una pensión. No queremos que se diga “seguridad” mientras las calles están llenas de hambre.
Queremos pan, techo, trabajo, paz. Y para eso, necesitamos desobedecer este orden que solo sabe vivir de nuestra miseria. Necesitamos reclamar, en cada calle, en cada centro de trabajo, en cada sindicato, que la guerra es también un ataque contra las y los trabajadores. Que cuando matan a un pueblo, están matando nuestras conquistas. Que cuando siembran terror en otro continente, están blindando la explotación en el nuestro. Que cuando nos dicen “hay que prepararse para la guerra”, lo que quieren decir es: “resígnate, que vienen tiempos de obedecer”.
Y no, no vamos a obedecer
Vamos a organizarnos. Vamos a hablar del Congo en la asamblea del barrio. De Palestina en la cooperativa de mujeres. De Sudán en la fábrica. Vamos a nombrar todos esos territorios que el poder ha querido convertir en mapas mudos. Porque cuando el mundo calla, los pueblos se repiten. Y no hay mayor solidaridad que no permitirlo.
Este es un llamamiento. A las compañeras que crían entre la pobreza y el coraje. A los compañeros que sostienen el transporte, el pan, la salud. A las juventudes que se rebelan, aunque el futuro parezca clausurado. A los pueblos originarios que defienden la vida como sabiduría ancestral. A los migrantes que cruzan fronteras no por aventura, sino por necesidad. A todas y todos los que creen que la paz no puede ser un privilegio, sino un derecho compartido.
La guerra nos hace pobres. Espiritualmente, porque nos entrena para no sentir. Socialmente, porque nos enseña a desconfiar del otro. Políticamente, porque destruye el poder popular. Y materialmente, porque vacía nuestras casas mientras engorda los bolsillos de quienes jamás conocerán un campo de batalla.
Por eso decimos basta. Basta de guerras disfrazadas de democracia. Basta de violencia envuelta en banderas. Basta de una paz que sólo sirve a los bancos. La verdadera paz será obrera, popular, justa y desobediente. O no será.

Impulsando el Evangelio. Comprometido con la Pastoral Penitenciaria. Activista en la Pastoral del Trabajo de Toledo, defendiendo dignidad y derechos laborales